Profundo misterio

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Alguna vez ella le dijo, muy convencida, que le iba a regalar una muñeca que movía la cabeza, como esas que observaban en las vitrinas de la Avenida Paulista. Eso fue antes, mucho antes, que se metiera en las drogas y que, finalmente, un día se esfumara. La niña, su hija, pese a su corta edad no elevó plegarias sino comprendió de inmediato que su madre estaba enferma. En realidad asimiló que todos estaban enfermos en ese barrio de São Paulo donde vivíeron junto a serpientes que perseguían a los muchachos semi desnudos cuales ciudadanos del futuro y de un inacabado pasado lúgubre.

Anita, así se llamaba la niña, volvió a ver a su madre tres días más tarde, aunque hubiese preferido no haberla visto nunca más tras aquella noche infame cerca del Sambódromo. Luego todo fue diferente.

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-Una más. Muy fría, por favor.

Entre gritos y risas las cervezas desfilaron cuales doncellas de una ceremonia improvisada. Un hartazgo de botellas -desnudas y gráciles- que se acumulan en la esquina haciéndole compañía a la pared de ladrillos, observadora exhausta de lo que sucede en 30 metros cuadrados de edificación precaria. 

Un tercio de su sueldo lo gastaba en cervezas durante noches interminables. Pero aquello no era suficiente para emborracharse. Tampoco transpiraba en exceso o iba demasiado al baño. No. Resistía bien. Solo eso. Era bueno para tomar cervezas. Un experto.

La puerta de latón de la entrada del bar tiene grafitis y rayados políticos que apenas se advierten tras el inexorable paso del tiempo. Aquello simula ser más un castigo que un recordatorio.

São Paulo parece despertar de un sueño prolongado con las bocinas de los autos y el flash intermitente de los letreros. Pero también con la música y el hablar precipitado de sus habitantes, extranjeros en un país de templanza y moderación. 

Alguien dijo que cuando Brasil muera todos moriremos. Falta mucho para que ello ocurra. La década del 80 comienza y el sol y la luna son protagonistas en esta ciudad que deambula entre el esplendor de la Avenida Paulista y el ocaso de los cementerios que se incrustan en la planicie. Un poco más allá está el bar, y junto a él otro más, y así sucesivamente. La noche lo envuelve todo en su maraña aterciopelada. El paraíso terrenal está ahí, pero colindante también el infierno. El infierno terrenal, el de los hombres y mujeres con el alma rota.

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Anita junto o a su hermano venden dulces. Cuando tienen hambre se comen los dulces, unas paletas con sabor a frutilla envueltos en un papel transparente. Recorren la ciudad en esa labor. Su hermano es mayor, tiene 13 años, sabe leer, escribir, y en una pelea con otros niños de su edad nadie le gana. Ella es pequeñita.  Anita sonríe pese a que los últimos meses no está nada de fácil la cosa. Caminan por las calles del barrio Perdizes. Van de bar en bar con su mercancía de azúcar y esencias.

El hombre, más flaco y desgarbado que los demás parroquianos, mira su reloj sintiéndose tranquilo. Confirma que es temprano. Las tres de la mañana. Es temprano para él. Lleva varias horas ahí, envuelto entre la música y el trajín, mas no tiene premura. Afuera del bar algunos fuman y pasean, conversando animadamente. Es viernes. El barrio entero va a bailar todo ese mes de febrero con pasión y ganas en los inicios del carnaval, instancia y momento que todos esperan. Brasil era un mosaico colorido, danzante y pletórico, y al hombre le gustaba ese ambiente.

“Magrao”, como le decían en Riberao Preto, había estudiado medicina al mismo tiempo que fue contratado por Corinthians, el equipo de fútbol más popular de São Paulo. Apenas era un veinteañero cuando eso ocurrió. Pocos, casi nadie, eran, al mismo tiempo,  doctores y futbolistas en Brasil. Pero no había de qué extrañarse: en ese país sucedían las cosas más extrañas y dispares.

-¡Despierta!- le dicen a uno que se quedó dormido.

Es un señor ya mayor con polera a tiras. El tipo se gana la vida cantando bossa nova. No tiene buena voz pero es simpático y sonriendo se gana al público ocasional. Lento abre los ojos y mira a su alrededor. Ve al futbolista-doctor en la mesa del frente.

