Mi experiencia con la Biblia

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Por Gabriela Mistral
Mi primer contacto con la Biblia tuvo lugar en la Escuela Primaria, la muy particular Escuela Primaria que yo tuve, mi propia casa, pues mi hermana era maestra en la aldea esquina de Montegrande. Y el encuentro fue en el texto curioso de Historia Bíblica que el Estado daba a los niños. Aquella Historia tenía tres cuartos de Antiguo Testamento, no llevaba añadido doctrinal y de este modo, mi libro se resolvió en un ancho desplegamiento de estampas, en un chorro de criaturas judías que me inundó la infancia.
Yo era más discípula del texto que de la clase, porque la distracción, aparte de mi lentitud mental, medio vasca, medio india, me hacían y me hacen aún la peor alumna de una enseñanza oral.
Con lo cual, mi holgura, mi festín del Antiguo Testamento tenía lugar, no en el banco escolar sino, a la salida de la clase, en un lugar increíble. Había una fantástica mata de viejo jazmín a la entrada del huerto. Dentro de ella, una gallina hacía su nidada y unos lagartos rojos llamados allá liguanas, procreaban a su antojo; la mata era además escondedero de todos los juegos de albricias de las muchachas; adentro de ella guardaba yo los juguetes sucios que eran de mi gusto: huesos de fruta, piedras de forma para mi sobrenatural, vidrios de colores y pájaros o culebras muertos; aquello venía a ser un revuelto basural y a la vez mi emporio de maravillas. Una vez cerrada la Escuela, cuando la bulla de las niñas todavía llegaba del camino, yo me metía en esa oscuridad de la mata de jazmín, me entraba al enredo de hojarasca seca que nadie podó nunca, y sacaba mi Historia Bíblica con un aire furtivo de salvajita que se escapó de una mesa a leer en un matorral. Con el cuerpo doblado en siete dobleces, con la cara encima del libro; yo leía la Historia Santa en mi escondrijo, de cinco a siete de la tarde, y parece que no leía más que eso, junto con Historia de Chile y Geografía del mundo. Cuentos, no los tuve en libros; esos me daba la boca jugosamente cantadora de mi gente elquina.
Jacob, José, David, la Madre de los Macabeos, Nabucodonosor, Salmanazar, Rebeca, Esther y Judith, son criaturas que no se confundirían nunca en mí con los bultos literarios que vendrían después, que por ser auténticas personas no me dan en el paladar de la memoria el regusto de un Ulises o del retórico Cid, o de Mahoma, es decir, el sabor de papel impreso entintado. Tampoco se me juntarían mis héroes judíos con las fábulas literarias ni aún con otras leyendas sus hermanas. En mi alma de niñita no contó Hércules como Goliat ni la Bella del Monstruo como Raquel, ni más tarde Lohengrin se me hermanó con Ellas. Hubo en mi seso una abeja enviciado en caliz abierto de rosa de Sarón, es decir, en miel hebrea, y es que el patriarcalismo, siendo un clima humano, ha sido particularmente un clima de Sud América. Nada me costaba a mí, en el Valle cordillerano de Elqui, ver sentados o ver caminar, oír comer y hablar a Abraham y a Jacob. Mis patriarcas se acomodaban perfectamente a las fincas del Valle; desde la flora a la luz, lo hebreo se aposentaba fácilmente allí, y se avenía con la índole nuestra, a la vez tierna y violenta, con el vigor de nuestro temperamento rural y por sobre todo, con la humanidad que respira y traspira la gente del viejo Chile.
Pero a mi chilenidad le faltaba una condición soberana del hebreo, la mayor y la mejor: el realismo sobrenaturalista, el Jehová o Dios Padre permeando la vida, desde la mesa hasta la vendimia, entreverándose con nuestros días, mota a mota, y siendo, en fin, el cielo de nuestro amparo. El chileno es racionalmente religioso; en su material de hombre no entra lo visionario ni lo turba mesianismo alguno; se nos trenza con el cantar a lo humano, el cantar a lo divino. Y como yo necesité de este alimento, parece que apenas tuve uso de razón, y con la urgencia de un hambre verídica, de un apetito casi corporal, yo me buscaría esta enjundia en la Biblia y de ella comería toda la vida.
