La Unidad Popular (1970-73) es el hecho maldito del país neoliberal

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A 50 años del triunfo de la Unidad Popular (UP) en Chile

Por Oscar Ariel Cabezas

El fantasma de la memoria de Salvador Allende emerge en el contexto de una revuelta por la dignidad y de la pandemia global del Covid19. El recuerdo del ex presidente está más cerca de los movimientos sociales que han surgido en los últimos treinta años de neoliberalismo que de la izquierda moderna en la que Allende se destacó. La revuelta y una especie de fantasmofísica del allendismo plebeyo que encarnan hoy los movimientos sociales es, para el autor, el hecho maldito del país sacralizado por el paradigma neoliberal.

Salvador Allende
Allende: “Mira, Régis, a mí me dijeron siempre ‘el compañero Allende’. Hoy me dicen ‘el Compañero Presidente’, claro está que yo peso la responsabilidad que eso significa”.
—Conversaciones con Allende de Régis Debray (1971)

A cincuenta años del triunfo de la Unidad Popular (UP) en Chile, el fantasma de la memoria de Salvador Allende está hoy desplazado de las causas parlamentarias del presente y probablemente vivo y muerto en el interior de la revuelta por la dignidad que comenzó el 18-O del 2019. La paradoja de esta ausencia y a su vez, de una débil sobrevida en los movimientos de indignación habría que buscarla en el análisis de lo que significó la política de los consensos de la llamada transición democrática iniciada con el plebiscito de 1989. Esta política llevada a cabo por la izquierda allendista y no allendista permitió la construcción de una de las más poderosas hegemonías neoliberales en América Latina. Esta es precisamente la hegemonía que la revuelta chilena ha roto a pesar de que los pactos neoliberales de la izquierda tradicional persisten con distintas tonalidades. La memoria del triunfo excepcional del médico y militante socialista Salvador Allende el 4 de septiembre de 1970 ocurre en el contexto de una revuelta por la dignidad y de la pandemia global del Covid19. A diferencia de lo que ocurrió en la Argentina con el fenómeno histórico de las mitológicas criaturas de Perón y Evita, Allende es un mito castrado por la izquierda que debió negociar la llamada transición a la democracia, después de diecisiete años de dictadura militar. Una frase que pudiese emular la de William Cooke, el “allendismo es el hecho maldito de la política del país burgués”, nunca sobrevoló la cabeza cincelada de la izquierda por esos crueles años de la dictadura de Pinochet.

En Chile es difícil hablar de una mitología allendista. Debido a que el moralismo de la izquierda poco habla del suicidio altruista de Salvador, su figura suele condenarse a una especie de castrati martirológico. No hay una política radical desde el fin de la modernidad política de Allende y por lo mismo su figura de mártir es el compuesto de una memoria en la que prima la herida y la derrota del poder popular el 11 de septiembre de 1973. En el interior del sistema de partidos políticos de gobierno (Concertación y Nueva Mayoría), Allende es el fetiche y la puesta en marcha de un dispositivo estético que tiende más al uso y neutralización de la política que al fantasma que recorre y atemoriza la estructura parlamentaria del actual neoliberalismo herido por la revuelta del 18-O. El recuerdo de un hombre valiente que fue expelido y convertido en cadáver después del bombardeo a La Moneda en llamas está más cerca de los movimientos sociales que han emergido en los últimos treinta años de neoliberalismo que de la izquierda moderna en la que Allende se destacó como un militante ejemplar.“La Unidad Popular (1970-73) es el hecho maldito del país neoliberal” – 

En Conversaciones con Allende: ¿logrará Chile implantar el socialismo? (1971) Régis Debray revela su fascinación por este ejemplar militante socialista. Allende hablaba con la confianza de un estadista socialista y republicano del lado de la historia de una victoria; la victoria de la UP. El filósofo francés, quien había escrito un libro importante sobre la lucha armada y política en América Latina y que escribiría un importante libro sobre el Che (1974) está fascinado con el líder chileno y su vía pacífica al socialismo. El proceso político de la UP es inmediatamente un proceso de empoderamiento social que emulando por medios constitucionales el imaginario de la Revolución Cubana consigue el asalto del poder por la vía electoral. La posibilidad del tránsito hacia el socialismo sin derramar una gota de sangre constituyó una excepcionalidad a la idea de los focos guerrilleros, fracasados en 1967 con la derrota y asesinato de Ernesto Che Guevara en Bolivia.

