Por Jessica Atal
La ocupación de territorios árabes por Israel, luego de la guerra de 1967, provocó una aflictiva situación para los ciudadanos árabes que residían en dichas tierras. En diciembre del año pasado, el descontento dio origen a una serie de violentas protestas que ha aumentado gravemente la tensión. Jóvenes palestinos, que en un comienzo solo poseían piedras como armas, han desafiado a diario a las tropas israelíes, provocando una dura represión y serias disputas políticas dentro de Israel.
La periodista chilena Jessica Atal, de ascendencia palestina, visitó a sus familiares en Belén y pudo formarse una impresión personal acerca de la situación que allí se vive. A continuación reproducimos su reportaje.
Éramos diez los chilenos de ascendencia palestina, entre ellos mi madre y mi hermano Christian, de 19 años, los que una calurosa mañana a fines de julio cruzamos la frontera entre Egipto e Israel. Veníamos viajando seis horas en un bus desde El Cairo junto con un grupo de turistas europeos e israelíes.
Algunos de nosotros estábamos ansiosos de volver a ver a familiares y amigos después de largo tiempo; otros, entusiasmados ante la idea de ver por primera vez las tierras de nuestros antepasados. Sin embargo, en el momento de cruzar la frontera, la mayoría pensábamos, más que en ninguna otra cosa en que, finalmente, se materializaría nuestra necesidad de conocer a fondo el espíritu de la Intifadah, esto es, el espíritu de todos los palestinos que, como nunca, se han unido en una lucha irrefrenable para conseguir su libertad.
La ocupación y la resistencia
Durante la Guerra de los Seis Días, en junio de 1967, Israel ocupó militarmente la Cisjordania, el este de Jerusalén, el Golán, la franja de Gaza y la península del Sinaí. Esta última fue más tarde devuelta a Egipto, una vez que ambos países firmaron un tratado de paz. No ocurrió lo mismo con los otros países vecinos de Israel, Siria y Jordania. Es así como desde hace más de veinte años el este de Jerusalén y el Golán han estado sujetos a las leyes, jurisdicción y administración de Israel y los territorios de Cisjordania y Gaza continúan bajo gobierno militar israelí.
La Intifadah o levantamiento palestino en los territorios ocupados de Gaza y Cisjordania comenzó oficialmente el 9 de diciembre de 1987, cuando cientos de jóvenes palestinos se enfrentaron con las fuerzas militares israelíes y, después de gritar consignas a favor de Alá, izaron la bandera palestina al frente de la mezquita de Al-Aqsa en Jerusalén.
Luego de más de diez meses de protesta ininterrumpida, la Intifadah se ha transformado en algo más que las imágenes de niños y jóvenes tirando piedras a soldados israelíes, los que, a su vez, responden con golpes brutales, muchas veces quebrando huesos de piernas y brazos o estrellando cabezas contra murallas; otras, arrojan bombas lacrimógenas fabricadas en Pennsylvania, prohibidas por tratados internacionales, ya que causan abortos en mujeres embarazadas; también disparan balas de fusiles de ametralladoras M-16, proyectiles “dum-dum” que se fragmentan al entrar en contacto con el objetivo y llevan a cabo encarcelamientos en masa. Oficiales de defensa israelíes han admitido el arresto de 13 mil palestinos desde el comienzo del levantamiento. Según testimonios palestinos, el número actual de presos es de 27 mil.
Lo que estalló un día como un grito natural de impotencia, sumisión y dolor retenido, se convirtió en una verdadera guerra desarmada contra el Estado de Israel. La Intifadah es la resistencia palestina en todo sentido –económico, social, político y moral- contra la ocupación militar israelí.
