Jugar con fuego

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Jugar con fuego

H.D. Pérez.

Cuando Ronny me dijo que combatió en Vietnam no le creí, pero no sé si eso era importante. Ronny era un viejo de más de 40 años en ese entonces. Creo que más importante fue lo que me dijo más tarde. Unos años después, allá por el 89, cuando retornaba la democracia. Lo de la muerte de Allende.
Supongo que lo de la guerra de Vietnam era un lastre que cargaba. Me imagino que sí. Los muertos lo venían a visitar por las noches. El tiempo pasa y cura todas las heridas. Pero lo de Allende no era un hecho sin importancia; era el asesinato de un presidente y estaban involucrados muchos peces grandes, empezando por Nixon y Kissinger.
Ahora Ronny estaba en Osorno, en las afueras de la ciudad, donde cultivaba frambuesas e iba a todos lados con tres perros que eran su familia. Ya no bebía ni fumaba marihuana como lo hacía cuando joven y yo no supe por qué, pero él rehuía esos temas: mujeres, su infancia, Vietnam y esas cosas que, supogo, todos rehuiríamos. Ahora se dedicaba a vender frambuesas y estar en paz, eso me parecía bien. Ronny era un campesino y un buen tipo. Una vez dijo que su ex esposa había estado en la cárcel pero yo no sé nada de eso y nunca le pregunté, pues soy respetuoso de las cosas personales. Si él me contaba bien. Si no lo hacía bien, también.
Me decía que le gustaba esa zona de Forrahue, cercana a Osorno, porque los campos eran parecidos a los de su infancia donde solía recorrerlos con su padre que era médico y ayudaba a los pobres. Eso era todo lo que decía Ronny de su padre. Y le creo, pues Ronny no solía mentir, o sus mentiras eran absurdas, como que había jugado en la NBA, o cosas de ese estilo, de la cual nos reíamos. Ninguno de nosotros bebía y ambos creíamos en Dios, a pesar de tener vidas dificiles y ser inteligentes, él; yo no tanto.
Ronny no tenía buena relación con su vecino, un alemán mayor que él. Creo que no veía con buenos ojos a los alemanes. Algunas veces iba al circo y siempre preguntaba si el circo era alemán. Siempre creía que los circos eran alemanes. Vaya idea, esa. Pero la gente lo respetaba. Y con algunos era amistoso. Ronny se llevaba bien con los mapuches. Decía que él era, interiormente, mapuche. Y siempre les pedía perdón, pero yo no entendía porqué. Ronny si lo sabía. No era algo que hubiese hecho él, sino algo de la humanidad, o parecido. Ronny era sabio y asimilaba cosas que yo no comprendía. En realidad Ronny no era americano, o norteamericano. Él sentía que era mapuche. El unico mapuche que había combatido en Vietnam. Siempre nos reíamos de eso. Pero luego él se ponía serio y no volvíamos a bromear sobre aquello.
Los domingos Ronny iba a misa en Forrahue con los perros, quienes lo esperaban, pacientemente,
afuera. Los animales no se movían. Eran canes fieles y respetuosos de la religión, supongo. Tres quiltros parecidos a los siberianos, guardando las proporciones. Los perros tenían unos arneses y unos estuches y estoy seguro que en uno de esos estuches Ronny tenía una pistola. Juraría que era así.
Creo que Ronny iba a rezar por su esposa. Algunas veces sacaba una foto de ella y parecía hablar contándole cosas. Debe haber hablado con ella en esas ocasiones en la iglesia. También tenía una foto de él en Vietnam, donde aparecía con un M16, con cara de cansado, la boca abierta como si respirara con dificultad. Era un foro extraña con un Ronny joven en mitad de la selva y de una guerra que no tenía nada que ver con él.

