Maicolpué Papers

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En febrero de 1981 Jacques Cousteau estuvo navegando en el barco Calypso a cinco millas de un balneario en el sur de Chile llamado Maicolpué.
Nada fue circunstancial ni al azar. América del Sur era igual a los otros continentes, pensaba el marino francés, pero Chile era diferente a todos los países del mundo. Cousteau sabía eso. Había algo maligno y contradictorio en ese país. Y era hora de averiguarlo. Los mares nunca mentían.
El Calypso había bajado por el Atlántico Sur, luego de estar en la isla griega de Ceos donde realizó múltiples estudios, para después subir por el Pacifico Sur. Seis años antes el oceanógrafo Costeau descubrió los restos del buque Britania cerca de esa isla griega.
La visita de Costeau en aguas chilenas pasó muy desapercibida. Antes de la expedición Cousteau, quien era una persona curiosa y amaba navegar, recibió la carta de un amigo, un biólogo marino chileno -bastante afamado-, donde le advertía que la situación política en Chile estaba “crispada”. Cousteau, dubitativo, buscó la mayor cantidad de información sobre el país de los mares australes, como le era usual, previo a una de sus tantas expediciones. Pero existía un elemento adicional. La razón era muy sencilla: el francés poseía datos acerca de un submarino alemán UBoot que habría naufragado cerca de la costa de Maicolpué en 1944. Nadie, salvo él y éste biólogo marino, sabía acerca de ello. Y no tenían miedo alguno. Ni siquiera a dictaduras sangrientas o fanáticos ultranacionalistas. Ya en la Segunda Guerra Mundial Cousteau había arriesgado su vida en la Resistencia francesa, siendo herido gravemente. Para recuperarse comenzó a nadar. El vínculo con el mar ya era absolutamente indivisible.
Una noche de febrero del 81 el Calypso recaló cerca de la costa de Maicolpué. Desde la embarcación se observaban a lo lejos las pocas luces de los caseríos y las casuchas en medio de los cerros y el bosque. Cousteau estaba distraído mirando el entorno, pero era tarde y la luna bostezaba, así que decidió descansar. Un presentimiento lo hacía sentirse seguro. Estaba optimista.
Un hombre nunca deja de ser niño y más aún si se tienen al alcance viejos cómics que lo pueden devolver a la infancia. Cousteau poseía una interminable colección, pero esa noche estaba leyendo Tintin. Le gustaba esa tira cómica, aunque renegaba del curso que adquirió en sus primeras ediciones. El cómic sufrió un cambio absoluto. Del nazismo a ser un bastión liberal. El marino francés pensó que estaba bien ese tiro. Cousteau no se desviaba en sus ideas ni en sus principios. Con el nuevo rumbo de Tintín, Cousteau estaba dichoso. Los franceses nunca más debían alinearse con el nazismo.
Medianoche en la costa sur chilena. Tibias gotas van humedeciendo el follaje cerca del sector de Río Norte en Maicolpué. Fue en ese mismo instante -cuando el marino francés leía animadamente Tintin- que el viento sur comenzó a soplar con más fuerza de lo habitual. Las sombras en el bosque parecían elevarse varios metros y las copas de los árboles de mañio, laurel, tepa, lenga y alerce simulaban mover las manos pidiendo auxilio. Las ocho colinas de Maicolpué solicitando una ayuda que nunca vendrá. Nada hacía sospechar a Cousteau acerca de aquello. En ese preciso momento las aventuras de Tintin eran más evidentes y entretenidas. Pero eso duraría solo un momento. El viento de la muerte existe desde que el mundo se creó en esa zona costera del sur de Chile. Y ese viento comenzó a soplar.
A 25 metros de profundidad la fauna marina en ese sector de Maicolpué era rica en jaibas, locos y moluscos diversos que, durante una tarde soleada, fueron estudiados por el marino francés y parte de la tripulación. Llevaban pocos días ahí cuando cuatro buzos descendieron.
Las estrellas de mar eran variadas y le daban un colorido magnífico al fondo marino que, poco a poco, se hacía más profundo y oscuro. Pasadas un par de horas los buzos ascendieron exhaustos pero maravillados.
-Se acerca un bote- advirtió uno de los marinos del Calypso.
A lo lejos, subiendo y bajando las olas, una pequeña embarcación con cinco pescadores trató de abrirse paso en medio de un mar que se enojaba sin motivo alguno. El bote, finalmente, llegó a destino.