-Magrao, que bueno verte. Es un milagro que estés frente a mi. ¿Será verdad esto? Perdona lo confianzudo, pero tengo sed. ¿Puedes invitarme una cerveza?-exclama. Y así comienza un diálogo donde el doctor le pregunta sobre sus días, sobre su salud y desliza interrogantes acerca de cómo ha vivido la etapa de dictadura. Después le comenta cosas alocadas de la música brasileña. Es un diálogo honesto y diverso donde ambos se sinceran. No son amigos, pero se conocen, frecuentan ese bar, y se tienen estima. Además Magrao invita cervezas que el cantante nunca podría pagar. Eso, y el hecho que haya lindas muchachas alrededor los ponen felices. 

-Vaya cosa. Nada será como antes- reflexiona el cantante con nostalgia.

-Sí, todo irá mejor- responde Magrao, aquel llamado Sócrates, el doctor Sócrates, emblema del fútbol y el espíritu brasileño.

Pasan las horas. ¿Cómo dejar a un amigo solo en mitad de la noche? Eso no era de caballeros. Eligió la ruta más rápida y directa hacia su casa y sintió la dirección del viento en sus cabellos. Iba fumando con la ventanilla abierta. Aquella noche veraniega el auto atravesaba un São Paulo contradictorio en su esplendor y pobreza, y él sentía que podía cambiar ese Brasil para bien. Una época fue hermoso y, a futuro, podría serlo aún más.

-¿Me vas a dejar en mi casa?- pregunta el cantante y Sócrates mueve la cabeza negativamente.

-Vamos Magrao, déjame en mi casa.

Sócrates volvió a mover la cabeza negando la petición de ese hombre que sonreía. El viejo comenzó a entonar una canción tradicional del lugar. Era una canción un tanto triste que hablaba de un hombre que le pedía perdón a su amada luego de un desliz. Magrao comenzó a tararearla. La noche era fresca y luminosa por el candor de la luna. Pero los focos de la autopista también añadían un colorido extraño. Estaban los dos hombres conversando de cosas triviales cuando el viejo advirtió a lo lejos algo que lo hizo achicar los ojos para observar mejor. Era un bulto negro que se movía con lentitud. Más atrás dos sombras proyectaban una figura alargada y nebulosa.

-Baja la velocidad- señaló el cantante.

Magrao lo miró extrañado.

-¿Por qué?- preguntó. 

-Hay algo allá adelante- respondió el hombre.

El vehículo iba a más de 70 kilómetros por hora, pero al escuchar las palabras del cantante fue disminuyendo bruscamente lo que provocó el tímido chirrido de los frenos. Ahí, más lejano, cuatro patas retrocedieron y la cabeza se irguió majestuosa: era un perro. Atrás un niño de unos doce años y una pequeña de diez avanzaban lentos como si fueran a una procesión o a un ritual extraño. Caminando sin prisa buscaban algo en la carretera. Magrao no podía creer que ello sucediera. Lento detuvo el vehículo luego de ver por el espejo retrovisor que nadie se aproximaba. Los dos hombres se quedaron mirando sin saber qué hacer ni decir, impávidos, apenas movieron los músculos del rostro.

-Bajemos- dijo Magrao. 

-Lo único que falta es que nos atropellen- contestó el cantante.

-Veríamos los autos acercarse  a un kilómetro- contestó el futbolista.

Los niños se aproximaron como si estuvieran en un territorio liberado del mal. Vestían jeans y poleras negras. La redondez del perro se exageraba en una forma extraña y ridícula, pareciendo un oso pequeño. Los dos hombres creyeron alucinar pero todo era real. 

-Niños, es peligroso que estén aquí- les lanzó el futbolista de entrada.

Ellos lo miraron y solo dijeron “Hola”. Entonces él se dio cuenta de lo indefensos que estaban.

-Vengan, subamos al auto.

-Se nos había perdido Limón- respondió la niña acomodando el rizo más castaño de su cabello. 

-¿Limón?- preguntó el cantante.

-Sí- respondió el niño-. Es nuestro perro. Avanzó por la carretera a la altura de Perdizes.

-Perro juguetón. Vaya locura. Es demasiado tarde para pasear- respondió Magrao.