Ronny me contó que vivió en Haití hace mucho, y decía que era un país muy bello, antes que todo se fuera al carajo. Una vez pensé que él había viajado a Haití para huir de sus recuerdos pero nunca se lo dije. No por temor sino por respeto. Era una idea mía y tal vez estaba equivocado. En realidad da lo mismo. Mi opinión no cuenta para nada.
Los domingos iba a verlo y comíamos pescado. A ambos nos gustaba el pescado. Y las frambuesas.
Un domingo conocí a esa mujer en su casa. Fue una sorpresa. Una mujer alta y rubia que no sé de donde salió.
-Dentro hay una mujer y se llama Elisa. Es profesora en la universidad de Texas- me dijo al salir a recibirme al camino.
-Okey- le respondí-. Está bien.

Los campos estaban teñidos de verde y de amarillo pálido como si los hubiese pintado desde el cielo un Dios paranoico con anhelos pictóricos. Bajo el techo de zinc estaban ellos y los perros. La mujer estaba siempre a la defensiva con una mirada que parecía desconfiar de todo. No hablaba mucho. Solo lo necesario. Pero en un instante dejo un flanco abierto y acarició a uno de los animales con esmero y cariño. Fue el único instante en que se mostró sin aprensiones. La mujer llevaba el pelo rubio suelto, largo y cepillado, unos anteojos que caían por una nariz larga y rosácea, que iluminaba un rostro blancuzco y casi demacrado. Los ojos cafés y una espalda angosta, recta y más estrecha de lo normal. Parecía que llevaba años a dieta.
Afuera estaba la camioneta de la mujer, una vieja Ford blanca de los 70. La ventana trasera tenía un postigo de madera delgada que la hacía ver ridícula. A pesar de ello el sol no entraba por ninguna parte. Utilitaria. Eso parecía desear la mujer. Inquieta. Fumaba a cada rato afuera, en el porche. Sentada en un viejo sillón parecía meditar como si estuviera angustiada resolviendo un rompecabezas y aquello fuera de vida o muerte. Ronny no la acompañaba jamás así que nunca vio como ella se ataba los cordones de sus zapatillas Converse ni como ella estuvo tosiendo cada vez que lanzaba la colilla del cigarrillo lo
más lejos que podía, que nunca fue más allá de dos metros. Ronny no se esmeraba en complacerla y creo que ellos sólo tenían una relación de negocios o habían trabajado juntos, o aún lo hacían. Era el 86 y en esa época las personas tenían vínculos extraños. Más aún los norteamericanos que habían luchado en Vietnam y sabían cosas de Allende que nadie más conocía o se aventuraba a señalar.

