Jorge Spíndola, poeta. Un Filípides patagónico.

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“Sé perfectamente que los dueños de los grandes medios no son estúpidos; sin embargo es delicioso correrles el protector bucal”.
Por Hugo Dimter P.
Por aquella ruta pasaban raudos las camiones en la noche. El ruido y las luces se perdían en esa Patagonia argentina infinita y Jorge Spíndola seguía caminando. En silencio. Con frío. Hasta que decidió hacer dedo rumbo Valdivia. Kilómetros de distancia separan Comodoro Rivadavia -su urbe del petróleo- de la ciudad de los ríos. Sin embargo ningún carro se detenía ante este poeta. Esos autos aceleraban iluminando como un rayo. Spíndola no se rinde y decide trotar. Una mezcla de Forrest Gump con su candidez, y Emil Zatopek con su potencia. El poeta de largo aliento en una carrera de cientos de kilómetros.
Y ahí está: con su alma de poeta, con su traje de poeta, con su vida de poeta. Corriendo la maratón  de la vida cual Filípides ateniense, o ínclito Lautaro desafiando a la muerte en su oscuridad.
Urbe Salvaje ha deseado hablar con este vate admirador del mundo mapuche, de los bosques, del Hombre al borde del desfiladero, y él nos ha contestado gentil. Con la reflexión acertada, siempre viendo la meta: la llegada al final de la carrera.

-¿Cómo ha sido tu nueva vida de poeta en la ciudad de Valdivia?
-Siempre vine a Valdivia por ferias o encuentros culturales y literarios. El nexo primario fue el Encuentro de Culturas del Sur del Mundo, una bienal de trabajadores culturales del sur de Argentina y Chile que ahora entrará en su séptima edición. Este encuentro es parte de un intento colectivo por reconocer los lazos en común, problematizar las identidades nacionales que nos separan, cuestionar las miradas centralistas, pensarnos en plural. Para mi también ha sido parte de un largo viaje hacia mis identidades ancestrales, ligadas a la Isla de Chiloé y los orígenes wiliche de mis abuelos maternos. Valdivia ha sido el puente, el lugar donde se produce ese entremedio en mi vida. El año pasado postule al Doctorado en Ciencias Humanas de la UACH y fui aceptado, por tanto me vine y aquí estoy trabajando, estudiando, viviendo. Los amigos, los cumpas y mi mujer, la poeta y grafitera Yenny Paredes, me han ayudado mucho en este viaje hacia las raíces.
-¿Es Valdivia una urbe poética? ¿Reúne las condiciones de tal?
-Creo que una urbe es poética si está habitada de poetas que transformen, digan, pregunten, rabien, canten, escriban en ella.  En este sentido te digo que sí, Valdivia es una urbe salvajemente poética. Aquí han nacido poéticas como las de Maha Vial, Verónica Zondek, Clemente Riedemann y Schwenke y Nilo, Pedro Guillermo Jara, Jorge Torres, entre otros. También hay una generación de jóvenes poetas brillantes que de a poco voy conociendo.
-¿Cuándo nació este interés por la obra de poetas mapuches? Algunos de ellos -sin duda- muy interesantes y brillantes.
– Es difícil responder porque el camino del lector se mixtura con la propia vida. Debo decir entonces que me interés nace con la lectura pero también es parte de una búsqueda personal que va más allá de los libros, la construcción de un horizonte que rompiera el silencio respecto del pasado. En Argentina la construcción de la idea de “desierto patagónico” está fuertemente instalada. Es parte del relato nacional y de los relatos de viajeros coloniales, uno mismo puede tragarse la historia del desierto, como “vacío”. Sin embargo desde pibe trabajé en distintos oficios, uno de ellos me llevó a las estaciones de servicio (bencineras) que se levantan en las rutas, de allí fui a trabajar a los campos, a las zonas rurales en faenas de esquila, señaladas, peladas de ojo y cosas así. Allí conocí gente mapuche, williche, antiguos arrieros del sur de Chile, gente que llevaba grabado el territorio en su memoria. Después de grande vine a repensar aquellas experiencias, los relatos de don Martín Hamulef, Gilberto Retamal, Abelardo Carmona, o la leyenda de mi propio abuelo Juan Cárdenas, arriero chilote en aquellas pampas, o los relatos de don Amador Barría acerca de los sucesos de la llamada “Patagonia rebelde”, las huelgas anarquistas. En fin, quiero decir hay un cerco de silencio que levantó el estado y su clases dominantes alrededor de las voces de los antiguos. Una larga violencia física y luego simbólica que les permite hablar del “desierto”.  Descubrir la voz de Lola Kiepja en selknam, conocer la producción de poetas como Liliana Ancalao, Adriana Pinda, Jaime Huenún, Bernardo Colipan, Paulo Huirimilla o las canciones de Aimé Painé, Luisa Calcumil, Beatriz Pichi Malén, entre otros y otras, dibujan un panorama cultural, político, simbólico que interrumpe aquel silencio. Yo los leo en su belleza poética y como parte de la contraofensiva de un pueblo en la reconstrucción de sus memorias y territorios con posibilidades reales de futuro.
Me siento parte de este proceso que también es una suerte de descolonización de la propia subjetividad, un avance laborioso (diría Rodolfo Walsh) hacia una conexión más íntima conmigo mismo como sujeto americano.