-No paseábamos-respondió la niña-; vendíamos golosinas.

La niña mostró un chupete en una bolsa de plástico.

-Los vendemos en los bares- añadió el niño.

El perro se adelantó, poniéndose por delante. Tenía el pelaje café y las cabeza blanca. Se veía amistoso, pese a emitir unos ladridos secos.

Magrao se le acercó alargando su brazo. Entonces el can retrocedió donde estaba el niño que  aparecía dubitativo como si su destino siempre estuviera echado a los dados. Los perros, los gatos., los pobres y los multimillonarios, hombres y mujeres, en estado de alerta diaria en cada una de sus vidas, marcadas por el destino. El niño no era diferente a ellos.

Magrao iba a contracorriente de aquello: cada uno podía forjar su destino con empeño, solidaridad y unión. 

-¿Dónde viven?- preguntó el cantante.

-Cerca del sambodromo- respondió el niño.

-¿Y sus padres?

-No tenemos. Una se fue; el otro murió. Nuestro único pariente es el perro-respondió la niña.

Los dos hombres quedaron en silencio. Un vehículo a lo lejos se fue aproximando veloz, tocó la bocina y aminoró la velocidad. Los vidrios estaban arriba cuando pasó. 

-¿Están locos?- preguntó el chofer, un chico joven, a los gritos.

Nadie respondió, salvo el perro que ladró con desgano.

-Debemos salir de acá- señaló Magrao. Entonces los cuatro y el perro subieron al Fiat, bastante destartalado, del futbolista. El cantante haciendo de copiloto, los demás atrás. Eran casi un equipo. Adelante la carretera y un profundo misterio: la vida. Todos como invasores de esa carretera. Interfiriendo sin querer o queriéndolo en la vida de los demás. El mundo no era de una persona sino de miles. Algunos habían olvidado eso.

-Mi estómago me dice que hoy no comeré- le dijo la niña a su hermano.

-Claro que lo harás- respondió él.

Miedo, gritos, incertidumbre frente al futuro. Esos sentimientos se mezclaban en aquella ciudad. En esa carretera. En los niños y los dos adultos. Incluso en el perro que parece ser un animal desvalido en brazos de la niña. En un momento ladra para parecer valiente. Los niños están cansados. Han caminado demasiado y vendido pocos dulces. 

-Niños, ¿en qué lugar exacto viven en el Sambodromo? -pregunta Magrao.

-En el Sambodromo Anhembi- responde el pequeño sonriendo.

-¿Sabes el nombre de la calle?- vuelve a preguntar Magrao.

-No es una calle. Es al costado del Sambodromo. Fontoura. Por la 116- repite el muchacho.

-Es un terreno baldío- lo ayuda el cantante-. No hay casas ahí. Sólo construcciones con cartones. No hay agua ni electricidad. Los niños viven en la calle. 

Magrao quedó en silencio. 

La niña bajó la mirada y ariscó la nariz. Avergonzada y triste siguió acariciando al perro.

-¿Cómo te llamas? -le preguntó Magrao.

-Anita- respondió ella. 

-Anita es un nombre hermoso. -Es judío, un nombre judío. Significa bendecida, favorecido, o algo así. Mi madre se llama Ana- respondió el cantante.

-Yo no tengo mamá. Se fue hace unas semanas. Nunca supimos adonde fue- le aclaró la niña.

Los dos hombres no quisieron preguntar más. A lo lejos se divisaban las colinas y las calles serpenteantes pintadas de naranjo y verde musgo. También las casas de dos pisos en esa zona. En ellas vivían los paulistas. Casas pequeñas y raquíticas, pero con grandes vicisitudes y anhelos.  Algunos se levantaban a esa hora para emprender rumbo al trabajo. Otros recién se acostaban. Todo era armonioso en ese ir y venir de olas de hombres y mujeres. Entonces el viento comenzó a soplar más fuerte de lo usual moviendo las ramas y las latas de los techos. Lento fue avanzando el auto hasta adquirir más velocidad. Los niños estaban nerviosos, se tomaron de la mano y no dijeron palabra alguna mientras tomaban dirección a Tieté. Ahí quedaba el sambodromo y la casucha de cartones donde vivían esos seres indefensos y deseosos de un cariño inexistente. Magrao pensó en como los podía ayudar. No tenía mucho dinero en efectivo y tampoco los podía llevar a su casa. O si podía? Estuvo meditando cómo hacer una buena acción. No era tan sencillo obrar bien. Fue buscando una posible solución olución, pero no encontraba la salida adecuada a ese laberinto. Finalmente pensó qué haría en una situación así su padre. Entonces estuvo varios minutos en silencio, buscando la respuesta.