2

“El miedo más intenso es el miedo a lo desconocido”, me dijo una vez Ronny y lo mismo parecía pensar Elisa. Un temor recóndito la sobrecogía. No sentirse segura y a sus anchas. Eso transmitía la mujer. Pisar sobre seguro. No dejar cabos sueltos. Tal vez pensaba en su futuro incierto. En ser una vieja solitaria sin nadie ni nada a qué echar mano. Sin hijos (los tendría?), sin esposo o amante o novio, o cualquier cosa. Eso me preguntaba sobre esa mujer misteriosa.
Una vez Ronny nos invitó a cazar perdices a una vega cercana y ella se puso pálida.
-Si tienes miedo puedes quedarte acá- le señaló Ronny. Y pronunció la palabra “miedo” como si significara otra cosa muy distinta a lo que entendía la mayoría de los personas. Algunas veces parecía que ellos hablaban un lenguaje único y personal. Algo que solo ellos compredían.
-Jodete Ronny- le respondió ella-. Claro que vamos a ir a cazar.
Ronny río. Y luego se hizo humo sin contestarle. Sin decir nada, ni una palabra. Yo miré a la mujer muy rápido y la noté preocupada. Luego ambos seguimos tomado té y comiendo galletas de champaña.
-Sabes disparar Elisa?- le pregunté. Solo ahí ella reaccionó.
-Claro que sé disparar- respondió casi gritando.
No hablamos más del tema y la tarde se tornó gris con nubes extensas que llegaron del norte anunciando agua o desgracias. Entonces los perros comenzaron a ladrar y una camioneta se acercó desde lo alto del camino.
Ronny apareció en el porche.
-Es el alemán, el vecino del lado- señaló Ronny y entró a la casa como si hubiese olvidado algo o fuera a buscarlo.
-Está todo bien?- preguntó Elisa.
-Creo que sí, pero no confió en ese viejo- respondió Ronny. Y agregó:
-Creo que quiere jugar con fuego.
Eso fue lo que dijo. Lo recuerdo muy bien: “Creo que quiere jugar con fuego”.
El vehículo fue avanzando despacio como un tanque, echando polvo y desplazando las piedras hacia el costado como si fueran palitroques. Los perros corrieron hacia el vehículo ladrando y mordiendo las llantas delanteras. Tal vez advertían malas intenciones. Los animales eran previsores en cuanto a hacer esas cosas con personas extrañas.
Finalmente el vehículo se detuvo y bajaron dos hombres, uno delgado, calvo y ya mayor; y otro gordo más joven, rosado como si tuviera resaca.
En el horizonte se formó un arcoíris luego de una tenue nubazón que arrojó lluvia.
El hombre más delgado se presentó:
-Buenas tardes, mister Ronny. Mi nombre es Carlos Hasser. Soy su vecino.
Ronny lo escuchaba respetuoso. Hasser continuó:
-El arcoíris que se ve en lo alto es una buena señal para esta conversación. Los hombres deben dialogar. Durante los últimos tiempos, meses, hemos sufrido una gran sequía. Es un gran problema aquello.
Ronny pareció fastidiado.
-En qué lo puedo ayudar, señor Hasser.
-Iba a eso, don Ronny. No tenemos agua. La necesitamos. Debemos almacenar agua. He venido para ver la posibilidad de que compremos diez estanques de 35000 litros. El precio normal es de casi dos millones. Conozco
a los dueños de la empresa que los vende y nos los dejarían en dos millones. Cada uno tendría que poner un millón- señaló Hasser.
Todos guardaron silencio. Era un buen argumento lo del descuento. Ronny se movió hacia Hasser, caminando despacio.
-Señor Hasser. Mis cultivos no requieren una gran cantidad de agua. No necesito estanques tan grandes. Tal vez usted sí… Confío en que llueva. Rezaré para que ello ocurra. Lamento no poder ayudarle. Así las cosas debo rechazar su propuesta. No me sirve algo así. Tampoco tengo presupuesto para ello. Soy un hombre pobre. Solo vendo frambuesas.

