Flesh for fantasy

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Cuando en primavera Fernanda, una valdiviana que había ingresado a estudiar periodismo en una universidad privada de Santiago, contó a sus compañeras que estaba “trabajando” en un night club de Vitacura todas se quedaron boquiabiertas. No sabían qué decir.
La muchacha durante sus primeros meses había obtenido ventajosas calificaciones y se advertía esforzada e inteligente. ¿Era cierto? ¿No era una broma? ¿Se prostituía?
Por suerte todas sus compañeras eran maduras y no existía una moral restrictiva. Alguien dijo que la apoyaba, que lo único que le pedía era que se cuidara, que no hiciera estupideces como emborracharse o tomar drogas, pese a que creían que no las usaba. ¿Qué podían hacer ellas? Nadie le iba a pagar el arancel de la carrera ¿y cómo iba a comer, arrendar, movilizarse, vestirse? Fernanda había contado que vivía sola con su madre en el sur. ¿Quién podía costear todos esos gastos? Estudiar en la universidad no era barato, y menos en una privada. Así que luego de algunas conversaciones entre las mujeres del curso se determinó que la apoyarían en lo que estuviese a la mano. Sus compañeros hombres no debían enterarse de nada, y se les comenzó a sondear uno tras otro para saber si alguno acudía a cabarets del barrio alto, sector más acomodado de la ciudad. Además todas debían de prestarle ayuda a Fernanda para que sus notas fueran las mejores, incluyendo estar atentas a cualquier problema que la muchacha tuviera.

Yo algo había sabido del caso de Fernanda porque un amigo me comentó que la había visto en el “Lucas”, o algún otro lenocinio, puterío, o como se le quiera denominar, pero nunca tuve la certeza a ciencia cierta, hasta que, por casualidad, escuché una conversación de dos compañeras y me di cuenta al unir hilos sueltos que me intrigaban. Por supuesto que nunca le hice comentario alguno, ni siquiera con algunas copas. Eso era lo correcto. Además no quería acostarme con ella. No me gustaba. Era flaca y de mediana estatura; eso sí con una bella sonrisa. Pero huesuda, fibrosa, de las mujeres que, sinceramente, no me han gustado jamás.
Las cosas estaban plantadas de esa forma: la mina iba a clases, tenía buenas notas, mantenía un buen trato con todos, y nosotros nos hacíamos los huevones. Esa era la santa verdad. Bueno, las mujeres del curso conversaban con ella. Yo era el único que sabía lo que pasaba y me hacía el tonto. El tiempo pasó, seis o siete meses, y de un día para otro la Fernanda apareció operada de los senos. Se había puesto implantes de silicona y ya no se veía tan flacuchenta sino más rellenita, más que bien para ser justos, y era una apreciación generalizada entre los hombres de la carrera. Pero no fue solo eso, sino que comenzó a llegar con ropa cara de marcas como Tommy Hilfiger, Zara, y Donna Karan. Todos se preguntaban de dónde salía el dinero ya que el cambio fue demasiado brusco; de una pueblerina con cierto estilo había pasado a una típica jovencita ABC1 de Vitacura o La Dehesa.