– Jorge, vamos al otro lado de la cordillera. ¿En qué situación está la poesía mapuche en Argentina?
– No existe la misma producción que existe en Gulu Mapu, tampoco hay un desarrollo crítico importante, sin embargo sus autores y autoras están haciendo un camino de auto-reconocimiento, reapropiación de la lengua y de la cosmovisión que empieza ser visible. Muchos de ellos y ellas, como la propia Liliana Ancalao han debido redescubrir su identidad, sus memorias, correr la pátina de subjetividad impuesta con la que se vive. Eso es un camino a veces doloroso, lento, sobre todo porque hay que superar el racismo dominante; son huellas, desafíos espirituales y sociales que hay que animarse a dar; sobre todo porque las y los kimche (la gente sabia) está muriendo o porque están en los campos, lejos. Hay que visitar a los ancianos y ancianas, hacer rogativa, ir a los camaruco, los ngillatún, salir de las ciudades a buscar en el supuesto “desierto “aquello que te es negado. Pero luego hay que volver a los barrios, al cemento y vivir con esa identidad partida, censurada, vigilada, tener el valor de ejercerla. Como ves, escribir poesía no se trata sólo de escribir poesía para las personas que asumen estos conflictos.
– Destaquemos a quienes se lo merecen. ¿Cuáles han sido los poetas mapuches chilenos que más le han llamado la atención?
– Las propuestas poéticas mapuche en Gulu Mapu son diversas, complejas. Me gusta mucho la poesía de Adriana Paredes Pinda, machi de Riñinahue, Magister en Literatura, una poeta que asume diversas voces para llevar adelante un programa poético en el que intenta validar  el rakizuam (pensamiento) mapuche, el vínculo entre machi y poesía, entre éxtasis y visión; su poesía junto a la Bernardo Colipan y Jaime Huenún, Paulo Hurimilla y Roxana Miranda Rupailaf, no se cierran sobre un pasado idealizado, por el contrario avanzan en la reinvención de un mundo “ya no idéntico en si” como dice Pinda. No hay fundamentalismos, hay una contraofensiva política y estética que también asume las contradicciones, los problemas que genera habitar los espacios legitimados por la cultura dominante.
Sus poéticas son parte de una intelectualidad mapuche ligada a los conflictos por territorio, lengua y cultura; ellos están rescribiendo la historia desde sus propias estéticas, actuando en el presente de forma activa desde la validación de las memorias y testimonios. Por supuesto hay otros y otras poetas que también admiro como Graciela Huinao, Elicura Chihuailaf y el mapurbe David Aniñir.
– ¿En Argentina hay consciencia de la represión que vive el pueblo mapuche chileno?
– Yo creo que sí, sobre todo en aquellos y aquellas que se interesan por los problemas vinculados los DDHH, la defensa del territorio, las asambleas ambientalistas, las organizaciones de pueblos originarios. Como en Chile, cuesta cruzar la línea de los pre-juicios y condenas establecidas de antemano por los lugares comunes del poder ya sea mediático o las largas discriminaciones instaladas.