El alemán quedó mirándolo como si tratara de entender algo que no hubiese escuchado, o comprendido. Pero estaba todo dicho.
Entonces Elisa tocó la bocina de su camioneta y sacando la cabeza por la ventana gritó:
-Ronny, mañana vamos a cazar!-.
El alemán más joven y gordo escupió avanzando hacia su Chevrolet.
-Vámonos papá- espetó hastiado.
Los propietarios de las tierras, algunas veces, eran así. No les gustaba un no por respuesta. Un no era sinónimo de guerra, de luchas y conflictos donde ejercían su poder con mano de hierro. Ronny comprendía eso, pero también sabía algo que la mayoría desconocía. Y era algo que podía vencer a cualquier agricultor alemán disgustado.
-Buenas tardes- se despidió áspero el señor Hasser.
-Vaya con Dios-respondió Ronny. Y eso sonó cruel. Por lo menos en los oídos del agricultor teutón. Padre e hijo subieron al camión y se devolvieron por donde habían llegado.
Elisa los miró con desprecio. Luego comenzó a reír mientras murmuraba: “Malditos idiotas, malditos hijos de puta”, una y otra vez, con un odio que afloró con tanta fuerza como la lava de un volcán en erupción, o las víboras debajo de piedras ardientes. Cuando los visitantes se fueron el sol salió.
Elisa y Ronny entraron alegres como dos personas que hubiesen cumplido una misión muy importante. Y tal vez era cierto. Tal vez para ellos cada acto era una misión con obligaciones y urgencia de vida o muerte. Una especie de acto de un trapecista o de un soldado en mitad de la batalla. Y la batalla era la vida. Supongo que Ronny sabía eso. Que la vida era una batalla donde algunas veces se ganaba; y en la mayoría de ellas se perdía por paliza.
-La principal propiedad de un hombre es su espíritu- le dijo a Elisa cuando ambos se sentaron y ella no dijo nada, solo bebió del té con canela, que ya estaba frío.
-Estos alemanes de mierda no saben eso- concluyó Ronny enojado-. No saben de propiedades ni de la vida.
-Todos sabemos que los alemanes son unos psicopatías y unos payasos. Pero y cómo son los chilenos? Y la gente qué vive aquí? Esa es la diferencia entre mapuches y alemanes?- preguntó la mujer.
-El brazo del Señor golpeará a los ambiciosos- respondió Ronny más serio de lo habitual.
-La gente de este lugar, los sureños, tienen una deuda y algún día deberán pagarla.
-Eso no me importa- respondió ella.
-Debería importarte- contestó Ronny.-.Las deudas se pagan alguna vez. Siempre se pagan.
Eso fue lo que escuché que dijo Ronny. Y luego ambos siguieron comiendo kuchen y haciendo que el tiempo corriera muy lentamente.

Creo que Elisa no se llamaba Elisa. Y creo que ella no era lo que aparentaba. No era profesora ni nada parecido. Lo cierto es que me quedé esa noche en la casa de Ronny pues al día siguiente, muy temprano, iríamos a cazar, y eso era un buen panorama.
Habría un par de cosas que decir: ir a cazar con una mujer trae mala suerte, a nadie le gustaban las perdices, e íbamos a un campo colindante al del señor Hasser. Aún así estábamos expectantes pues una jornada de caza siempre presenta errores y aciertos que quedan grabados. La Vega a la que iríamos estaba en el terreno de Orlando Lefian, amigo de Ronny. Buen amigo quien, después, prepararía un asado de cordero, rociado con abundante chicha de manzana que nosotros no beberíamos.
Lo que no bebíamos nosotros, Lefian sí lo bebía. Y no se Elisa, supongo que sí, aunque con ella nunca se sabía.
Hasta cerca de las diez de la
noche estuvimos preparando nuestras cosas, los trajes, las botas de agua, las escopetas, los cartuchos y los sándwich y linternas. Ronny era precavido, supongo, desde la etapa de Vietnam. Cuando todo estuvo listo cogió el termo y lo puso a resguardo. Fue entonces que nos sentamos a tomar té y comer galletas y un kuchen que preparó Elisa en cosa de minutos. Y así estuvimos conversando casi una hora. En un instante Elisa dijo algo extraño. Más bien lo preguntó. Recuerdo bien ese momento.
Ella preguntó:
-Crees qué cometimos un error el 73?
Ronny la miró fijamente.
-En ese instante pensamos que no era un error. Ahora no estoy tan seguro.
Eso dijo con voz serena. Luego cogió un trozo de kuchen de manzana y se lo llevó a la boca, luego cambió de tema:
-Este kuchen está definitivamente bueno.
Pero Elisa no respondió nada y estuvo absorta todo el rato, tal vez pensando en lo que le había dicho Ronny.

