El Fanta: eléctrica adición a la violencia

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Esta historia podría ser real.
Hace un par de años realizaba una investigación sobre el periodista chileno Elmo Catalán y contacté un socialista que había tenido vínculos tangenciales con los helenos. Nos reunimos en el paradero 14 de Vicuña Mackenna, en una mítica “picada” de esa zona, dialogando largo y tendido, entre tinajas de chicha y olor a pernil, sobre aquella época a fines de los 60. En un instante la conversación se nos fue de las manos, desviándose sobre el mal y la perversión de algunos agentes de la DINA y la CNI. Y en ese instante apareció por arte de magia el Fanta, Miguel Estay Reyno. Mi fuente lo había conocido a comienzos de los 80 durante una breve etapa de crisis económica que vivió la CNI y por ende Estay Reyno. Habían trabajado juntos. Cómo llegó ahí y el por qué nadie lo sabe a ciencia cierta. Fueron unos meses en los que el Fanta se desempeñó en una negocio de implementos eléctricos en calle San Pablo. Su función, más que atender, era ser el control de la mercadería que ingresaba y los cheques con que pagaban empresas y particulares. Estay Reyno era un dependiente responsable que cumplía su labor con rigor sin meterse demasiado con los demás empleados. Conversaba y se reía de las bromas pero manteniendo una distancia que impedía ahondar en detalles personales. Mi fuente -a la consulta de cómo era él como persona- lo calificó como “buena onda”. Hasta un día en que todo cambió y apareció el Fanta en toda su extensión.
Al desnudo
-Buenas tardes- señaló el tipo de ambo gris luego de ingresar al negocio. Nadie le dio mucha importancia a esa hora de la mañana cuando el público se duplicaba generando caos y atochamiento en la caja. Los pedidos de cables y enchufes iban en aumento y más de algún empleado del local pensó febrilmente que se debía contratar más personal.
El hombre enfrascado en el ambo gris se desplazó por el mostrador observando los productos pero su mirada se detuvo en unas lámparas enormes y unos transformadores alemanes, tal vez los más costosos durante esos años. Se acomodó la corbata y con voz grave le pidió al dependiente que se los mostrara para ver sus características. Con calma fue revisándolos en detalle y haciendo comentarios en voz baja. Luego de ello pidió seis agregando diversos utensilios menores como focos y cables, finalizando con tres enormes lamparas lagrimales. Al otro lado del mostrador, en una esquina, el Fanta quedó mirando al tipo de ambo. Algo fue llamando su atención a medida que el hombre se aproximaba a pagar. Uno de los empleados le preguntó cómo iba a cancelar y el ocasional comprador respondió que con un cheque.
-Va a pagar con cheque- le susurró el empleado al Fanta.
-Sí, ya lo escuché…Pase por acá- le pidió al tipo de ambo quien desvío la vista al lanzarle un escueto “por supuesto”.
El Fanta le pidió el carnet.
-No lo ando trayendo ahora- respondió el hombre-. Pero tengo otros documentos.
-Pero cómo? Nadie sale sin su carnet… Cuál es su nombre?
-Fernando López. Soy empresario. Salí apurado a una reunión y…
-Y su Rut?
-7588393-8.
-Vive en Santiago?
-Sí.
-Dónde?
-Andres Bello. Plaza Italia.
-Qué dirección?
-Por qué tantas preguntas?- Inquirió el hombre.
-La cuenta bordea los 35 mil pesos. Es mucho dinero. No cree?- le preguntó el Fanta.
-Claro. Tiene razón.
-Oiga don Fernando… cuáles son otros documentos con los cuales puede acreditar su persona? Licencia de conducir u otro carnet.
-No- respondió seco el hombre moviendo sus ojos cafés de lado a lado como buscando algún apoyo-. Ando con mi carnet de Unión Española y mi Sermena.
-Pero eso no nos sirve. Ahora qué podemos hacer?-se preguntó para sí mismo El Fanta-. Bueno, yo le voy a dar crédito. Confió en usted. Pase por acá.
El tipo de terno advirtió algo extraño en el tono de voz del Fanta y, como todo delincuente avezado, olió el peligro.