Inspección en la aduana
Tres jóvenes, dos mujeres y un hombre, se encargaron de la inspección en la aduana. Aunque entre nosotros no había ninguno de nacionalidad árabe, nuestros apellidos de origen palestinos nos impedían aparecer ante ellos como unos turistas cualesquiera. Inmediatamente comenzaron las preguntas. Y no una sino que varias veces, alternadamente en inglés y en español, preguntaron, entre otras cosas, nuestra nacionalidad, el propósito de entrar a Israel, el tiempo y el lugar de estadía y, lo esencial, si traíamos algún encargo y si conocíamos a alguien en Israel. A estas dos últimas preguntas todos respondimos negativamente a excepción de K., de 16 años, quien declaró venir a ver a su abuela. Se lo llevaron a una habitación, donde lo revisaron de pies a cabeza, revisaron todo su equipaje y lo siguieron interrogando por más de una hora.
Ya en un Belén desolado…
Mientras tanto, el resto de nosotros esperábamos en otro bus escuchando el último casete de Sting (uno de los cantantes más populares que participó en los conciertos de Amnistía Internacional organizados recientemente a favor de los derechos humanos). Luego, una niña de menos de 20 años, cintillo en la cabeza y zapatillas Reebock, nos informaba, en un inglés perfecto, que en dos horas más estaríamos en Jerusalén.
El bus nos dejó en una calle no muy transitada de la parte oeste de Jerusalén, en sector israelí. Estuvimos alrededor de una hora esperando encontrar dos taxis que nos llevaran a Belén, donde residía la mayoría de nuestros familiares. El primer taxi era conducido por un chofer árabe, el segundo por uno judío, quien de inmediato nos advirtió del paro general en los poblados árabes e insistió en que nos quedáramos en Jerusalén, por nuestra propia seguridad: “Acá hay lindos hoteles y sectores comerciales”, decía. “Allá está todo cerrado. El comercio abre solo de 9 a 12 del día. A esta hora ni siquiera encontrarán un lugar abierto donde comer”.
Efectivamente, alrededor de las cuatro de la tarde, Belén estaba desierto. No se veía a nadie en las calles, salvo algunos taxis y jeeps militares dando vueltas. A unos quince minutos de Jerusalén, Belén parecía un pueblo fantasma y desolado.
Había dos hoteles abiertos en toda la zona. Uno quedaba en un sector más céntrico, pero estaba completamente desalojado, y otro más pequeño ubicado al lado de la iglesia de la Natividad de Jesucristo, en el cual decidimos quedarnos. Frente al hotel se ubicaba un impresionante cuartel militar israelí. Mientras bajábamos nuestro equipaje, grupos de soldados armados con metralletas nos observaban atentamente. Otros nos miraban con binoculares desde las azoteas de edificios relativamente cercanos.
Salvo un anciano sacerdote que se pasaba las tardes sentado a la sombra, tomando agua o té, éramos los únicos huéspedes del hotel. Nos recibieron dos jóvenes, quienes conjuntamente cocinaban, hacían el aseo y administraban el hotel. “Ya casi no vienen turistas”, explicaba uno de ellos. “A los pocos que se ven, los traen en buses desde Tel Aviv o Jerusalén, en las mañanas, cuando se ve más movimiento en las calles. Visitan la iglesia y se van”.
Por qué no más turismo
Según la periodista española Maruja Torres, la dramática baja en el turismo le ha significado este año a Israel una pérdida de 500 millones de dólares Además, las huelgas y paros generales, el boicot interno contra productos israelíes y el intento de los palestinos por autoabastecerse, le han causado a Israel otra pérdida de igual magnitud. “Ya han quebrado entre cien y doscientas empresas”, afirma la periodista, “aunque el gobierno solo admite que han tenido que cerrar veinticinco”.
Es importante señalar que alrededor de cien mil palestinos de Gaza y Cisjordania viajan diariamente a trabajar a Israel, ganando menos de la mitad de lo que ganaría un empleado judío y en trabajos que estos se resisten a realizar, como basureros, mozos, cocineros y obreros de fábrica y construcción.
Esa noche cenamos como en casa y dormimos rodeados de un silencio que a veces era interrumpido por el sonido de lejanos disparos.