Para comenzar, yo había volteado y cogido, arquetipos judíos en el texto escolar que conté. Pero me los había dado en una versión harto convencional, y con un sabor desabrido. Y lo bíblico, relato o canto, hay que tocarlo directamente, aunque sea en las traducciones; hasta magullado el espíritu de la lengua hebrea asoma en ellas aquí y allá, como los músculos de un prisionero entre el rollo de las cadenas. Toda traducción es una especie de cuerpo cautivo, es decir, mártir, pero es preferible siempre la traducción a un arreglo escolar de los relatos.
Mi contacto con la lírica judía, que había de ser la lírica de mi nutrimiento, lo hizo, cuando yo tenía 10 años, mi abuela, doña Isabel Villanueva.
Yo no sé por qué razón, a la altura de esos años de 1898, una vieja católica, de catolicismo provincial, podía ser una chilena con Biblia, y no sólo con Biblia leída, sino con texto sacro oral, aprendido de memoria en lonjas larguísimas. Pero a aquella curiosa mujer la llamaban los sacerdotes de la ciudad de La Serena “la teóloga” y tenía una pasión casi maniática de esa cosa grande que es la Teología, desdeñada hoy por la gente banal de nuestras pobres democracias. La frecuentación de la lectura religiosa, que era en ella cotidianidad, como el comer, había construido a esa vieja de 70 años, a la vez fuerte e inválida, de rostro tosco y delicado a un tiempo, chilena en los huesos y medio nórdica en la alta estatura, en color rojo y en ojos claros, la pasión de leer textos bíblicos, había dado a esa abuela profundidad en el vivir y un fervor de zarzas ardiendo en el arenal de una raza nueva.
Mi madre me mandaba a ver a la vieja enferma, y doña Isabel me ponía a sus pies en un banquito o escabel cuyo uso era sólo éste: allí se sentaba la niñita de trenzas a oír los Salmos de David.
La nieta comenzaba a recibir aquel chorro caliente de poesía, de entrañas despeñadas por el dolor de un reyezuelo de Israel, que se ha vuelto el dolor de un Rey del género humano. Yo oía la tirada de Salmos que a unas veces eran de angustia aullada y otras de gran júbilo, en locas aleluyas que no parecían saltar del mismo labio lleno de salmuera.
Mi abuela no tenía nada de escriba sentado ni de diaconesa pegada a su misa. La vieja diligentemente iba y venía de la salita a la cocina, preparando su dieta de enferma. Y cuando volvía a sentarse, tampoco se quedaba en “mujer de manos rotas”, como dice el refrán español. Ella vivía de bordar casullas y ornamentos de iglesia. Sus manos de gigantona se habían vuelto delicadas en las yemas de los dedos y en ademanes por el trabajo de veinte años, gracias al cual ella comía y con el que pagó la escuela de sus hijos mientras crecían; casi todas las casullas de las catorce iglesias de La Serena salían de la aguja de doña Isabel, que subía y bajaba con el ir y venir del cubo en la noria o de los telares indios, servidumbre eterna, esclavitud sin más alivio que el dominical.
Oyendo los Salmos, no recibía sino un momento su vista sobre mí. Al soltar yo sin disparate en la repetición, su mano se paraba de golpe, el bordado caía de la falda y sus ojos de azul fuerte se encontraban con los míos. Corregido el error, ella seguía bordando y yo, entre uno y otro versículo, tocaba a hurtadillas la tela, que me gustaba sobar, por el tacto del hilo de oro duro en la seda blanda.
Yo entendía bastante los Salmos Bíblicos, en relación con mis diez años, pero no creo que entendiese más de la mitad. Un pedagogo francés, sabia gente que da sus clásicos a los niños desde los siete años, diría que lo de entender a medias no es cosa trágica, que lo importante es coger en la niñez el cabo de la cuerda noble y echarse al umbral de un clásico mientras llega el tiempo de entrar a vivir en su casa hidalga.
Entendía yo, en todo caso, algunas cosas de bulto, por ejemplo, que un hombre maravilloso, mi héroe David, gritaba a todo lo ancho del grito su amor de Dios, como si estuviese voceando sobre el rostro mismo de lo Divino. Yo entendía que ese hombre le entregaba a Jehová sus empresas de cada día, pero también sus mínimos cuidados de la hora. Yo sabía que el hombre -David tomaba su licencia de El, lo mismo que yo la de mi abuela, así para pelear como para alegrarse o tocar los instrumentos músicos.