El análisis de Debray consideraba el éxito y los desafíos que el gobierno popular debía enfrentar desde la sensatez de que el triunfo electoral podía resultar incompatible con la vieja estructura de la modernidad parlamentaria. En la conversación el filósofo sitúa el carácter excepcional del triunfo electoral de Allende en el interior de un proceso histórico de largo aliento y expone la idea de que la experiencia chilena al socialismo está inscrita en la precocidad histórica del movimiento social: “Cualquier historiador de América Latina sabe que es en este laboratorio de experimentación social que han aparecido, anticipándose a la evolución del Continente, la primera mutual obrera (1847); el primer ferrocarril (1851); la legislación más adelantada de su tiempo (Andrés Bello 1884); la primera ley de sufragio universal que haya entrado en vigor (1884); la primera legislación social efectivamente aplicada (ley de reposo dominical, 1907, (…); la primera República Socialista de América (1932), bautizada así́ después por el decreto ley, después del golpe de estado de Marmaduke Grove; el primero, sino el único gobierno del Frente Popular del Continente (1938), etcétera… Sería difícil encontrar en otro país de esta parte del mundo una burguesía más precozmente constituida, segura de ella misma y expansionista, así como hallar un movimiento obrero tan sólidamente instalado, desde comienzos de siglo, en sus posiciones de clase.”[1] En esta genealogía la izquierda revolucionaria encuentra la posibilidad de inventar el léxico y, así, el lenguaje de que lo que estaba ocurriendo en Chile era del orden de un acontecimiento.

Por cierto, este acontecimiento no está en aquel momento relacionado con el culto a la personalidad de Allende. Ese culto vendrá con su muerte o con la conversión de su figura en estética y monumento de la derrota política. La genealogía que propone Debray a Allende es de absoluta simpatía del líder. En el momento en que ocurre la conversación este llevaba tan solo un año de presidente de la república y el entusiasmo por la revolución con empanada y vino tinto ocurría en una especie de carnaval. A diferencia de otras experiencias y fundamentalmente a diferencia de la Revolución Cubana (1959), nunca llegó a militarizarse. El poder popular estaba lejos de pasar a ser un ejército popular. Lo que predominaba era la experiencia de subjetividad carnavalesca a lo Bajtín, es decir, el empoderamiento como fiesta carnavalesca, como desborde de las normas heredadas de la burguesía y de las clases oligárquicas, las cuales son puestas entre paréntesis. A través de la proliferación del arte de las caravanas acompañadas de bandas musicales, las murgas poblacionales, el espectáculo teatral de las manifestaciones de apoyo popular al gobierno conformaron un ambiente de fiesta nacional-popular. La nacionalización del cobre y el imaginario en acto de la reforma agraria fueron apoyados por organizaciones de sindicatos obreros, organizaciones campesinas y mapuches e indiscutiblemente por el canto protesta (Víctor Jara, Isabel y Ángel Parra, Quilapayún, Los Jaivas, Inti-Illimani, etcétera). La fiesta fue vehiculizada por la fuerza social y discursiva que condensaba la consigna del gobierno del “pueblo y para el pueblo” como un elemento de distorsión o anomalía en la tradición liberal-parlamentaria.“La Unidad Popular (1970-73) es el hecho maldito del país neoliberal”.

El análisis de Debray deja notar que en la “morfología” de la historia de Chile la precocidad y excepcionalidad de la vía electoral-parlamentaria al socialismo, está lejos de la toma del poder del Estado por la vía del carnaval. En la conversación con Allende el horizonte de la pregunta por la lucha armada y por el paso militar de autodefensa y de contención de los derechos conquistados por las clases sociales más desposeídas es totalmente ajena al desborde carnavalesco de las instituciones liberales republicanas que Allende respetaba y que defendió hasta el último día de su vida. Por eso, el modelo foquista de la guerra de guerrillas en las primigenias apariciones de organizaciones subalternas y, sobre todo, en su poder constituyente la vía electoral al socialismo estaba tramada en el horizonte de una anomalía, en el patrón de las regularidades con las cuales debía gestarse el devenir de los procesos revolucionarios. Lo que Debray llama la “evolución del Continente” no era sino el imaginario de una izquierda política y teórica que suponía que había leyes morfológicas de la historia, según las cuales el socialismo era un proceso inevitable al que las sociedades avanzaban. La vía chilena al socialismo habría sido la apertura a la novedad de una posibilidad otra que la de la vía armada y, más aún, la negación del foco guerrillero espectralizado por el triunfo de la Revolución Cubana y las consiguientes teorías hinchadas por los ánimos de la época y, después, por la captura y asesinato del “Che”; la revolución a la chilena emergía como una posibilidad inédita e irrevocable para asegurar la transición al socialismo. En la morfología histórica —propuesta fundamentalmente por el archivo de un marxismo canonizado por los manuales soviéticos de Editorial Progreso— el imaginario de los años sesenta enfatizaba la lucha armada y la violencia revolucionaria como únicos ejes de la toma del poder del Estado. Un sector de los intelectuales de la izquierda latinoamericana, quienes eran partidarios de las teorías del foco guerrillero, excluía completamente la posibilidad de la vía electoral como articulación del tránsito al socialismo.