El perro de nariz ancha y pelaje oscuro lo llamaron Limón por una mancha amarilla y las patas arqueadas. Era chistoso verlo correr en el parque moviendo el cuerpo de un lado a otro como un barco en la tempestad. Era un perro fiel y valiente. Los niños lo adoraban y el can se sentía protegido, lo que era curioso pues debía ser al revés. Los tres iban a todos lados juntos y algunas veces, cuando las cosas no resultaban como lo esperado, lloraban abrazados en la casucha de cartones mientras la luna lanzaba olas de disimulado tonalidad naranja que hipnotizaba a los gatos. Una música extraña inundó el vehículo de improviso. El niño susurraba con nostalgia una melodía que cantaba su madre en aquella época donde todo iba de forma normal y los tres eran felices. El cántico sutil y grácil fue como un bálsamo para descomprimir la tensión que reinaba. ¿Dónde irían en aquella noche que se alargaba por las paredes y se dejaba caer con insistencia y poco decoro en esa zona pobre de la ciudad  queriendo asentar la realidad del abandono y la pobreza? Irían al centro de la pobreza. Ese era el destino. Ninguno de ellos deseaba ir a ese lugar y sin embargo no existía una alternativa. Hasta los perros estaban a disgusto.  Aledaño a la desesperanza el sentimiento de amor entre esos hermanos afloró a raudales.

-Todo irá bien- le dijo el niño a su hermana. 

-Claro que sí, no te preocupes- respondió ella y lo abrazó. 

Magrao y el cantante miraban la escena sin saber qué decir ni hacer. El mundo de los adultos estaba contaminado con la razón y el interés personal por sobre el colectivo. Pero aún así ambos hombres continuaban, en una pequeña medida, siendo niños como aquellos hermanos. 

El cantante, al mirarlos, pensó que el destino era como una partida de poker o en el peor de los casos como los números de la lotería. Era imposible adivinarlos y menos aún comprender el mecanismo de la vida. Día a día sucedían cosas que uno no comprendía y menos aún lograba dilucidar adonde te llevaban. Tal vez todo estaba escrito y nuestra vida era una película filmada hacía mucho. ¿Cómo saber el final? El cantante supuso que esas ideas, propias de alguien ya mayor, eran el mecanismo para transformar el corazón en una piedra filosa. Cada día que pasaba esa piedra aumentaba en su volumen. El cantante se negaba a aquello. Quería ser el mismo joven de antaño. Quería ser un niño como esos hermanos. Desprotegidos, claro está, pero niños aún. El corazón de esos niños no era de piedra. Esa cualidad era un tesoro maravilloso.

-Vivir no es un trabajo injusto; las injusticias las provocamos nosotros- dijo Magrao. Parecía ensimismado en sus meditaciones. El cantante no respondió pues no pudo comprender a lo que se refería con ese comentario.

La avenida Assis Chateaubriand  se iba desplazando luminosa y poco transitada en el mundo paulista que se iniciaba con las industrias, enormes y pulcras, cual manchas violáceas en la epidermis de esa zona encementada. Una colección de figuras y formas diversas donde se originaban los productos a consumir. Magrao odiaba ese zona de São Paulo pues la consideraba el lugar de la explotación del hombre por el hombre. Era una locura hacer eso, pensaba. La guerra por el dinero era cruel. Un rumor de voces humanas y el tintineo de las monedas cayendo sobre el mostrador de una tienda. De las miles de tiendas, enormes y efímeras, de la ciudad de São Paulo, tan compuesta y maquillada como una santa, a ninguna le importaba el bienestar de sus clientes. Solo era una transacción. No existía solidaridad ni valor social en ello. Todo era monetario y material. 

-¿Y ustedes en qué trabajan?- le preguntó el niño a los dos adultos que iban en la parte delantera. La pregunta los sorprendió. 