Al día siguiente tomamos desayuno escuchando música de Jean Michel Jarré y salimos temprano a recorrer Belén. Fue emocionante encontrarse con uno que otro negocio que tuviera el apellido de mi abuelo materno escrito en la entrada. Siempre resultaron ser primos o tíos de…
Jugando taule.. todos se conocen
Llegamos caminando hasta Beit Jala, el pueblo vecino de Belén. Entramos al único lugar abierto que encontramos a tomar una bebida. Solamente se veían hombres, de mediana y avanzada edad, algunos jugaban taule, otros fumaban o tomaban refrescos.
Al principio nos miraban con desconfianza hasta que mi madre, acercándose a dos de ellos que jugaban taule sobre una pequeña mesa, desafió a uno de ellos a jugar un partido.
El ambiente se relajó de inmediato y ruidosas conversaciones volvieron a llenar el local. Nos alegramos al descubrir que algunos de ellos conocían a uno que otro de nuestros parientes. “Aquí en Palestina todos se conocen”, explicaron. “Donde vayas, encontrarás un familiar tuyo”.
Cuando nos despedimos y mientras intercambiábamos las últimas palabras afuera, otra vez soldados armados con metralletas nos observaban con binoculares desde techos y otros lugares estratégicos. Uno de nuestros nuevos amigos mencionó que el día anterior habían matado a un joven palestino muy cerca de allí. Algunos niños jugaban tímidamente frente a sus casas.
Control a los palestinos
Era pasado el mediodía y el movimiento en las calles, que en ningún momento fue mucho, había disminuido considerablemente. Como en Belén, a esa hora se veían casi exclusivamente jeeps con soldados patrullando.
Luego supimos por qué transitaban pocos vehículos con patentes árabes. Las fuerzas de seguridad israelíes no solo les suspenden a los conductores palestinos sus licencias de manera arbitraria y por motivos inconsistentes, sino que además han suspendido el abastecimiento de gasolina en todo Gaza y Cisjordania. Muchos palestinos ya no manejan porque los autos de patentes amarillas, a diferencia de las israelíes que son blancas, son controlados por militares o detenidos por colonos israelíes que han bloqueado ilegalmente ciertas rutas (solo en los territorios ocupados de Gaza y Cisjordania se han establecido, desde 1967, aproximadamente 60 mil ciudadanos israelíes subvencionados por el gobierno).
A los palestinos residentes en los territorios ocupados les está generalmente prohibido, o necesitan permisos especiales, para permanecer en Israel o en el este de Jerusalén pasada la medianoche. Los que son sorprendidos por alguna detención inesperada sufren inevitables consecuencias, como la suspensión de permisos o multas.
Versión de residentes
Esa tarde nos separamos. Cada uno iría a casa de sus familiares. Conocí a tres primas hermanas de mi abuelo José y a la hija de una de ellas, M. Nos esperaban con limonada, café y, por supuesto, los infaltables dulces árabes. Vimos fotografías antiguas y recordaron anécdotas de hace casi 25 años, cuando mi madre había conocido a sus tías el año 63 durante su luna de miel.
Sin embargo, Belén ya no es ese pueblo lleno de magia, leyendas e historia. “La situación está muy peligrosa”, decía una de ellas. “Ya casi no se puede andar por las calles. Hay muertos todos los días, enfrentamientos, disparos, heridos. Hasta a las mujeres les pegan por tratar de evitar que golpeen a sus hijos o se los lleven detenidos”.
Y el pueblo palestino vive así. Visitando a hijos o hermanos en las cárceles; yendo a dar condolencias a los familiares de un joven muerto; ayudando a quienes les han demolido sus casas (durante 1987 en Gaza y Cisjordania por lo menos seis casas de árabes fueron demolidas y trece selladas, además de 26 piezas individuales, luego que los habitantes o familiares de los residentes fueran acusados de estar involucrados en diversos incidentes. En general, estas medidas se llevaron a cabo antes de que los sospechosos fueran juzgados); escuchando a diario de más enfrentamientos, de más heridos, de más presos, de más muertos… Desde que comenzó la Intifadah, más de 600 palestinos han perdido sus vidas.
