Luna ausente

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Por Mariela Ruiz- Tagle y Juan de la Cosa.
A mi nieto y quien quiera leer esta nota:
Escribo con dolor pero también con orgullo ya que querías conocer  la historia de tu pueblo originario. Te contaré lo sabido por tradición oral  de mis padres y abuelos, tus heroicos antepasados.
Todo comenzó el día 21 de Octubre de 1520, cuando Hernando de Magallanes penetró por el canal que hoy lleva su nombre.

El marino observa durante el trayecto la presencia de constantes fogatas a lo largo de la costa -el fuego sería el periódico de su época-, así que bautiza la región como Tierra del Fuego.
Éramos canoeros. Con una economía de subsistencia adaptada a las condiciones geográficas, terrenas y marinas las cuales conocíamos a la perfección.
Fuimos dueños del mar austral de Chile, de sus archipiélagos y de sus islas. Hace unos 12.000 años aproximadamente, ya existían grupos de cazadores nómades. Los kaweshkar, así nos llamábamos en nuestro lenguaje,  fuimos nómades del mar, transitando constantemente de isla en isla buscando su sustento e instalando nuestros campamentos.
La mayor parte del tiempo el clima era adverso.
Cada utensilio, herramienta, vivienda y costumbres implicaba una relación directa de conocimiento con la naturaleza. En el mar, cazábamos focas, nutrias, ballenas y los pájaros marinos. Con simples, pero útiles arpones y canoas.
El territorio boscoso era muy hostil e impenetrable. La llegada del blanco extranjero, constituyó sin embargo, un hecho nefasto : muchos fallecieron por las enfermedades importadas por los europeos, broncopulmonares, sífilis, alcoholismo, pestes. Además trajeron consigo objetos materiales innecesarios, artificiales y superfluos que nos cambiaron bastante la vida.


Los cadáveres
-Hay que ser muy hijo de puta para no tomar whisky-decía el hombre con su voz taponeada por habanos inexistentes que casi le rozaban su bigote enroscado de extranjero o chileno del norte, de allá donde son blancos y algunos, incluso, rubios. Casi gritaba y luego irrumpía un silencio de temor, del temor de sus parroquianos, de saber que ese hombre con un trago más podía cortarles el cuello y las orejas. Dios, desde el infierno habían mandado  matar hombres del sur y ese asesino era él. Un marino del norte, pues los patrones de embarcaciones  siempre –aunque ellos no lo saben- matan  gente, y destruyen cosas o ideas, o imperios pasados, o la simple brisa del sur de Chile la contaminan con odio. Las cosas en 1927 eran así en Puerto Edén.
En ese mísero cabaret tocan solamente una música del infierno. De verdad. Y los sillones son muy cómodos al arrojarse sobre ellos. Amplios, tersos, como la piel de un animal inexistente. Como si todo fuera inexistente, hasta la música. El marino chileno y sus hombres se divertían con unas prostitutas venidas de Buenos Aires y Valparaíso. A ellas también las había atraído la supuesta fiebre del oro y la aventura de poder hacerse ricas -o medianamente ricas- en el fin del mundo. Pero no todo era fácil. Soportar al marino chileno era lo peor:  su transpiración y el aliento a tabaco. Y sus manos con unas uñas tan negras como su alma. Pero al escucharlo hablar el miedo se apoderaba de sus almas y las mujeres no podían mover ni siquiera un musculo.  Y entonces el hombre lanzó esas palabras al viento como traduciendo un idioma del terror:
-Cuando los mataba –decía el extranjero-lo hacía porque me eran repugnantes, pero también por el dinero. Mientras menos hubiera más fácil se me hacía encontrar oro y otras riquezas… Creo que esos indios no eran humanos. Eran unos… animales, sucios. No tenían alma. No tenían nada. Tal vez por eso las mataba: porque no tenían nada ni nadie que los defendiera.
Ahora pensando: siempre que les disparé los miré a los ojos. Fijo. Sin quitar la vista. Haciéndoles saber quien mandaba, quien tenía el poder. Luego les cortaba una oreja que era un recuerdo y un ticket de cambio por el que los estancieros me daban algo de dinero. Oh si, eran los billetes  que esos infelices me proveían.

Nuestra vida kaweshkar.
Éramos nómades, toda la familia navegaba en una embarcación que cubría las necesidades mínimas. La mujer era la encargada de remar.
Las cabañas indígenas – ya instalado el campamento en un lugar costero favorable a la caza marina -, eran circulares, construidas con estacas y cubiertas con piel de foca. Del techo, una obertura dejaba escapar el humo y en torno al fuego la cama de ramajes. Se instalaba y montaba rápidamente.
Obteníamos el fuego por percusión de dos piedras sobre plumas finas o virutas de leña.
Cubríamos la espalda con una capa corta de piel de foca, coipo o nutria, atándola al cuello con una pequeña correa. Existía también la capa de varias pieles cocidas juntas, de forma rectangular que cubría los hombros hasta media pierna. Ambas se completaban con una tira de piel de foca apretada en la cintura
Mi padre me contó que nos pintábamos el cuerpo, con rayas rojas, blancas o negras, según los navegantes el color preferido era el rojo. Adornábamos el cuello con collares de conchas o collares trenzados de varias vueltas. Las mujeres kaweshkar usaban apretadas pulseras en sus tobillos y muñecas. Se veían hermosas.
Para fabricar los colores utilizamos grasa de foca, arcilla, tierra roja y carbón de leña.
Marcábamos el tiempo observando la alternancia de las mareas, las cuales condicionaban el estilo marino de vida, por ejemplo, las mujeres volvían de su actividad pesquera antes de la marea alta. Para evaluar intervalos más largos de tiempo, observábamos el ciclo lunar. La ausencia se expresaba en lunas de ausencia.
Y el lado oscuro de la luna nos envolvió para siempre.
Enfermedades traídas por el hombre blanco, como la simple gripe, venéreas, tabaco, alcohol, contribuyeron a diezmar nuestra población.