-Vamos entonces- dijo el estafador, pero en ese mismo instante se dio vuelta corriendo hacia la salida. El Fanta, con los ojos saltones y la respiración entrecortada, saltó el mostrador y enfiló ligero en pos del desvergonzado, quien no se imaginó que alguien fuera a perseguirlo, menos aún sin ningún producto en su poder. Pese a ello no podía confiarse y al doblar en San Pablo con Bandera mantuvo el ritmo acelerado de carrera, pese al gentío. No eran buenos tiempos para caer preso ni menos para ganarse una pateadura que te mandara al hospital sin dinero. Cuando finalmente se detuvo estaba sudoroso y se arrodilló para atarse el cordón de los zapatos. Había basura en las veredas, envoltorios de Creminos, latas, cajetillas y papeles. Fue eso lo que el tipo de ambo, muy elegante él, alcanzó a observar antes de recibir la patada en la boca. Sintiendo algo caliente escupió dos dientes y sangre. Quiso ponerse en pie pero fue levantado en andas y arrojado contra la puerta de un Renault que se tiñó de rojo. El derechazo en el oído lo dejó totalmente grogy. Fue lo último que pudo recordar antes de despertar con el cubo de agua en el rostro. Estaba en una bodega, esposado a un pilar, y al frente tenía al Fanta, sin imaginar quién era ese hombre que lo miraba con rabia, moviéndose por toda la sala de cuatro metros cuadrados repleto de cajas y plumavit.
-Así que me querías cagar- masculló el Fanta y sacó una cortapluma enorme.
Fue en ese instante que el estafador sintió miedo y supo que se encontraba en graves problemas. Estay Reyno fue acercándose con lentitud y puso la lámina de acero en el ojo izquierdo del hombre y realizó un rápido y delgado corte debajo del párpado.
-Oiga, qué está haciendo? Está loco? 
-No me hueevees, conchadetumadre-respondió el Fanta.
-No sé lo que está pensando pero no es lo que se imagina.
-Ni te imaginas lo que estoy pensando- contestó el Fanta.
Un murmullo se escuchó en el primer piso, luego pasos en la escala. Un caballero de unos 60 años apareció de improviso.
-Miguel, qué estás haciendo?- preguntó el anciano mientras observaba al estafador bañado en sangre.
-No se meta, don Ignacio. Yo sé lo que hago- respondió ofuscado el Fanta. 
-Claro que me meto. Llamé a Carabineros y van a llegar en cualquier momento. Deja a ese hombre en paz. Ni siquiera eres el dueño.
-Usted no sabe quién soy yo- dice el Fanta y ríe como no lo había hecho en años. Como si, por fin, hiciera algo ajustado a las normas de una sociedad y una patria en estado de excepción.
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Una mujer sale al enorme patio de su casa. Algunos lo podrían denominar como hogar; pero ella no está convencida de aquello. Es La Pintana y el sol se ha escondido esa mañana de septiembre. Las paredes están a punto de desplomarse y el techo de adobe se parte día a día con el viento y el
Sol. Hay algunos árboles frutales, naranjos, paltos, limones que se pudren en un pasto sin cortar que crece en una naturaleza casi salvaje y triste. Hay una mesa y encima una cesta con un plátano y un durazno. No es poco. Las ramas de los árboles famélicos están frías como el corazón de esa mujer. Una mujer joven y despeinada. Triste como los árboles. Se acerca a la mesa y toma el durazno sin remordimiento mientras escucha los pájaros que hacen alboroto allá arriba donde no llega el sol ni la niebla. La mujer no sabe si quedarse ahí o huir. A cualquier parte, al sur, al norte, a un lugar distante y distinto. A una ciudad tranquila donde puedes estar en paz o morir en la parsimonia de un territorio remoto. Se siente enferma, no sabe de qué pero tiene la certeza de estar enferma. Han sido siete años de acompañar al hombre que salió esa mañana. Ha tenido que visitarlo en la cárcel y el hospital, soportar sus borracheras pero aún así lo ama. Lo ama o algo parecido a eso y concluye que debe dejarlo e irse. Piensa en ello pero el dinero escasea y debe vivir. Es lo único importante: vivir cada día y esperar el siguiente con una vida miserable pero aún así feliz de respirar. Vivir. Un premio en una tierra de árida muerte. Los dos solos en esa casa que se derrumba.
La mujer piensa que es muy callada y que debería conversar con ese hombre que es su pareja pues él nunca le ha dicho “esposa”. Debería pedirle explicaciones y decirle que su vida es miserable en una tierra miserable pero llega a la conclusión que nunca lo hará pues eso le gusta a aquel que podría ser su esposo: el silencio. El que ella no hable ni le recrimine nada. Que lo espere en las tardes en la cocina con la cena aunque no sea más que unos tomates y unas patitas de pollo.