Y así comenzó a salir el sol para Fernanda. Esplendido, con unos rayos enceguecedores. Cada día que pasaba iba menos a clases y se notaba que lo estaba dejando todo de lado por algo más productivo en términos monetarios. Pero aún así, cuando iba, mantenía una buena relación con sus compañeros. Los rumores comenzaron a surgir: que andaba con un “viejo”, que se había ganado el Loto, que tal vez estaba en “algo malo”, lo que podía significar cualquier cosa. Hasta que en una ocasión que su curso hizo un asado en el Intercomunal alguien, una compañera con algunas cervezas de más le hizo un comentario o una talla que Fernanda tomó a mal y empezó a distanciarse del curso. “Estoy un poco cansada” le había dicho a su mejor amiga y ya se veía algo demacrada, como si no hubiese dormido en días. En ese entonces ya se había comprado un Toyota Yaris y arrendaba en Luis Pasteur. Por supuesto que a la inauguración no había invitado a nadie de la U, y un amigo habitué de los cabarets de Vitacura me había dicho que la había visto seguido en mesas de extranjeros: coreanos, norteamericanos y españoles. Mi amigo dijo que ella lo vio importándole un bledo. Eso aconteció en segundo año de carrera. Algunos meses después apareció en la tele en un programa juvenil bailando con poca ropa: minifaldas y blusas escotadas. Desde hacía mucho que no era la misma Fernanda de primer año, sino una metamorfosis entre Paris Hilton y Britney Spears, un hibrido todo tetas, culo, y corazón infectado por el consumismo, teniendo como único norte una cartera de Louis Vuitton, o un reloj Gucci. Había cambiado tanto. Rápido, tal vez demasiado. Pero bueno, así eran las cosas en estos tiempos. Uno tenía que adquirir cosas, tener, estar a la moda, mostrar lo que se había comprado. Eso era el éxito. Una chequera del Security, ir a Borderío todos los días, viajar a Buenos Aires todos los fines de semana y a Miami cada tres meses. Debo suponer que a esa altura Fernanda veía la realidad en forma difusa, como si la niebla lo hubiese abarcado todo, tanteando a oscuras sin saber a dónde ir. Algunas veces, y por momentos que pueden ser cortos o largos, suele suceder eso. Y supongo que si no estás preparada, o no tienes ayuda de alguien, te puede costar muy caro. El veneno del dinero fácil ya la había infectado, y el antídoto no se veía por ninguna parte.
En tercer año Fernanda ya no apareció. Había congelado y se decía que, Incluso, había quedado debiendo unos aranceles, lo que descarté tiempo después. Pero en ese entonces ya se decían muchas cosas de ella que creo no eran ciertas. Pensaba que tenía que haberse cambiado de universidad ya que estaba muy “funada”. Imagino que se le tiene que haber puesto muy difícil convivir con nosotros asumiendo una realidad como la que ella llevaba sobre los hombros, si es que tenía consciencia de ello. Debo ser justo y decir que, a esas alturas, me importaba un reverendo comino la situación de Fernanda. Yo tenía mis problemas familiares y pensaba que todo el mundo alberga sus karmas y trata de superarlos de la mejor forma posible. El caso de la muchacha era complejo y penoso, pero yo no podía hacer mucho, salvo rezar para que un día su vida tomara el rumbo correcto, lo que se veía como una utopía. El dinero la había carcomido, haciendo difícil que se recuperara. Además que, o tomaba mucho, o se estaba drogando porque las últimas veces que la vi se advertía cansadísima, tan demacrada que parecía enferma, y realmente lo estaba. Me dio lastima que no era ni la mitad de la Fernanda del primer año.
Seguramente estaba loca. No logró manejar psicológicamente la situación y la “noche” se la comió. A casi todas la “noche” las devoraba en sus fauces de codicia y fiesta interminable. Ingenuamente pensé que en algún instante y como uno enciende la luz, ella retomaría su personalidad alegre y entusiasta, que recuperaría su candidez; pero eso era imposible, ya había vivido situaciones muy traumáticas que la partieron como una rama en otoño.
Pero lo que realmente quiero narrar es un episodio que ocurrió algunos meses más tarde, por esas cosas que tiene el destino. No recuerdo exactamente la fecha, pero tiene que haber sido a fines de noviembre porque el verano estaba a la vuelta de la esquina, con su manto de sofoco. Un amigo, algo mayor, iba a casarse, así que decidimos entre una docena de conocidos organizar su despedida de soltero. Pablo, el festejado, era una excelente persona –su familia me tenía gran estima- así que decidí colocarme a la cabeza de los preparativos. Se fijó una cuota de veinte mil pesos para una cena previa en algún restaurante, no muy caro, de Providencia, para luego ir al Lucas de Vitacura. Ya habíamos averiguado los precios, que eran exorbitantes, pero Pablo se lo merecía, así que decidimos que los veinte mil pesos iban a ser gastados específicamente en el cabaret y la cuenta en el restaurant se cancelaba en forma personal. Esa era la idea, que al final cambió por parrilladas.
Bueno, después de una opípara y amena cena, regada con abundante vino y cerveza, decidimos ir, cerca de la medianoche, al night club. Todos andaban en auto, menos Pablo que decidió dejarlo en su casa. Alguien lo iría a dejar más tarde, y ese alguien sabía que era yo. En ese momento todos estaban “bien”, con sus sentidos bien puestos, algo alegres pero “bien”.