Se aproxima la tempestad
-Algunas veces me siento como un conquistador y de verdad lo soy. Lo que digo tiene que hacerse pues soy que lleva el mando- sentencio el hombre a sus tripulantes.  A una legua la embarcación yacía inmóvil en aquel mar del sur. Y eso era muy raro en aquellos extremos australes. Algo iba a pasar. Algo malo. Sin embargo el ambiente en el salón era tranquilo y todos siguieron bebiendo. De vez en cuando alguien hacia un chiste y los hombres reían con sus dientes amarillos. Afuera el cielo se ennegrecía. Las nubes se reunieron marciales y al clamor de los dioses arrojaron una lluvia gris y densa que se apodero de la bahía. Los nuevos tiempos se aproximaban con un manto de cambio, aunque nadie sabía a ciencia cierta si aquello era bueno o malo. El mundo estaba cambiando y este poblado en el extremo sur de Chile no era ajeno a esos cambios.
La decadencia
En la década del cuarenta, algunos descendientes kaweshkar ancianos recordaban la mayoría de sus tradiciones aunque ya no las practicaran porque se comenzó a desear el modo de vida de los chilotes loberos, leñadores o cazadores de pieles.
El nomadismo se redujo a una o dos familias y hacia el año 1950 la mayoría de los descendientes kaweshkar se sentía identificada con la vida independiente y la ruptura con el grupo primigenio comienza a producirse en gran escala. En esa época, me casé con tu abuela, una blanca, de Punta Arenas y nació tu padre.
El alcohol apareció alrededor del año 1920, por el contacto con los loberos chilotes, estos los distribuyen entre los kaweshkar, logrando mano de obra gratis, e intercambio de pieles de foca, vestuario y hasta mujeres. Se negocia clandestinamente las pieles a cambio de alcohol con tripulantes conocidos.
“Las pieles nos protegían del frio, con las ropas adquiridas por contacto con los blancos nos  comenzamos a resfriar a menudo, contagiándonos, el virus se transforma en mortal al no poseer defensas contra él” escribió el anciano a su nieto. Y siguió explicándole los hechos que se desencadenaron:
“Bajo el gobierno de Don Pedro Aguirre Cerda, en 1940 nos radicamos en Puerto Edén, bajo la protección de la Armada Chilena recibimos ropa militar, también gorras, tejidos y bufandas.
El calzado tiene un uso muy limitado, aceptado solo entre los jóvenes; incómodos artefactos para nosotros, antiguos conocedores del más rocoso y oculto lugar costero.
Emigré a Punta Arenas -como te dije-, me casé, aprendía a leer, a escribir, leí mucho, mucho. Otros se marcharon a Puerto Natales e incluso en Puerto Montt, pero la mayoría sucumbió subyugada por el mundo artificial que se internó en nuestro mundo simple, destruyéndolo.
Los últimos Kaweshkar se agruparon en torno a los alrededores de Puerto Edén y al faro de la isla de San Pedro mantenido por marinos chilenos.
Los más jóvenes emigraban deslumbrados por los patrones de goletas chilotas que los emplean de ayudantes. No volvieron, unos mueren de tuberculosis, otros se convierten en marinos, falleciendo en naufragios,  reyertas por celos o venganzas, o muchos fallecieron en crímenes horrendos.
La minoría que persiste agrupada en Bahía Edén, vive en cabañas míseras, anhelando su cultura ancestral, sus prácticas chozas, sus campamentos, con la febril esperanza de retornar a los canales, a las islas que hace tantas lunas conocimos palmo a palmo, costa a costa, corriente a corriente.
Nunca nadie navegó ni navegará como nosotros, Alexander, el mudo lenguaje del mar abrazará mis pies desnudos en las rocas milenarias, respetuosa y dignamente, por última vez y para siempre.
Te abraza, tu abuelo Kaweshkar”.

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El anciano, sentado en su silla de ruedas, frente a la piscina de la lujosa mansión, termina de leer la carta que encontró entre las páginas de un antiguo libro de su biblioteca, la aprieta entre sus manos rugosas.  Ya casi no lee, pero recuerda perfectamente a cada indígena que asesinó por dinero, hace muchos, muchos años atrás.
Mariela Isabel Ríos  Ruiz-Tagle. (Escritora y Licenciada en Antropología)

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