A veces, generalmente después de enfrentamientos o protestas, a los campamentos de refugiados o poblados palestinos los incomunican por días, incluso semanas. Los campamentos de Deheisha y Balata, por ejemplo, han estado bajo toque de queda más de diez veces. Las autoridades israelíes justifican estas restricciones como medidas de seguridad. Pero los palestinos no las perciben de igual modo: piensan que es una forma de castigo colectivo.
Por otro lado, en todo Gaza y Cisjordania no tienen comunicación telefónica con el extranjero. Tampoco disponen de un servicio de télex. Solamente cuentan con el correo, el cual posiblemente es interferido, al igual que los teléfonos locales. Estas son otras formas de castigo contra la resistencia.
“Lo que más me duele”, decía la más joven de mis tres tías, “es que nos han privado el derecho de tener nuestra propia identidad. Somos extranjeros en nuestra propia patria”.
Antes de irnos, agradecieron inmensamente nuestra visita. “En general”, dijo M. en un tono que delataba cierta tristeza, “la gente de afuera nunca se ha interesado mucho por la realidad ni la suerte que corremos los palestinos”.
¿Problemas, enfrentamientos?
En el camino de vuelta al hotel, alguien nos informó de enfrentamientos en Beit Sahour, una de las zonas más turbulentas de los territorios ocupados junto con Nablus. Pasamos frente al cuartel militar. Afuera, varios soldados conversaban y fumaban. Uno de ellos me saludó en francés. Yo asentí con la cabeza y seguí caminando. De lejos, mi madre le preguntó en inglés si había problemas en Beit Sahour. “No”, contestó el soldado sonriendo y relajado. “No hay problemas. Todo está tranquilo”.
En uno de los jeeps estacionados afuera había dos niños, de quince o dieciséis años aproximadamente, con los ojos vendados y las manos atadas a la espalda.
Un sacerdote y dos norteamericanos publicaron, en septiembre del año pasado, un reportaje acerca de niños palestinos presos en cárceles israelíes. Se describían allí 16 casos de abuso a menores de 18 años por estas fuerzas.
Vivencias en los campamentos
Una tarde conocimos a A., de 31 años, quien trabajaba de chofer para una familia en Belén. Vivía en Deheisha, el más grande de los tres campamentos de refugiados palestinos que hay en los alrededores de Belén. Se ofreció a llevarnos a conocerlo. Con él éramos cinco personas en el auto.
El campamento está entero cercado con alambres que forman verdaderas murallas. En la entrada había entre 10 y 15 soldados y dos jeeps, algunos soldados sentados dentro de estos. Aunque no nos quitaron los ojos de encima, ninguno de ellos nos detuvo. Le pregunté a nuestro amigo chofer por qué. Me contestó que por el auto: andábamos en un Mercedes Benz.
Construcciones grises de piedra. Calles angostas sin pavimentar. Tierra. Miseria. Ropa colgada. Y nada más. Solo algunos perros y niños que nos saludaban al pasar. “Si no anduvieran conmigo”, dijo A., “les arrojarían piedras pensando que son judíos”.
De pronto nuestro guía frenó bruscamente. Había una gran piedra delante de nosotros. Un niño de unos diez años nos observaba parado a la orilla del camino. A. le dijo algo en árabe y el niño recogió la piedra y la tiró a un lado. Le dio las gracias sonriendo. El niño también sonreía mientras nos alejábamos y lo perdíamos de vista.
Tensión y balas
Luego nos detuvimos en una esquina frente a una pequeña puerta verde. Era la casa de un amigo de A. Se bajó a preguntar por él. Nadie contestaba. Mientras tocaba la puerta por segunda vez, vimos aparecer por el frente a tres militares. Caminaban hacia nosotros apuntándonos con sus metralletas. A. volvió al auto y sin decir una palabra puso marcha atrás. Lentamente comenzamos a retroceder. Los soldados continuaron avanzando hasta alcanzarnos y, por algunos instantes, retrocedíamos al mismo ritmo que ellos avanzaban, lado a lado. Miraban curiosos dentro del auto, hasta que poco a poco fuimos dejándolos atrás.