Vuelvo a repetir que llegamos “bien”, pero después de pagar y pedir el primer whisky la situación era caótica. Pablo con una mina en una esquina, otro amigo por otro lado, y nosotros –un grupo de seis- acompañados por cuatro muchachas muy jóvenes riéndonos y viendo un show de regular calificación. De todos Pablo era el más ebrio. Estaba mojado y la camisa se le escapaba de los Dockers que usaba esa noche.
Una mujer bailaba “ Vogue“ y se me vino a la memoria la Fernanda. Pensé que era una especie de Madonna en sus primeros años: todo sexo, glamour y provocación. Había una similitud entre ambas.
Estuvimos dos o tres horas. Lo pasamos bien: bailamos, hueveamos, nos reímos; no pasó nada con las minas; pero estuvo bien. Lo que se esperaba. Y tomamos mucho. Tres whiskies mínimo. Para personas que sólo beben ocasionalmente es mucho. Así que al final de una borrachera de esas características estábamos destrozados. Mareados y hablando tonterías. A las cuatro de la mañana se detuvo la música y se encendieron las luces. De nuestro grupo no quedaba nadie salvo Pablo, y otro amigo que pagó su cuenta y se marchó de inmediato. Nos quedamos en la barra acabando nuestros últimos whiskies mientras los garzones limpiaban las mesas, y los ceniceros de piso iban a parar al fondo de una bolsa de basura.
De improviso apareció un tipo con jeans y polera Polo Ralph Laurent rosada. De unos cincuenta años, con una panza prominente, cara de turco, árabe, borracho, con cara de loco. Locuaz: hablaba y hablaba fuerte. Se notaba que era cliente del local. Depositó sus más de cien kilos en el taburete junto a nosotros. Estuvo callado dos segundos y nos comenzó a hablar. Bla, bla, bla, la derecha, las empresas, son todas putas, Allende, bla, bla, bla. Frases inconexas y harto hielo para el whisky, más hielo, “puede traerme hielo, garzón, un poco más de hielo”. Y las minas, sexo, mujeres, sexo, “puede traerme otro whisky”. La palabra por favor no existía en su disco duro con escasas neuronas y abundante Chivas. Se notaba drogado. Cocaína sin duda. Pidió otro Chivas, dos hielos. Fue al baño. Más cocaína y más whisky. Un huascazo. Viva la fiesta. Comenzamos a hablar con él. Se tranquilizó por dos minutos.
– Dame dos whiskies más- gritó el viejo y su rostro pareció abultarse. Sus mejillas se inflaron y finalmente eructó sin disimulo.
– Perdón, soy enfermo. Enfermo de ordinario- señaló riendo con su amarillenta y gastada dentadura. Era un enfermo, un desquiciado. Definitivamente había perdido el rumbo, pletórico de cocaína, y no advertía la realidad, o la esquivaba timorato.
– Vamos a mi departamento, tengo unas minas- alzó la voz-. Vamos a tomar algo y huevear un rato.
Y así fue como sucedió todo. Nosotros estabamos borrachos.
Nos fuimos en el auto de Carlos, así se hizo llamar, hacia Manquehue con Eliodoro Yañez rumbo a su departamento. Pero cuando llegamos nos dijo que lo esperáramos, que iba a buscar algo y bajaba de inmediato. A los cinco minutos se metió en el auto y echó a andar el motor.
– Ya, vamos al Hyatt, nos esperan las minas. Las tengo dos días encerradas- manifestó campante. Una risita se le metió en el ceño para luego desaparecer tal cual. Aceleró por Manquehue y en menos de diez segundo íbamos a más de cien kilómetros. El Audi parecía flotar. La cocaína aceleraba el auto que rompía el silencio de la avenida. En un instante todas las luces parecieron encenderse y el vehículo subió una pequeña pendiente y entramos al Hyatt. Dos choferes de radiotaxi nos saludaron y un botones nos abrió la puerta. Eran pasadas de las cinco de la mañana y aún la noche no se quería ir.
-¿Todo bien arriba?- preguntó el hombre al pasar la recepción.
– Todo bien don Carlos- respondió un administrativo sonriendo malicioso.
– Bien, subamos- masculló Carlos con las pupilas bailando desorbitadas.
Su habitación estaba en el quinto piso y desde ahí la vista de la ciudad con sus luces anaranjadas era fantástica. Cuando entramos todo estaba a oscuras y no se escuchaba nada.