“Después que salió de la cárcel estábamos contentos de estar en esa casona miserable que parecía llévarsela el viento”, le cuenta la mujer a una tía que la visita desde el sur. La mujer sigue hablando: “Mi esposo siempre ha tenido miedo de caer a la cárcel nuevamente” manifiesta mientras el viento se cuela por las ventanas rotas. Hay unas cajas de plátanos con retratos antiguos y diarios que se han acumulado por meses adquiriendo un tono opaco. Los retratos parecen mirar hacia el cielo queriendo huir de esos seres que viven en un estado de devastación. En una esquina reposan libros que nadie ha leído ni va a leer. Abandonados a su suerte como todo lo que habita ese espacio baldío. 
“Mi pareja ha salido está mañana y no sé a qué hora volverá”, señala la mujer a su tía quien decide acostarse un momento para descansar. La mujer la acompaña a una habitación y luego se dirige a su dormitorio y se tiende en su cama con los ojos abiertos tratando de irse a cualquier parte aunque sea a base de recuerdos y sueños. Finalmente cierra los ojos y respira. Está viva. Y eso ya es mucho.
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Media tarde. Un oficial de carabineros se acerca al galpón dónde está el Fanta con el hombre de ambo gris, atado a una silla.
El oficial lleva dos estrellas en las hombreras. Camina despacio como tanteando el terreno. Su bigote está pulcramente cortado y apenas se mueve mientras sube las escalas como si fuera un cerro en una playa del sur durante una mañana de septiembre. Al llegar a la puerta, para cruzar el umbral, se detiene y piensa si lo mejor será tocar la puerta o simplemente entrar. El oficial no sabe qué le depara ese cruce y cómo saldrá parado de esta experiencia. Lo único que sabe es que el llamado señalaba que alguien estaba torturando a un delincuente. No era mucha ni poca información pero había que tener precaución, más aún ante la palabra “torturando”.
Tocó la puerta y alguien pudo responder con un “pase” que fue sonando extraño a medida que se extinguía.
Al abrir la puerta un hombre joven y de mediana estatura lo saludó con cierta soberbia.
-Ahí está el detenido- señaló el tipo con atípica parsimonia.
-Y usted quién es?- preguntó el oficial.
-Alguien que tiene cierto poder- le respondió el Fanta. 
Afuera las bocinas impedían escuchar con claridad.
-Tengo una idea- señaló el oficial-: usted me dice quién es y así facilita las cosas.
-Soy de la Central Nacional- respondió el Fanta y se produjo un silencio que el Fanta advirtió favorable. Luego vino una sonrisa en los labios y una mirada de escarcha hacia el tipo de terno que ya adivinaba su destino y aún así mantenía cierta dignidad.
El Fanta gritó a la planta baja que quería una taza de agua caliente y el tipo de terno supo lo que venía.
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No fue un sueño usual. La mujer no tenía ese tipo de sueños pero ocurrió. Se vio más joven junto a su esposo en una habitación de paredes blancas. Desnudos. Mirándose frente a frente. Sin mover ni un músculo. Tal vez muertos físicamente pero aún sintiendo. Encerrados en un cuerpo cual carcel y féretro. Un país amurallado. Una luz y el rompimiento de esa parálisis. El abrazo de estos dos seres y la felicidad efímera.
Una noche y el viento. Los temblores de los músculos. Un abrazo: dos amantes. Dos personas en el tiempo del desamor. Dos almas en la noche de un sueño. Ella y su esposo: el delincuente. Ella la pobre y triste mujer de población que vive en un casa vacía sin más que unos pocos frutos. Sin hijos ni animales. Un derrotero inaudito. El sueño prosigue: la pareja se abraza y se besan. Las paredes reflejan sombras extrañas. Ella siente el cuerpo del hombre: su espalda, los brazos y las piernas surcándola. Ella se da cuenta de un detalle que la sobresalta. El hombre tiene dos dedos menos de la mano y corre sangre por su garganta. Explota a través de la boca como un río púrpura… Sangre caliente, hirviendo, que cae por
los pechos de la mujer. 
Ella despierta. Sabe que su esposo ha corrido una fatal suerte. La ampolleta de la habitación se apaga finalmente.

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