– ¿Cuáles son los poetas argentinos que nos recomienda?
– Qué tema ese. Como verás mis lecturas son bastante “periféricas” poco canónicas, por ello se me ocurre que puedo hacer una invitación a desplazarse de la centralidad de la poesía rioplatense y buscar autores y autoras como Luciana Mellado, Liliana Campazzo, Maritza Kuzanovic, Graciela Cros, Raúl Mansilla, Juan Carlos Moisés, Bruno Di Benedetto, Liliana Ancalao, en Patagonia. Los pampeanos Bustriazo Ortiz y Edgardo Morisoli, o el sanjuanino Jorge Leónidas Escudero. O ir hacia atrás y descubrir poetas como el salteño Manuel J. Castilla, más atrás y encontrarse con la poeta Olga Orozco o el entrerriano Juan Meneguin; (Google ayuda).
– Cuèntame sobre un texto que me llama mucho la atención en tu obra: Azul un ala. ¿Cómo nació esa columna?
– Ese texto es parte de una columna que yo escribía en el diario El Chubut. Trabajé muchos años en periódicos. Allá existe (cada vez menos) una tradición del escritor-periodista que dio géneros como las aguafuertes de Roberto Arlt o la primera novela de no-ficción de Rodolfo Walsh “Operación Masacre”; poetas periodistas como Raúl González Tuñón que escribían desde sus viajes o eran “enviados especiales” a lugares y conflictos. Digo esto no para compararme con ellos sino par poner en contexto un estilo periodístico-literario que de algún modo habita ese trabajo y que siempre tiene algo de urgencia y de relación con “la realidad”; textos que no siempre dan lugar a la factura literaria que uno quisiera pero sin embargo tampoco son mera “noticia”.
En ese contexto, mis columnas se elaboraban en función de situaciones, fechas, casos que en ese momento estaban entre los temas del día o la semana. Azul un ala fue escrito en relación al Día de la bandera que se celebra el 20 de Junio.  Al leerlo me doy cuenta de sus fallas, sus faltas, sus carencias ideativas pero, claro, tiene esa fuerza que necesita un texto que debe sobresalir de la mera información.

Azul un ala
Izar la bandera es un trabajo difícil aunque no parezca, sobre todo cuando uno es pibe y está ahí adelante con la cabeza vuelta al cielo, girando la manivela que por lo general está oxidada y se empieza a trabar por la mitad de un mástil infinito. Pero una vez pasado el trance es como si hubieras puesto el corazón allá arriba.
Yo recuerdo una vez que tuve un intento fallido, fue cuando la maestra de quinto grado dijo – a ver dos varones al patio que vayan a izar el pabellón- y ahí salimos todos corriendo, y como nunca fui muy ágil que digamos (mas bien torpe) me quedé por allá atrás, rezagado al puesto de espectador con la nariz sangrando de un codazo mientras cantaba derechito alta en el cielo un águila guerrera y disimuladamente sacaba mi pañuelo azul masticándome la rabia de ver al gordo Villegas haciéndose el canchero, azul un ala del color del cielo y en eso me dio por estornudar sobre el color del mar justo cuando alzaba la vista para ver la bandera del sol nacida. Siempre por una razón u otra me quedaba con las ganas de estar ahí, sintiendo esas cosquillas patrias que a uno le dan levantando la celeste y blanca.
Fue por eso que empecé a ir a las ceremonias que se hacían en el patio del viejo Silveira, un vecino mezcla de caudillo con algo de curandero que cada domingo a las once de la mañana juntaba a los pibes para izar la bandera. El viejo tenía una forma extraña de venerar los símbolos, por ejemplo el mástil estaba pintado en la base con los colores de Boca Juniors y el palo era todo celeste y blanco pintado en forma de espiral como si fuera un chupetín psicodélico que remataba en el asta con unos laureles de hojalata que él mismo había diseñado. Al viejo Silveira le gustaba la herrería artística y eso era sólo una parte de su ingenio inagotable, también era afecto a la pintura así que la bandera de ceremonias tenía un sol estampado a los brochazos con una sonrisa conmovedora.
Todavía hoy me acuerdo de ese sol amarillo fuerte que se agitaba por el aire del domingo como si fuera nuestra propia cara flameando por allá arriba.
Lo curioso era la forma que tenía don Silveira para elegir los abanderados del día; nos hacía jugar al roca papel o tijera, a los penales, a la payana y otras formas de selección que él establecía. De esa manera no había broncas y hasta diría yo que era un acto democrático.
Otras veces se mandaba un concurso de preguntas y respuestas tipo: – quién fue el peludo Yrigoyen, a ver díganme en qué período gobernó el país el General Perón, quién fue el gaucho Rivero; nombre tres tangos de Discépolo y al menos dos escritos por Homero Manzi, poeta de la gente-.
Infinitas variantes que él compaginaba, mientras iba sacando al patio una vitrola plateada y con inmensa cautela ponía un disco de pasta de donde surgía toda achicharrada la voz del Zorzal cantando la noche que me quieras desde el azul del cielo las estrellas celosas nos mirarán pasar y así pasábamos al himno coronados de alegría, mientras ganadores y perdedores jurábamos con gloria morir.
El patio de Silveira era un país de maravillas, la escuela donde aprendimos a jugar a la cabecita y a recitar el Martín Fierro. Una escuela donde los símbolos estaban vivos y jugaban con nosotros a los penales, un lugar mágico donde no daba lo mismo ser derecho que traidor ignorante sabio chorro pretencioso estafador. Allí aprendimos entre tangos y concursos que no es lo mismo el que labura de noche y día como un buey que aquel que afana en su ambición.
Ahí aprendimos en el ’78 la diferencia entre una banderita made in taiwan y otra pintada a mano. En infinitos patios como ése cantamos la marcha de la bronca cuando volvían los hermanitos de la guerra.
De esas escuelas salimos muchos egresados a festejar con la celeste y blanca en la espalda (como una capa de super héroe) el día que Diego se cansó de gambetear ingleses y le metió un pelotazo a la corona de su reino.
Y fue en ese patio, ahora que me acuerdo, donde pude izar por primera vez la bandera de la patria mía. Era una bandera que el viento mordía con fuerza, con el sol pintado a mano, azul un ala, que a veces me acaricia todavía.
Columna “La Puerta”. Diario El Chubut, Trelew 20/6/1995
– La infancia y la bandera. ¿Una mirada al pasado? La nacionalidad y el pueblo. Un texto con un comienzo magnifico, más propio de un corredor de fondo, de un corredor de los 5.000 metros. Con una potencia abismante. Muy adictivo. Un texto henrymilleriano. Con una poética especial, de aquellas que no te sueltan más.
– Escribir en los medios masivos, es decir, escribir en empresas periodísticas bajo una férrea línea editorial prefijada, implica a veces un juego entre el decir y el no decir, entre la afirmación y la pregunta; la ambigüedad, la polisemia literaria aquí puede correr esos límites. Yo escribí Azul un ala en 1995, en un contexto social y político donde era difícil enfrentar la hegemonía del discurso neoliberla y conservador del menemato. Usar la fecha de la bandera como símbolo de otras posibilidades de lo nacional-popular era un modo de confrontar ese discurso privatizador, pro-dictatorial que se instalaba desde el poder y el periódico mismo. Claro, la columnita duró poco menos de dos años. Lo mismo me pasó en otros diarios pero no me quejo, sé perfectamente que los dueños de los grandes medios no son estúpidos; sin embargo es delicioso correrles el protector bucal, habitar sus propias contradicciones, utilizar los espacios para llegar allí donde se juega verdaderamente la disputa por las representaciones simbólicas de una sociedad.
El texto va a fondo en una construcción de la nacionalidad subalterna, siempre beligerante y anticolonial, con héroes trasnochados como Maradona o Discépolo, mezcla rara de compadrones, futbolistas, filósofos de bar, exquisitos, valientes, arrogantes, reos, pero que van de frente como Rivero o el propio viejo Silveira que fue el padre de Pocho, Guillermo Silveira, militante de la organización Montoneros, desaparecido por la dictadura.

