Tiempo de espera

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Por Federico Gana Johnson*
 
Titulo así este artículo –Tiempo de Espera– porque pasaron meses, años tal vez, que no veía las paredes gastadas de mi casa, no picaba la tierra de mis maceteros, no refrescaba las plantas que crecen en mi balcón, no botaba sus hojas secas ni tampoco ordenaba las camisas, las chaquetas y los pantalones en el closet de mi dormitorio. Algo de ropa en desuso, a alguien le servirá. Recordé, y es tiempo de tomarlo seriamente en cuenta, lo que algún día contó el escritor uruguayo Eduardo Galeano: la historia de una tribu indígena del Amazonas donde para una competencia, (sacrílega a estas alturas para Occidente), vencía el que lanzaba más pertenencias materiales hacia el fuego. Hoy serían muebles, televisores, lavadoras, el “chancho>” eléctrico. Yo me quedé pensando. Y busqué más ropa en desuso. No para tirarla al fuego porque, finalmente, el humo (y la ropa tiene plástico) también es dañino.
Es cierto. Hacía tiempo que, después del desayuno no me sentaba en mi balcón a leer mi novela de turno, en este caso la descriptiva de época, humorística y acusadora de racismo y clasismo de principios del siglo pasado en ciertos Estados de USA. Por algo se llama Los Bribones y su autor es William Faulkner. Hacía tiempo que, dejando al libro de lado, no me miraba con calma al espejo del baño ni pensaba (como lo hice y lo haré, porque esta pandemia es para largo) en recortarme la barba con más esmero que de costumbre. Hacía tiempo también que no conversaba tranquilamente con mis vecinos ni almorzaba calmadamente, sabiendo que, tras el café no debo ahora partir a los compromisos de las tardes, porque el mundo se suspendió.
En definitiva, hacía tiempo que no veía pasar el tiempo.
Preferiría por supuesto el apuro acostumbrado, siempre que el mundo estuviera medianamente sano, como suele serlo, salvo excepciones. Es decir, también medianamente enfermo. Sin embargo, así como se pronostica el futuro próximo, tenemos tiempo para volver a contarnos la vida (¡y que nos quede cada día mejor, varias veces!).
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Escribo estas líneas luego de informarme de que –finalmente- las autoridades de mi país se alinearon para enfrentar al virus, luego de los inconducentes desacuerdos iniciales entre el gobierno y el Colegio Médico que, de Medicina, sabe. Esa alineación nos llama, principalmente, a la autodefensa, como ya me sucedió esta mañana cuando con cierta urgencia fui al supermercado y noté cómo algunos vecinos, y sobre todo vecinas, andaban más sigilosos que de costumbre. Como si hablar en voz más baja impidiera que el virus despertara. Y algo corporalmente más alejados andaban también estos vecinos. O era yo el que les hacía el quite, ¡vaya uno a saber!
La verdad de las cosas es que, considerando que esta pandemia no tiene fármaco que la enfrente y que finalmente le gane la batalla urbi et orbi, debemos derrotarla con aquellas otras armas que el ser humano mantiene escondidas, a veces demasiado guardadas y con grandes candados, en los compartimientos de la vida diaria. Es, como en el caso de la ropa en los closets de mi departamento, la hora de remover, reutilizar, refrescar la escondida conciencia social, la esquiva disciplina y la no siempre simpática pero obligatoria paciencia. Todos tenemos dentro de nuestras conciencias aquello que despierta de súbito (o casi) cuando nos ocurren grandes catástrofes como terremotos, tsunamis o incendios. Aquello que se llama solidaridad social y que salta a la vista cuando son otros los que sufren y la requieren. Hoy no necesitamos revisar lo que tengamos colgado en las perchas para competir como los indígenas de Galeano, sino que debemos ser solidarios con nosotros mismos.
Es decir, ¿qué haría yo sin mí?
Todo eso a que se nos está llamando, la solidaridad, se practica quedándonos en casa. Llámenlo confinados, aislados, en cuarentena, presos o como quieran. Pero unidos. Y ciudadanos de una misma causa: estar nuevamente sanos, algún día. Ojalá pronto. Aunque parezca demasiado ingenuo escribirlo, en este tiempo de espera en medio del temor, el nerviosismo y la tensión, también se abre el espacio para redescubrir la belleza de la vida sencilla y el distinto aprovechamiento del tiempo que pasa, mientras nos cuidamos. Esto, sabiendo que el vecino está en lo mismo. Unidos.
Todo lo anterior, en la justa medida de nuestras concretas posibilidades pues quedarse en casa a veces no es fácil. Es más bien imposible, en muchas ocasiones. Sobre todo con las actuales características de la arquitectura moderna y que afecta a un importante porcentaje de la población, cuando en los guetos verticales familias enteras viven en no más de cincuenta o cuarenta metros cuadrados Y están aquellos que viven, eufemísticamente, “en situación de calle” o en casitas de pasajes angostos, con patios mínimos. El virus, por supuesto, no hace diferencias por más o menos espacio. En otras palabras, la realidad se va encadenando y podríamos hablar largo rato sobre esa cadena eterna que somos como sociedad pero en este artículo lo que importa, primero, es salvarse.
Salvarnos.
En ello enfoquemos este Tiempo de Espera.
 
* Periodista y escritor. Director del Círculo de Periodistas de Santiago.

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