Yo comprendía, con el mismo entender de hoy, que Aquel a Quién se hablaba rindiendo cuentas, a Quién se pedía la fuerza para andar y para resolver, y para capitanear hombres, era el tremendo y suave Dios Padre, el Dios de la nube rasgada, por donde El veía vivir a su Israel. Yo entendía que la alabanza del Dios invisible que siendo “enorme y delicado”, pesa sin pesar sobre cada cosa, era una obligación de loor ligada al hecho de ser hombre, de decir palabra en vez de dar vagido animal, y que cantarlo era el oficio de aquel David que se llamaba Músico y que daba al Señor el nombre de Mayor.
Muchas cosas más entendía, pero las que cuento eran las mayores, y yo creo que ellas fundaban mi alma, me tejían, me calentaban los miembros primerizos de la víscera sobrenatural.
Después del recitado de mi abuela, bastante lento, derretido de fervor, porque nunca lo dijo mecánicamente, aunque se lo supiese como la tabla de multiplicar, venía la parte menos agradable para mí, la angostura de su exigencia de abuela pedagoga. Doña Isabel volvía a comenzar la hebra de versículos, que yo debía ahora repetir y echarme a cuestas de la memoria. Mi memoria siempre fue mala, y sobre todo, incapaz de fidelidad, y yo repetía, saltando a cada trecho palabras propias, de las que mi abuela medio se indignaba, medio se reía. Con su risa blanca en la cara roja, me gritaba de que yo podía trocar cosas en cualquier texto menos en esos, en sus Salmos, en su salterio.
¿Por qué ella, en vez de darme puras oraciones de Manual de Piedad, según la costumbre de las viejas devotas de Coquimbo, le daba a su niñita boba, de aire distraído, lo menos infantil del mundo, según piensan los tontos de la Pedagogía? ¿Por qué le echaba ese pasto tan duro de majar y tan salido de tiempo y lugar, esa cadena de salmos penitenciales y de salmos cantos jubilares? Nunca yo me lo he podido comprender, y me lo dejo en misterio porque me echó al regazo de la infancia el misterio y no lo he tirado como tantos y hasta me he doblado los misterios que recogí entonces, por voluntad de guardar en mí la reverencia, el amor de índole reverenciar, la adoración ciega, porque ciega es siempre, de lo Divino.
Mi abuela pasó por mi vida parece que sólo para cumplir este menester de proveerme de Biblia, en país sin Biblia popular, de ponerme esta narigada de sal no marítima, sino de sal gema que fortifica y quema a la vez, a mitad de la lengua. Ella no fue la abuela que viste a la nieta de pequeña, pues no asistió a mi primera infancia. Ella no ayudó a mi madre en ningún cuido material de su carne chiquita: ella no me cuidó ni sarampión, ni difteria; ella no me vio ser maestra de escuela ni llegaron nunca mis pobres versos a sus ojos rendidos de aguja y Biblia; ella no conoció mi cara adulta, aunque viviría casi 90 años.
Las únicas estampas que yo le guardo son estas de su cara bajada a mí y mi cuello subido a ella en su porfía para hacer correr de mi seso a mis tuétanos, los Salmos de su pasión.
Y, sin embargo, a pesar de las pocas briznas de tiempo que ella me dio y del mal destino que nos había de separar, ella, mi Isabel Villanueva, vieja santa para quienes la convivieron, ella sería la criatura más penetrante que cruzó por mi vida chilena. Pasó de veras como un dardo de fuego, por la niñez mía, como el pájaro ardiendo del cuento balkánico, extraña e inolvidable, diferente de cuanta mujer yo conocí, criatura vulgar por la modestia y a la vez secreta como son todos los místicos. Su vida interna era oculta y sólo por un momento, a causa de tal o cual signo que ella no alcanzaba a hurtarse sabía de golpe que esa mujer del servir y el sonreír constantes, del coser y el bordar con ojos heridos, tenía mucha ciencia del alma y que la industria inefable que es la de pecho adentro, había conseguido logros de culto en esa alma.
El Dios Padre que ella me enseñó, la tenga en su cielo fuerte que no se ralea de vejez. El le haya dado la dicha que aquí no probó ni en una dedada de miel cananea.