Con una indiscutible voluntad de des-fetichización política del paradigma histórico-democrático con el que se presentaba a Chile como el país de la excepcionalidad de la vía parlamentaria al socialismo, Tomás Moulian señala que “[en] realidad, esa ejemplaridad estaba construida sobre esa mezcla del olvido y de la mistificación. Olvido de los comienzos de furia, de la ineficacia de los tiempos de prebendas, desorden e inestabilidad que se vivieron entre 1891 y 1932. Olvido de las leyes de proscripción de los comunistas entre 1948 y 1958, del campo de concentración de Pisagua. Mistificación sobre la profundidad de la democracia chilena.”[2] En otras palabras, la excepcionalidad como compuesto de la profunda experiencia que desgarró por un par de años la conciencia militarizada y violenta de la oligarquía y las clases acomodadas tenía en su constante histórica la memoria de que debía golpear el proyecto popular de Allende. Sin embargo, tal como ocurre en el lenguaje soberano del ajedrez el gobierno plebeyo de la UP fue, sin duda, un jaque excepcional a las clases oligarcas y a los partidos políticos de centro como la Democracia Cristiana y de la derecha más extrema agrupada en Renovación Nacional (RN). De acuerdo a Moulian el mate que da muerte al rey en un tablero de ajedrez nunca se produciría porque la excepcionalidad olvidada —por Allende y Debray, entre otros— a lo largo de la historia de Chile ha sido implacable en golpear insurgencias contra la estructura parlamentaria que sostiene un orden oligárquico desde el siglo diecinueve. Todas las rebeliones, carnavalescas o militarizadas, a favor de la justicia social las derrumbaron a punta de metralla, genocidios y campos de concentración. La mistificación de la vía parlamentaria al socialismo, si bien operó como elocuente retórica de un populismo inédito en la historia política, no logró consolidar su programa social. La experiencia chilena conmovió́ a los intelectuales de todo el globo terráqueo. Pero sin duda, lo que más conmovió fue su tragedia.

Fidel Castro (en su visita a Chile) y Salvador Allende en el hoy desaparecido Salón de Honor del palacio de La Moneda, 1971.Foto: Gentileza Luis Poirot

A cincuenta años de la derrota trágica de la UP, la desmitificación de la experiencia plebeya que afirmó la positividad de su existencia política en la fiesta y lo carnavalesco, requiere de la desmitificación de la excepcionalidad. ¿Qué fue exactamente excepcional? Lo excepcional de la UP es sin duda el carisma de Salvador Allende, un militante socialista que defendió, como último de los grandes estadistas de la tradición liberal parlamentaria, la democracia y la constitución. Nadie como Allende ha encarnado de manera tan radical los valores constitucionales de la república liberal-democrática. Por supuesto era socialista, pero sobre todo era respetuoso de las leyes y de las formas institucionales de la república. Su convicción en la democracia se resume en las palabras que marcaron la derrota: “pagaré con mi vida la lealtad del pueblo”. Sin embargo, esta convicción hubiese sido insignificante sin el cortocircuito que provocó el desborde de lo plebeyo con la estructura parlamentaria de la democracia burguesa. Este desborde de las clases subalternas es lo que constituyó una amenaza real a las tradicionales convenciones del parlamentarismo liberal que se restó históricamente a las demandas de la plebe. De ahí que la mistificación del líder sacrificial no sea exactamente la misma que la del desborde de lo que no puede ser mistificado por el hecho de constituir lo impresentable de la UP, es decir, lo plebeyo.