-Yo soy cantante- respondió el viejo. Se produjo un silencio y luego los niños rieron a viva voz.

-Soy cantante. 

-¿Cantante?- preguntó la niña.

-Sí-respondió el hombre. Y comenzó a entonar el himno de Brasil. Los niños muy lento comenzaron a cantar. Magrao también se unió. “De los hijos de este suelo eres madre gentil”, cantaron sin temor y luego quedaron en silencio. 

Todos estaban emocionados y tristes a la vez. Era extraño. Un sentimiento dispar.

-¿Y usted a qué se dedica?- le preguntó la niña a Magrao.

-Yo soy futbolista. También soy médico.

Vaya con los paulistas. Buena cosa ellos y su descendencia. Seriedad y colores. En eso se diferenciaba de los cariocas, alocados y anárquicos. Lo único que los unía eran las barriadas de la periferia, el corazón profundo de una nación siempre alerta y cambiante en cuanto reglas y actitud frente al presente nada culposo. Porque el sentimiento de culpa no es habitual en ellos. Por eso son tan felices. 

Estaba bebiendo. Eran tres hombres y la mujer.

-¡Ahí está mamá!- gritó la niña.

Su hermano dirigió la ,vista hacia el grupo y luego fue suspirando de forma abrupta. Con pena, con rabia. Era un mes de mucho calor y el grupo apagaba la sed de una noche cándida. Ellos no eran santos. Tampoco demonios. Finalizaban unas cervezas. Algo de vino. Quizás que más hacían. Alguna droga seguramente. No se les podía tratar como monstruos pese a que sus sombras escalaban las paredes y se alargaban con sorna. Lentas y estrafalarias. Sombras contra el muro, génesis en carne y hueso, sangre en ebullición y neuronas extraviadas, sin celo, a la deriva. 

-Paren, quiero ver a mi mamá- exclamó la niña como una súplica.

-¿Pueden parar? Por favor- añadió el niño. 

El cantante fue mirando a Magrao, quien ya tenía decidido qué hacer. Sin desviar la vista siguió de largo a una velocidad moderada. Los niños comenzaron a gritar, llorando desconsolados y se giraron para ver a su madre, que quedaba atrás.

-Me estacionaré trescientos metros más adelante- le dijo Magrao al cantante, quien lo miró de reojo. No era un buen lugar para detenerse.

-Esta cerveza está tibia- sentenció el hombre y entonces vio que un hombre venía caminando a lo lejos.

La mujer, que los acompañaba, sorprendida apagó la radio afirmada entremedio de los cartones, y fue restregándose los ojos para ver mejor. Los fantasmas no existían,  pero esa silueta, tan delgada, lo parecía. 

Los fantasmas comparten tierras diminutas. No necesitan más. Más que el espacio y el entorno lo que importa es el espacio, independiente si es pequeño. Compartirlo, eso es lo importante. Pues esas personas lo compartían, y eran fantasmas. Eso pensó Magrao. Eso sintiócon una gran dosis de pena; no con ellos, pues, seguramente, eran seres humanos valiosos. Sino con el sistema. Como era posible que en un país tan bello se dieran situaciones tan horribles? Magrao no encontraba respuestas. Las había pero no eran concordantes con la humanidad propia que él consideraba atribuible a la raza humana. Con discreción y respeto se acercó al grupo. 

-Hola muchachos, ¿cómo va todo? 

Los tres hombres y la muchacha no respondieron inmediatamente, quizás sorprendidos y  temerosos.

-Hola- dijo la mujer. 

-¿Qué hacen?- preguntó Magrao.

-Escuchamos música- volvió a responder la mujer con voz entrecortada.

-Pero no escucho ninguna música- dijo Magrao.

La mujer se fue agachando y le dio play a la radiocassette. “Amada amante” de Roberto Carlos comenzó a sonar.

-Esa canción me encanta- dijo el futbolista.

-A mí también- respondió ella.

Quedaron en silencio escuchando la melodía. 

-Sin duda es una canción bella, un poco triste pero hermosa- dijo Magrao.

-Así es- volvió a responder ella, mientras sacaba una botella de cerveza y se la alargaba al jugador.

-Yo a ti te conozco. Tú eres Sócrates- señaló la mujer.