– Jorge, finalmente, nos puedes contar un poco acerca de cómo ves el mundo hoy.
– Querido amigo, si tomamos como base el texto de Azul un ala, te puedo decir que sigo reivindicando toda esa rebeldía y también esa ternura; sin embargo desde aquel año 95 a hoy los ojos, la piel, el seso, la imaginación, se maceran, se curten de más vida y más cosas; lecturas en la vida misma. No escribiría hoy un texto así sin nombrar a Eva Perón o a Lola Kiepja, también hablaría de otras mujeres ignoradas o no, que incendiarían todo orden patriarcal. Quiero decir, uno va también intentando auto-descolonizarse, darse cuenta de que hay un trabajo íntimo de desconstrucción de muchos saberes que no siempre muestran su poder de dominación sobre otras posibilidades de estar y ser en el mundo.
En eso estoy y te agradezco la posibilidad de compartirlo.
Jorge Spíndola, el corredor de fondo es un caso único. No es Murakami corriendo la maratón de Nueva York con un ipod controlando su ritmo cardiaco. Spíndola corre en las llanuras. Cuando se detiene conversa con los peones, se toma su mate, pregunta sobre el resultado de alguna batalla, y escribe una poesía tan cercana como emotiva. Azul el ala podría ser el monologo dramático de un niño pero también de un anónimo… Spíndola pasa cerca de la gente en su carrera y los saluda. Es uno de ellos. ¡Bravo Filípides! Vas rumbo a la meta… Estás muy cerca.
Robert Browning en su poema “Filípides”. Dice así:
Entonces, cuando Persia fue polvo, todos gritaron: “¡A la Acrópolis!
¡Corre, Filípides, una carrera más! ¡Tendrás tu recompensa!
Atenas se ha salvado gracias a Pan. ¡Ve y grítalo!” Arrojó él su escudo,
corrió otra vez como una saeta; y toda la extensión entre el campo de hinojo y Atenas de nuevo fue rastrojos, un campo que recorría una saeta,
hasta que él anunció: “¡Regocijaos, hemos vencido!” Como vino que se filtra en arcilla, la felicidad que fluía por su sangre le hizo estallar el corazón: ¡el éxtasis!

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