A. dijo que mejor idea era llevarnos a su casa y nos invitaría un refresco. Todos en el auto transpirábamos a pesar del aire acondicionado. Nos estacionamos frente a una construcción de dos pisos. A. vivía en el piso de arriba. Abajo vivía la familia de su hermano. A éste, nos dijeron, lo habían asesinado hace dos días de un tiro en la cabeza. Militares habían entrado sorpresivamente y le habían disparado en el living de su casa. Toda su familia estaba presente. Su madre, su esposa y sus siete hijos.
Y, de nuevo, soldados nos vigilaban con binoculares desde diversos lugares. “No tengan miedo”, decía A. tranquilizándonos. “A ustedes no les va a pasar nada”. Se distinguían huellas de bala en las murallas del piso inferior.
La señora de A., una mujer joven y muy bonita, nos abrió la puerta. No tardó en traer a sus hijas, dos niñitas de uno y dos años aproximadamente. La más pequeña lloraba mucho y los más grandes intentábamos conversar mientras tomábamos agua y luego café. Había una foto del hermano muerto colgada en la pared.
La ocupación
Fue a fines del siglo diecinueve, por medio de la Declaración Balfour, que los ingleses se comprometieron con los dirigentes sionistas en su propósito de crear un “hogar nacional judío en Palestina”.
Durante los 25 años que duró el mandato británico sobre Palestina, de 1922 a 1947, se produjo una inmigración judía en gran escala procedente, en su mayor parte, de Europa oriental.
Luego de aprobarse la partición de Palestina y de crearse, por resolución de las Naciones Unidas en 1948, el Estado de Israel (el cual ocuparía un 80 por ciento de Palestina), los nuevos líderes sionistas les abrieron de par en par las puertas a miles de judíos provenientes de los más diversos rincones del mundo.
Al mismo tiempo, cientos de miles de palestinos, víctimas del terror implantado por medios militares y psicológicos, debieron huir para proteger a sus hijos, abandonando sus casas y todas sus pertenencias. Uno de los hechos más dramáticos ocurrió en abril de 1948 en Deir Yassin, donde bandas terroristas sionistas asesinaron a 259 palestinos, incluyendo mujeres y niños.
Muchos palestinos fueron obligados a transferirse y limitarse solo a los territorios que habían sido declarados parte árabe. Muchos otros arrancaron a países vecinos en calidad de refugiados. Actualmente hay casi 2 millones de refugiados palestinos y un tercio de ellos vive en campamentos.
“Nadie nos va a detener”
En su casa, A. habló de la Intifadah. “La resistencia”, dijo, “ha hecho en ocho meses lo que los demás no han podido hacer en 20 años”. Mi madre le preguntó si apoyaba o no a la OLP. “Por supuesto que apoyo a la OLP”, contestó. “Todos los palestinos estamos con la OLP. Ellos nos representan en el mundo. Pero aquí estamos solos. Somos el pueblo, los jóvenes y niños los que estamos luchando a diario. Con piedras. Con nuestras vidas. Y nadie nos va a detener hasta que seamos libres. Eso es lo único que queremos: obtener nuestra libertad dentro de nuestra patria”.
Antes de irnos, la mujer de A. desapareció por algunos instantes y luego regresó al living con un collar de piedras en las manos. Al despedirnos, se lo dio a mi madre. Ella, muy emocionada, quiso, a su vez, regalarle una pulsera que andaba trayendo. Pero la mujer no quiso aceptarla. “No necesitamos nada”, le dijo. “Solo queremos que vean y que la gente se informe a través de ustedes de la realidad que nosotros, el pueblo palestino, estamos viviendo”.
No nos dejaron ir sin antes prometerles que un día volveríamos a almorzar.
Publicado: domingo 20 de noviembre de 1988.
Diario El Mercurio. Reportajes.