-¿Carlos, eres tú?- preguntó una mujer y se escuchó un cuchicheo.
-¿Quién más podría ser? -dijo él y susurró: “Vengo con unos amigos, chicas”.
Las risas se lograron advertir mientras Carlos, a duras penas, encendía la luz e iba a servirse un whisky.
Salieron dos jóvenes morenas en camisa. La alfombra blanca, más gruesa de lo común, estaba con cenizas y manchas amarillas.
– ¿Trajiste lo que te pedimos?- preguntaron ellas ansiosas.
– Sí, pero eso lo vemos más tarde- sentenció él.
– ¡Bieeeennn!- gritaron ellas extasiadas, y se le echaron en el cuello, besándolo.
– ¿Y Dayana?- preguntó él.
– Está en la pieza arreglándose- respondió una de ellas.
– Está medio curada- rectificó la otra.
– Así es como tiene que estar- dijo él, y se largó a reír.
Las dos mujeres hicieron lo mismo timoratas. Carlos aprovechó el silencio para presentarnos. Saludamos de beso a las dos morenas que, a pesar de los dos días de juerga, se veían lindas. En el dormitorio alguien había encendido el televisor y hacía zapping. Luego una música de esos canales latinos del cable se escuchó romántica. Nos sentamos con las muchachas y comenzamos a beber unas cervezas que nos refrescaron un poco. A los diez minutos Carlos estaba en el baño y Pablo besando a su ocasional compañera entusiasmado pese al cansancio. Todo iba tan rápido como de costumbre aquella noche. Miré la hora. Eran casi las seis de la madrugada y ya estaba amaneciendo. Carlos salió del baño riendo y observó a Pablo y la morena.
-Va rápido tu amigo, eh… – señaló acercándose a la pareja.
Golpeó al muchacho en los hombros. Luego vino hacia mí.
– ¿Y acá qué pasa?- preguntó.
– Ya dale un besito a mi amigo- le dijo a la morena que estaba conmigo.
– Ya. Carlos córtala- respondió ella.
– No, no, no. Acá se hace lo que yo digo… Después me vas a estar pidiendo- señaló él y la muchacha se puso frente a mí. Sin ganas me dio un beso en la boca, abriéndola poco a poco.
– Así está mejor. Espérenme ahí un minuto- sentenció y nos quedamos callados, felices de que nos dejara en paz. Enfiló hacia el dormitorio tan despistado que dejó la puerta entreabierta, casi frente a donde me encontraba.
En el exterior los autos ya comenzaban a hacer sonar las bocinas y la ciudad emitía un murmullo que asustaba a cualquiera. Las personas debían realizar la mecánica que daba forma a su rutina. Y ahí estabamos nosotros, en el Hyatt, con dos muchachas, dos extrañas, tan desorientados como ellas. Siguiendo las ordenes de otro extraño, tan desquiciado como el peor de los dementes. El televisor se apagó en el dormitorio donde estaba Carlos y se escucho un susurro y una risa. Miré hacia allá sin que mi ocasional novia se diera cuenta. La seguí besando pero con los ojos bien abiertos. De improviso vi dos sombras y luego vi a Carlos desnudo con su panza alcohólica y la espalda de una mujer que se inclinaba hacía adelante. Se echaron para atrás y vi pasar a Carlos y una muchacha delgada y de buena figura. Debía medir un metro setenta, creo. Pero no le vi el rostro. Luego vi un débil meneo que me aclaró lo que estaba sucediendo. Escuche otro susurro y la muchacha gritó despacio. Entonces ella empujó hacia atrás con fuerza y él retrocedió. Y fue en ese instante que vi la cara de la mujer. Era Fernanda. Sus pechos contundentes se movían mientras Carlos por detrás se balanceaba con escaso ritmo. Me miró, y al verme abrió los ojos más de lo acostumbrado. Me quedó mirando y fue extraño porque se detuvo. Y me observó tan extraña, como si en esos segundos me atravesará y pudiera ver en el fondo de mi alma. Y nos quedamos así. Petrificados. Pensando que todo, al fin y al cabo, era un error. Que pese a lo que hiciéramos no podíamos cambiar el rumbo, trágico para algunos, de nuestras vidas. Pensando que sólo éramos carne para una fantasía. Unas especies de sombras contra el muro.

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