Magrao cogió la botella y le dio un sorbo. Necesitaba el licor.

-Yo a usted también la conozco- respondió él.

La mujer pareció sorprendida.

-No lo recuerdo- dijo ella.

-Necesito pedirle un favor- señaló Magrao.

-En qué puedo ayudarle?

-Podemos hablar solos?- preguntó él.

-Por supuesto.

Se distanciaron unos metros de los otros hombres que advirtieron como sus bocas se movían sin adivinar las palabras que se desprendían de ellas. La mujer, en un instante, comenzó a caminar en circulos pequeños como si algo la lastimara. Compartieron de la botella durante unos minutos y luego ella la botó lejos. Los otros hombres se acercaron y ella los espantó. 

-Está todo bien- dijo. Y siguieron conversando. Magrao parecía explicarle algo y ella movía la cabeza afirmativamente. La mujer era bella o lo había sido aún más en su juventud. Morena,  delgada pero bien proporcionada. De mediana estatura y con unos ojos cafés que hacían iluminar la noche cuando se encendían. Sin embargo ahora parecían apagados. 

El futuro del universo estaba en aquellos ojos. Esa era la absoluta verdad de aquellos ojos. Cualquiera que los viera podía llegar fácilmente a esa conclusión. Apagados o no eso era así. La vida de aquella mujer solo debía dar un giro. Desviarse de las tentaciones y concentrar su existencia en lo que valía la pena. Eso y un poco de suerte. Esta era una visión optimista del problema, pensó Magrao. No quería ser pesimista. No estaba en su personalidad aquello. Los problemas se afrontaban, se les daba pelea y se debían vencer. Ojalá no sola sino en grupo, acompañada. Él la iba a ayudar pues tenía las armas para aquello. 

Cuando Magrao murió -en diciembre del 2011- la mujer y sus dos hijos fueron al funeral en el cementerio Bom Pastor de Riberao Preto. La familia pidió una ceremonia austera y los hinchas respetaron esa decisión pero la mujer no se enteró de aquello y acudió anhelante de despedir al hombre que la salvó junto a su familia. Los niños ya eran treintañeros. Anita, su hermano y su madre vivían una realidad muy diferente a aquella de los años 80. Habían progresado y tenían un buen vivir.

Los tres se quedaron mirando el lugar donde reposaba el ataúd. Una larga franja de pasos o avanzaba varios metros terminando en una fuente de cemento con un ángel en la parte superior.

-Hay algo que nunca les he dicho sobre esa noche- le susurró la mujer a sus hijos, quienes la miraron sorprendidos.

-¿De qué estás hablando, mamá?- preguntó Anita.

-Era un secreto que juramos mantener con Sócrates hasta que uno de los dos se fuera.

Sus hijos la miraron asombrados. 

-Todos los años para Navidad  él me enviaba un cheque con que costeaba los gastos de varios meses. Con ese dinero compré tus primeros patines Anita. Y los primeros libros y cuadernos de la universidad de ambos. Y con ese dinero compramos el comedor y los sillones. 

La mujer guardó silencio por breves segundo agregando:

-Con ese dinero compré la muñeca que tanto te gustaba. Magrao fue un buen hombre y un buen brasileño.

La mujer se emocionó.

-No voy a llorar. Juro que no lo haré. La última vez que lloré fue esa noche en el sambodromo cuando lo conocí. Le hice la promesa de no volver a llorar. Aquella fue la última noche que derramé una lágrima. Le juré que iba a luchar por ustedes y creo haber cumplido.

Los jóvenes hijos la abrazaron. Entonces se escuchó el canto de un hombre. Era el cantante. Entonaba una melodía local, de la zona. La canción trataba sobre la despedida de un hombre que estaba muriendo. En una estrofa decía que el mundo había sido mucho mejor con la presencia del ahora moribundo. 

La mujer y sus dos hijos y todos los presentes se quedaron escuchando respetuosos como la voz atravesaba el cementerio y se encaminaba más allá de las línea férreas, y las colinas, y sin prisa se dirigía al mar, y por sobre el agua seguía avanzando por el océano hasta que la vista de las mujeres y los hombres se perdía en el infinito hacia un lugar que solo las personas de bien podían alcanzar en el profundo misterio que era la vida y, posteriormente, la muerte.

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