Estaba nublado y muy oscuro. Demasiado quieto. Eran las cinco de la mañana cuando Ronny se levantó. Yo estaba en pie. Ronny, bostezando, despertó a Elisa, tocando la puerta y susurrando un “Elisa, despierta. Levántate”. A los pocos minutos ella estaba en el baño lavándose los dientes y cantando entusiasmada viejos temas de Albert Hammond. “Y allá en el otro mundo en vez de infierno encuentres gloria”…entonaba la mujer en un español chapucero. Y luego siguió con Never Rains in Southern California, hasta que Ronny le gritó:
-Elisa deja de cantar esas canciones de vieja, que nos vamos. Apúrate.
Pero ella no le dio importancia a sus palabras y siguió cantando feliz mientras acababa de rellenar la mochila. Solo cuando tomó la escopeta dejó de cantar y se puso seria como si el frío roce del arma le hubiese quitado el habla y el entusiasmo inicial. Unos minutos después nos fuimos.

Los disparos son parte del viento, se acoplan, se mezclan con el polen y la saliva de los pájaros. Es curioso que ello ocurra, pero es así. Un silencio cómplice. Algo parecido a un
punto ciego en el firmamento. Una zona que no se ve ni se siente. Un vacío. Aquel lugar que borramos de nuestra mente. Algunas veces existe en los recuerdos y en el corazón. Creo que ello sucedió cuando íbamos caminando, luego de bajarnos de la camioneta de Elisa. Íbamos con la mirada perdida y en silencio. Ronny adelante, nosotros más atrás. A un metro. Casi juntos. Por fin llegamos a la vega. Estaba completamente inundada y un poco más allá, a cien metros, se advertía el ruido que provocan las perdices cuando se mueven lentamente. Nos recostamos en hilera. Los tres teníamos las escopetas en la mano, preparados para disparar en el mismo instante que las aves emprendieran el vuelo, haciendo ese típico sonido de aleteo casi desordenado pero efectivo a la hora de emprender el vuelo. Ronny parecía nervioso y a cada segundo se tocaba el bolsillo superior de la chaqueta camuflada sin mangas, como deseando descargarse de algo incomodo. Parecía un tic singular o una cábala extraña en busca de éxito frente a lo desconocido. Pero después sabríamos que no era nada de aquello.
Se alzaron buscando un mejor lugar y solo recibieron perdigones por decenas que se incrustaron en sus pechos y alas. Nunca esperaron algo así. La muerte estaba más cerca de lo que ellas creyeron. Solo fue un segundo y luego una caída franca y terminal. Los tres perros se abalanzaron sobre ellas. Las perdices movieron un poco las alas y eso fue todo. La escena se repitió por cerca de media hora. Elisa disparó varias veces con buena puntería y nervios de acero. Parecía estar acostumbrada a ello. Apuntaba con rapidez y disparaba sin titubear. Inusual en una profesora. Salvo que esa profesora haya disparado toda su vida. No era fácil disparar una escopeta. El cañón se elevaba varios centímetros si no se aferraba con tesón. Había que tener fuerza y ausencia de miedo. Pasados unos minutos Ronny exclamó que pararan, que hicieran una pausa de diez minutos. No era una mala idea después de una ardua jornada. Todos estábamos cansados. Matar, aunque fueran aves, era extenuante. No era tarea fácil quitarle la vida a esas aves. Ronny se sentó en una loma a varios metros de nosotros.
-Me ha dado hambre- dijo y abrió una barra de chocolate. Estuvo ahí mirando los alrededores, los árboles y las colinas a lo lejos, hasta que no quedó nada del chocolate y -quizás hastiado por el azúcar acumulado- bebió de su cantimplora. Se veía tranquilo, en mitad de ese campo, lejos de la ciudad y de quienes lo amaban y lo odiaban. Le gustaba la soledad. Evitar el contacto con otras personas, salvo quienes eran sus amigos, o aquellos con los cuales tenía cierta confianza. Sentirse infalible en cada uno de sus actos, seguro de sí mismo, era para él un tesoro preciado. Pero más aún el estar alejado del peligro.