Tiempo después, entre los 15 y los 20 años, y sobre contarlo, porque es la aventura de cualquier sudamericano, les digo que anduve haciendo sesgueos estúpidos y dándome tumbos vergonzosos con lecturas ínfimas, del cinco al diez, con novela y verso que eran insensateces de hospicio…
Todo ese vagabundeo entre plebes verbales y escrituras, paupérrimas, toda esa larga distracción, no importaban mucho, nada es muy grave cuando la banalidad manosea sólo en nuestros forros y no llegan a la semilla del ser, a hincarse allí por mondarla y tirarla al basurero. La Biblia había pasado por mí y su gran aliento recorría visible o invisiblemente mis huesos, atajada en el punto tal por la torpeza, estorbada más allá por la falta de medio concordante con ella; pero no se había ido de mí, como sale y se pierde nuestro hálito; precisamente a causa de que su naturaleza es la de no irse, cuando se la absorbió en la infancia y su virtud es la de calar en el hombre y no cubrir sólo de cierto yeso su periferia.
Entre los 23 y los 35 años, yo me releí la Biblia, muchas veces, pero bastante mediatizada con textos religiosos orientales, opuestos a ella por un espíritu místico que rebana lo terrestre. Devoraba yo el budismo a grandes sorbos; lo aspiraba con la misma avidez que el viento en mi montaña andina de esos años. Eso era para mí el budismo, un aire de filo helado que a la vez me excitaba y me enfriaba la vida interna; pero al regresar, después de semanas de dieta budista a mi vieja Biblia de tapas resobadas, yo tenía que reconocer que en ella estaba, no más que en ella, el suelo seguro de mis pies de mujer.
Ella volvía a cubrir siempre con esa anchura que tiene de tapiz tremendo de voces, los tratos y manejos infieles ensayados con lo Divino, ella, a la larga, ganaba en esa pelea de textos orientales que se disputaban mi alma en una lucha absurda, como el de un petrel del aire con el puma de mi quebrada chilena.
Yo no sabría decir cuánto le debo a ella, a mi Madre verbal, a la enderezadora de mi laciedad criolla y a la castigadora de mis renuncias budistas.
El trato con ciertos libros, pero sobre todo con la Santa Biblia, es intimidad pura y no se puede escarmentaría sin que ella sufra en esta operación verbal lo que una entraña expuesta se dolería en el aire.
Ahora me queda por decir lo formal, que es a la vez lo esencial del contagio de la Biblia sobre mí: pues en lo hebreo andan juntos y entrabados como carne y tendón el fondo con la forma.
Los Salmos de mi abuela, y después de ellos mi lectura larga y ancha de la Biblia total, que yo haría a los 20 años, me habituaron a su manera de expresión que se avino conmigo como si fuese un habla familiar que los míos hubiesen perdido y que yo recuperé con saltos de gozo.
Yo sé muy bien que hay en la Biblia muchas líneas de expresión: hay el orden de la crónica, seco y túnico; hay las islas de lo idílico en la historia de José o en la de Ruth; hay el dramático de Job, tan diferente del patético de David; hay el orden clásico del Eclesiastés y los Proverbios, y, para no seguir, hay entre las fragosidades de Ezequiel y jeremías, las colinas medio doloridas, medio felices de Isaías, puente de cuerda echado ya sobre la orilla cristiana. La riqueza es una de las causas de la fascinación que irradia el Santo Libro y que lleva hacia él a fieles e infieles, a finos y a bastos. La variedad constante evita la fatiga de una Escritura, que pudo tener la pesadez mortal de las otras de su género, de todas las demás; la Biblia llega a parecer una geografía continental, en la cual el caminador, siempre fresco, que la recorre, pasa, en turnos como de mano paterna a mano materna, de esta montaña a aquellos collados y de esos al otro vallecito de gracia. Siempre se anda por la Biblia cogido por el Israel innumerable que, con modo varonil o femenino, a grandes tajos de frenético amar, lucha, cree, duda, protesta y reprende, pero que no duerme nunca, que parece ser la criatura de una vigilia eterna.
Pero existe, en todo caso, un acento bíblico general; hay unos denominadores comunes que valen para aquella masa de documentos colectivos y piezas individuales: existe realmente un verbo hebreo que en el Santo Libro mantiene una columna vertebral, la unidad, o bien el aire de familia entre las figuras del largo fresco.