Cousteau saludó educado a los visitantes. Los hombres le hablaron a uno de los tripulantes quien tradujo.
-Vienen a dejar obsequios- explicó el joven intérprete.
Los franceses movieron la cabeza en señal de respeto.
-Dígales que estamos agradecidos y honrados de su amistad- señaló Cousteau.
Abrigados con gruesos chalecos de lana cruda, los huilliches, sonrieron a los inesperados visitantes.
-Que me esperen. Les voy a dar un regalo- dijo el capitán del Calypso, pensando que esos hombres no podían irse con las manos vacías. Lento salió por un costado y bajó a su camarote.
Los huílliches, esa gente del sur, entregaron la carga repleta de verduras, jaibas, erizos, más una buena cantidad de rojizos chancharros.
A los pocos minutos apareció Cousteau con dos libros: Sandokan y La isla misteriosa. Los mapuches miran las novelas con extrañeza y asombro. Se detienen en las ilustraciones de esas personas tan distintos a ellos, que se retrataban en esos dos libros que nunca habían visto ni menos leído.
Los dos grupos sonnríen, pero se mantienen separados mientras hablan durante un rato. Franceses por un lado; huilliches por el otro. Pero al encuentro se suman otros invitados: una decena de toninas, esos delfines de los mares del sur, quienes juegan cerca del barco deslizándose y saltando una y otra vez en un espectáculo jovial y sin duda maravilloso.
Poco a poco el ambiente se torna distendido, como si aquellos que navegan en los mares hablaran un mismo idioma.
-Pregúntales sí han visto otros hombres como nosotros, hombres blancos extranjeros- le pidió Cousteau al sorprendido intérprete. Los cinco huilliches advirtieron que lo importante del encuentro estaba por venir.
Años atrás Maicolpué fue desapareciendo en la niebla. Los helechos primero bailan y luego gritan asustados. Una luna menguante espiaba entre las nubes negras y densas. Era tarde. El sol se iba. Las mujeres entraron a sus hijos, y a lo lejos se vio ese monstruo en el río sur. Apareció en medio de la costa como una ballena herida, arrojando agua por el orificio del lomo. Un lomo de acero. Sombras se mueven, diminutas figuras de un negro intenso. Hay ruidos metálicos. Luces en el lomo de esa bestia inmensa y alargada. El terror se refleja en los rostros de los lugareños. Luego la ballena de metal desapareció, pero todos supieron que volvería.
-Hace mucho tiempo llegaron unos hombres. La cabeza color mantequilla. No entendimos lo que decían. Fue hace mucho tiempo- señaló quien hacía de jefe o líder de los huilliches.
Cousteau quedó pensativo. Giró la cabeza en diagonal y se mordió las uñas.
-Dejaron alguna cosa esos hombres?- volvió a preguntar el marino francés.
-Sí- respondió el líder, y se abrió la gruesa camisa mostrando un objeto extraño: un dorado ramo circular con un submarino en el centro y el escudo nazi arriba. Era una especie de piocha.
Todos quedaron maravillados viendo el objeto. Cousteau más que nadie.
De esos ojos salieron pocas lagrimas. Los huilliches eran un pueblo de pocas lagrimas y muchas injusticias. Bajo la lluvia las lagrimas se dispersan, se camuflan y no son advertidas.
-Yo era un muchacho. Esos hombres salieron desde una ballena- dijo el anciano líder de los huilliches.
-Una ballena gris?- preguntó Cousteau.
-Sí. Larga y con fuego.
El anciano huilliche pareció recordar otra cosa.
Y entonces dijo aquello que sobresaltó a Cousteau.
-También había un sacerdote.
Existían 700 UBoote. Hasta 1943 fueron letales. Ese año construyeron submarinos más grandes que abastecían a los pequeños con aire, armas y alimentos. Pero ya era tarde. Una contraofensiva aliada los barrió. Los UBoot estaban obsoletos. Uno de los más grandes fue el que navegó hasta Maicolpué trayendo al hombre. El hombre vestía un grueso abrigo y sombrero negro. Un tipo delgado de lentes finos, con poco espesor. Otro marino de traje negro le explicaba algunas cosas. Eso les dijo el huilliche.