Las aves dejaron de volar como si ellas también necesitaran un respiro. Una pausa ante tanta muerte. Ronnie se levantó ágil y decidido y fue donde Elisa.
-Recuerdas el 11?- le preguntó inesperadamente.
-Vaya tema a tratar justo ahora- respondió ella, fastidiada. Ronny fue elevando el brazo y lo metió en el bolsillo de la chaqueta de camuflaje sin mangas. Luego sacó algo muy pequeño y se lo mostró. La mujer pareció extrañada. Era un casquillo dorado y ennegrecido en la punta. Daba la impresión de ser muy antiguo.
-Habían dos y sólo se encontró uno- dijo Ronny, agregando:
-Éste es el que faltaba. Me lo dejé para mi. Un trofeo en ese momento, que luego se convirtió en martirio. Ya no lo quiero. Debo deshacerme de él. Lo deseas? Quieres quedártelo?
-No- respondió ella.
-Segura?
-Segura- respondió Elisa. Entonces Ronny lo cogió firme y echó el brazo hacia atrás, lanzándolo lo más lejos que pudo. Entre la maleza fue a dar y supongo que todavía está allá, en un campo de Forrahue, cerca de Osorno. Al fin del mundo y seguramente ahí permanecerá hasta el fin de los días.
Luego los tres seguimos cazando mientras los perros iban por las perdices que caían del cielo, y la muerte se daba un festín en una actividad que le complacía. Aquello era cruel? No lo sé. Quizás. Nos quedamos en silencio. El mundo pareció detenerse y, por ese segundo, estuvimos en paz. Fue extraño.
Luego un ruido, algo a lo lejos quebró esa paz y se escucharon unos gritos como de alguien que daba instrucciones y Ronny se puso nervioso. Entonces nos dijo que nos quedáramos ahí y lo esperáramos. Y eso hicimos mientras él avanzaba por el campo, tratando de averiguar quién gritaba, qué sucedía y si aquello era peligroso, pues los tres, y creo que todo el mundo, le temíamos a lo desconocido.
Los perros corrieron junto a Ronny. Y luego él se perdió entre los árboles.
Con Elisa nos quedamos parados sin saber qué hacer mientras los minutos corrían lentamente. Vi sus ojos y me parecieron los ojos de una predicadora. De alguien que deseaba instaurar una verdad a cualquier costo, como si aquello fuera a regir los destinos del mundo. No era una elección sino un compromiso y eso me pareció enfermo. Elida era una mujer enferma. La sociedad en que vivíamos era una sociedad enferma y el mundo estaba enfermando a una velocidad inusual y eso era peligroso. Muy peligroso.
-Espero que estés completamente segura de cómo regresar a casa- le dije. Pero ella pareció no comprender.
-Esa no es nuestra casa- masculló con firmeza. Y era cierto. No era nuestra casa. Nunca lo sería. Era la casa de Ronny. Ambos bebimos un poco de agua. Y entonces sonó un disparo, con un sonido extraño, diferente al de una escopeta. Algunas perdices volaron a lo lejos y el tibio sol de la mañana pareció esconderse.
Elida tomó la escopeta y yo la imité y salí detrás de ella pero no fue necesario avanzar demasiado pues a lo lejos la silueta de Ronny apareció corriendo despacio y mirando hacia atrás como si algo maligno lo fuera siguiendo. Fuimos a su encuentro. Ronny llevaba la escopeta colgada en la espalda y un revólver en la mano.
-Que pasó?- le preguntó Elisa y él jadeante respondió:
-Te dije que ese alemán quería jugar con fuego.
No dijimos nada sabiendo que las cosas se habían tornado violentas.
Luego nos subimos a la camioneta y nos fuimos y no nos volvimos a ver nunca más. Y nadie dijo nada, o la policía me citó a declarar como si aquello nunca hubiese sucedido. Ronny desapareció y creo que las cosas siguen igual, aunque sin él han perdido sentido. Los perros lo echan de menos y supongo que algún día, en esta vida o en la otra, todos nos volveremos a encontrar. Incluso con aquellos en que Ronny deba dar explicaciones.

PODCAST JUGAR CON FUEGO

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