En el libro de Philippe Sollers, Sobre el Materialismo: del atomismo a la dialéctica revolucionaria (1974), aunque en un registro un poco distinto del de Moulian, aparece la misma actitud des-mistificadora y de denuncia del fetiche político de la tradición liberal-parlamentaria. El libro de Sollers, escrito tan solo a un año del golpe de 1973, repasa una genealogía teórico-conceptual de la historia de la filosofía para defender el materialismo. No es menester aquí revisar los argumentos filosóficos de Sollers —que en todo caso versan sobre su posición respecto del maoísmo— sino mostrar cómo la experiencia plebeya de la UP funcionó como una especie de ejemplo paradigmático. Lo que Sollers ve es el modelo de saber en el que estaba fundado el fetiche político de la vía electoral. La vía chilena que se impone modernamente siguiendo programas teleológicos estaba destinada al fracaso. La imposibilidad de avanzar hacia un proyecto nacional socialista que solo se sostenía en el desborde y el entusiasmo de las clases subalternas y en el supuesto de las leyes heredadas de la oligarquía chilena dueña del capital y del ejercito no podía terminar bien. Sollers escribió sobre el límite de la experiencia política de la UP lo siguiente: “Chile constituye un ejemplo particularmente notable. He aquí un país que, colmando las fantasías evolucionistas, parecía acceder al socialismo de manera natural, legalmente, es decir, sin revolución. Se trataba, en definitiva, del primer caso en la historia, ya que el paso al socialismo o cualquier otra transformación de las relaciones de producción se desarrolla siempre a favor de la guerra o de un ejército extranjero. Este último punto es decisivo, pues formándose una idea ‘pacífica’ de la evolución de la humanidad, Chile parecía responder a esa expectativa. Pero qué es lo que pasa: push fascista que contraría la creencia humanista-evolucionista. Catástrofe para la izquierda occidental. Insisto en que el marxismo no ha pensado el fascismo en profundidad por una ignorancia tradicional del peso material de la ideología.

La Moneda Bombardeada, algunos días posteriores al 11 de Septiembre de 1973.Foto: Gentileza Luis Poirot

La hipótesis que en 1974 desarrolla Sollers estaba destinada a probar que el marxismo había sido incapaz de explicar el fascismo por falta de apropiación del psicoanálisis. Así, cree que solo Wilhelm Reich —a través del descubrimiento de Freud— había vislumbrado en el anclaje del movimiento obrero la importancia de la libido como categoría de análisis de lo político. La crítica de Sollers a la derrota de la UP funciona como crítica a las concepciones evolucionistas de la historia que abundaban tanto en el marxismo como en la cabeza de los líderes socialistas. Lo que Sollers no ve y quizá no puede verlo es que la UP es el desborde de la libido en el interior o en la inmanencia de la democracia parlamentaria. El golpe de estado que en 1973 liquidó la revolución de la “empanada y vino tinto” no tuvo en lo más mínimo ribetes del fascismo histórico. El fascismo europeo fue un movimiento de masas que no puede ser comparado con lo que aconteció con el fin catastrófico del desborde libidinal de la UP. La energía libidinal con la cual las masas fascistizadas invistieron a líderes como Hitler, Mussolini e incluso con el epopéyico “culto a la personalidad” con el que las masas declamaron amor incondicional a Stalin, no tiene ningún parentesco con la dictadura que Pinochet y la junta militar impuso en Chile. La dictadura que destronó la tradición liberal parlamentaria y decidió durante más de 17 años sobre el derecho de vida y muerte no se apoyó en un movimiento de masas, sino en el principio de crueldad. La crueldad como principio de articulación se ha compuesto del terrorismo de la dictadura (1973), de la Constitución de 1980 y de los 30 años de pacto democrático que la revuelta del 18-O interrumpió. La derrota de la UP hace cincuenta años y el triunfo de la dictadura realiza en todo su apogeo el paradigma neoliberal, es lo que podríamos llamar la condición rizomática y micropolítica del fascismo a la chilena. Lo que adviene después del golpe de 1973 es un “fascismo molecular” y muchas veces imperceptible o encubierto en el pelaje de la razón cínica del neoliberalismo parlamentario. Este cinismo ha irrigado todo el tejido capilar de las instituciones sociales y hoy hace imposible un retorno de la experiencia excepcional y plebeya de la UP. La revuelta y una especie de fantasmofísica del allendismo plebeyo que encarnan hoy los movimientos sociales es lo que podríamos llamar el hecho maldito y profano del país sacralizado por el paradigma neoliberal.

*Oscar Ariel Cabezas, Profesor Asociado, Instituto de Estética, Pontificia Universidad Católica de Chile.

“La Unidad Popular (1970-73) es el hecho maldito del país neoliberal”.  Artículo publicado en la revista Haroldo, Argentina.

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