Para mí -y yo no vengo a decir sino la Biblia mía, en mí- la unanimidad del Santo Libro lo dan estas cosas: el riscoso tono verídico; la expresión directa que el judío prefiere, en vertical de despeñadero andino, por el que la maldición o la bendición caen a nosotros; una trama constante de violencia brutal y de unas indecibles dulzuras; el realismo que, como el de los españoles, deja circular un airecillo lírico y constante, y sobre todo una intensidad extremada, que no se relaja, no se afloja, no se dobla nunca, verdadero misterio de la expresión esencial, dada en un ardor que escuece la boca. El hebreo de la Biblia, tal vez el hebreo de todo tiempo, es un hombre henchido y ceñido a la vez, que carga el verbo de electricidad de acción, es el que menos ha pecado contra el baldiísmo de la palabra, el que no cae en el desabrimiento y la laciedad de la expresión.
A los diez años, yo conocí esta vía de la palabra, desnuda y recta y la adopté en la medida de mis pobres medios, a puro tanteo, silabeando sus versículos recios, tartamudeando su excelencia y arrimándome a ella, a la vez con amor y miedo de amor.
Había encontrado algo así como una paternidad para mi garganta, como una tutoría cuando menos en mi amarga orfandad de una niña de aldea cordillerana, sin maestro, y sin migaja de consejo para los negocios de su alma muy ávida, mucho.
De este lote de virtudes expresionales de la Biblia, parece que las que más me hayan atraído sean la intensidad y cierto despojo que no sólo aparta el adorno, sino que va en desuello puro. Heredera del español de América, es decir, de una lengua un poco adiposa, la Biblia me prestigió su condición de dardo verbal, su urgido canal de vena caliente. Ella me asqueó para toda la vida de la elegancia vana y viciosa en la escritura y me puso de bruces a beber sobre el manadero de la palabra viva, yo diría que me echó sobre un tema a aspirarle pecho a pecho el resuello vivo.
La ciencia de decir en la Biblia, el comportamiento del judío con el verbo, aun considerada aparte del asunto religioso, es una enorme lección de probidad dada por Israel a los demás idiomas y a las otras razas. El acento de veracidad de la Escritura, de que hablan los críticos, es lo que en gran parte, ha hecho la actualidad permanente de la Biblia, esa especie de marcha ininterrumpida del Santo Libro a través de los tiempos más espesos de materia y más adversos a su orden sobrenatural.
Había en los antiguos tiempos, en ciertos cruceros geográficos del Viejo Mundo, unos lugares de convocación, sitios cruciales de cita donde se juntaban los diferentes, para hablar de algún negocio eterno o temporal.
Vosotros hebreos y nosotros cristianos poseemos, queramos o no confesarlo, un lugar de convocación, especie de alta y ancha meseta tibetiana, en la cual encontrarnos, vernos al rostro, ensayar siquiera el cerco de la unidad rota; en el cual podemos, sin desatar entero el nudo de nuestro conflicto, ablandar el filo de la tensión y este país o este clima moral, es, en la Biblia, vuestro Viejo Testamento que nos es común, común, común.
Ay, gozo fresco para nosotros y, anchura dulce, la de esta abra de reunión donde podemos, con los ojos puestos en los ojos, comer igual bocado de oro en nuestro Job, ciudadano del dolor, en el Jacob, abajador de la Tierra al cielo y en el David, que tañía, tañedor mejor que el salterio, el corazón del género humano.
Hay una alegría grande entre las mayores que fue pulverizada por el vanidoso Siglo XIX y es la de provocar masa y también multitud. Yo soy no poco tribal, o si queréis, medioeval, en todo caso, amiga de comunidad por serlo ¿e comunión, y siento no sé qué euforia viviendo una hora de lo que llama la Iglesia, “la comunión de los Santos”. Parece que esta dicha sólo podemos lograrla y disfrutarla si acudimos a esos puntos de convocación de que he dicho, como la Biblia, o las viejas leyendas universales.
Por eso he querido hablarles, como quien dice de la peana de la unidad nuestra, y os he traído esta conferencia vergonzante, sin sentir el bochorno de mi torpeza con tal de que, a lo largo de esta hora, nuestra sangre estuviese batiendo unánime sobre el mismo asunto inmenso e íntimo, terrenal y divino.

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