Cousteau pensaba que ese hombre podía ser Uwe Rolf, quien viajó en un submarino desde Génova al final de la guerra, ayudado por la Cruz Roja y algunos personeros del Vaticano. Rolf era un traductor afamado y un loco por los deportes. Pero también por las matanzas, sin el menor grado de arrepentimiento. Muy alemán el hombre sin duda.
-Y qué pasó?- le preguntó Cousteau al huilliche con gran dosis de interés.
-Pues que junto a ese hombre y el sacerdote que hablaba español recorrimos la playa, el río. Al comienzo eran gentiles. Luego hicimos una prueba de destreza- contestó él.
-Cómo? No entiendo nada.
-Si. en una cancha, allá a la orilla del río.
-Se enfrentaron ? En serio?
-Claro. Ellos decidieron que el que ganaba se quedaba con todo. En realidad se quedaba ahí. Los perdedores se iban lejos con sus demonios. Yo les dije que si ellos perdían se llevaran a la ballena de metal.
-Y qué le dijeron?
-Que sí. Que si perdían se la llevarían.
-Vaya situación aquella. No lo puedo creer. Pero aún así no me extraña. La raza aria siempre pensando en la victoria. Y en qué consistió la prueba de destreza?- preguntó el marino francés.
Y entonces el huilliche contó lo que había pasado.
“Ya no soy una persona joven y solo sé una cosa: los hombres se comportan como locos. Solo la naturaleza tiene razón de ser. Los hombres no. Si hay algo que respetamos es la naturaleza. Es ella la que nos enseña a vivir. Hay gente allá afuera que es mala. Esos hombres. Esos tipos que salieron de la ballena. Tan imponentes y llenos de conocimientos. Y qué nos dijeron? Que nos fuéramos, deseaban que ojalá estuviésemos muertos o relegados en la cárcel o quizás en qué lugar. Yo sabía que nos querían matar. Querían nuestras vidas. Nos veían como animales. Deseaban borrarnos. Eliminar nuestras vidas y nuestros sueños y tradiciones. Por ser indígenas y chilenos. Una raza extraña para ellos. Eso pensaban. Pero hicimos la prueba de destreza. La prueba de Llighkan. Nunca terminamos de competir. Antes apareció el niño.
1940
En el bosque vive un niño. Los árboles se elevan como naipes hacia el sur, como se eleva un pájaro hambriento. El niño no tiene padre ni historia, y el sendero no tiene un curso sino múltiples bifurcaciones naturales. El mito dice que el niño va descalzo y su chaleco de lana cruda tiene manchas de frutos silvestres. Hay fogatas apagadas y matas de copihues que caen de esos árboles por los cuales atraviesa como lo hace un rayo durante la tormenta. También hay un perro y algunas veces, que son la mayoría, el niño y el animal se abrazan cuando cae la noche. El niño tiene un cuchillo que carga en un cinto de cuero. No pueden dormir. Por lo menos durante un rato. Las noches son frías, demasiado para ellos. Pasan las horas mientras caen las estrellas. La esperanza nace con el nuevo día en un mundo hostil. No tiene zapatos el niño. Silencio durante unos instantes y luego ruido entre los helechos. El niño coge el cuchillo. Entonces los ve. Un grupo de soldados. Cinco o seis tal vez, uniformados con el negro y el rojo. El perro no se mueve. Ambos observan en silencio, ojerosos, descalzos, hambrientos. Los soldados pasan de largo hablando en una lengua que desconoce el niño. Llevan porras y rifles. Se alejan y se pierden en la espesura que los traga.
-Me están buscando- le dice el niño al perro. Este mueve las orejas y las patas y avanza unos centímetros. Las sanguijuelas descienden por una lenga. El resplandor desde arriba se encoge entre los arbustos. Ambos bajan por una pendiente. Caminan durante un largo día hasta que llegan a su destino: Maicolpué. El niño sabe que es una trampa, pero también sabe que él y su perro deben comer lo antes posible. Mala suerte para esos soldados. Más temprano que tarde todos ellos, esos intrusos, esos extranjeros, morirán uno tras otro durante las noches que vendrán. Entonces comerán. Luego irán más al sur. Dónde hay casas y la madera fue cortada. Dónde no ha llegado esa ballena de acero que descansa en la diminuta bahía que se forma en Maicolpué, allá donde el río se junta con el mar.
Cousteau escuchó en silencio lo que el anciano huilliche le narraba. Estaban solo elllos, sentados en la cubierta. Los demás se apartaron un par de metros. Permanecieron ahí cerca de 20 minutos. El mar estaba calmo y el viento se deslizó a los montes. La naturaleza trataba de comprender el significado de las palabras de aquel anciano. Palabras filosas y secas. Duras pero verdaderas.
-El primer hombre murió en el monte, junto al río, cerca de las vacas que pastaban. La primera vida se fue en la mañana, cuando salió el sol. Lo encontramos con los ojos cerrados. No había mueca alguna en su rostro. Tenía una herida en su cuello pero no había sangre. Estaba acurrucado. Un sobrino mío realizaba la prueba de Llighkan con un coligüe. Luchaba contra uno de ellos. El hombre miraba atento. Yo también. Mi sobrino estaba derrotándolo. Era más ágil y sabía retroceder y luego atacar con más potencia en los golpes. El hombre le gritaba al soldado. Le gritaba muy fuerte. Supongo que el niño aprovechó ese momento en que todos estaban mirando.
Los demás, seis o siete soldados, los encontramos cerca de la playa. El sacerdote, que tenía una religión extraña, habló con el hombre y le dijo algo. Se notaba asustado. Comenzó a rezar, moviéndose sin parar. Luego caminaron hacia el mar. Ahí los esperaba un bote. El sacerdote arrojaba agua en la arena. Después subieron al bote y se marcharon hacia la ballena que estaba lejos y se los tragó. La ballena de acero se sumergió y solo la vimos en la tarde cuando se marchaba, perdiéndose en el horizonte. Nosotros también nos fuimos. Al niño solo lo vimos esa vez. Esa tarde. Un perro lo acompañaba. A lo lejos movió la mano en señal de despedida. Nubes negras se perdieron junto a la ballena y esos hombres que iban a construir catedrales a las cuales ninguno de nosotros hubiese ido. Su religión no era la nuestra. Sus vidas eran ajenas a nuestras vidas. Ellos buscaron su muerte. Nosotros no quisimos la muerte de esos soldados. El niño no es uno de nosotros. Es un ser maligno. Nada nos acerca a él. Es como la naturaleza que cambia y deja cicatrices”.
Y después el viejo huilliche no dijo nada más. Cousteau giró la vista hacia el mar y quedó pensativo.
-Ese niño vive en alguna de esas cavernas que se ven ahí- supuso el marino francés, apuntando a la franja de tierra que se adentraba en el mar.
-Ese niño vive en la maldad de nuestros corazones- respondió el viejo huilliche.
-Más que bucear en el mar, debemos bucear en nuestros corazones? – preguntó Cousteau casi sabiendo la respuesta.
-El mar es un espejo del alma. No es Perfecto. A veces es tranquilo; otras enfurecido, como un monstruo.
Los bosques de Maicolpué fueron únicos testigos de esa historia y han permanecido en silencio por años. Cousteau vio que los hombres, luego de despedirse, llevaban un recipiente metálico como un perol o una olla pequeña con fuego. Lo transportaban como si fuera un tesoro. Luego de unos minutos llegaron a la playa y se internaron en ella deslizando el bote y dejándolo a buen recaudo. Luego se perdieron entre los árboles y un poco más tarde, unos veinte minutos quizás, advirtió como el humo salía desde el corazón del bosque junto a un sector sin mayor vegetación que unas plantas o árboles que recién florecían. Las llamas fueron creciendo lentamente. Entonces Cousteau sintió que esos huilliches se estaban despidiendo. El fuego era un tipo de comunicación. Lo era desde tiempos remotos. El marino francés pensó en ello. En que el fuego le hablaba a lo lejos. Pero luego cambió repentinamente de idea y palideció. Algo le anunciaba que no eran los huilliches sino el niño, quien trataba de decirle algo y entonces Cousteau no quiso estar más en la borda del Calypso y le gritó a los otros marinos que levaran anclas y se fueran lo más rápido de ahí.
-Ya nada nos retiene a este lugar- señaló cansado y luego no dijo nada más, al mismo tiempo que guardaba su pipa.
Entonces supo que esa maligna ballena de metal y sus tripulantes estaban sumergidos en el fondo del mar, cual cementerio, ahí en aquellas aguas de Maicolpué. Y no sería él quien hiciera algo al respecto.
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