La guerra olvidada de John Steinbeck

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Por Camilo A. Palma Erices

En “Hubo una vez una guerra” -la compilación de reportajes escritos mientras el autor fue corresponsal de guerra durante la Segunda Guerra Mundial- hay una dificultad a la que John Steinbeck se ve expuesto con frecuencia, y que acaso sea la gran amenaza que aun hoy somos incapaces de eludir: si hemos o no de considerar a la humanidad como humanidad o como una colección de cifras y datos estadísticos.


Mas, antes de entrar al libro, un juego de imaginería. Hágase el lector una imagen de su número de identidad y dibújelo en el aire, gírelo, sujételo veinte centímetros por delante del rostro, cuide que no se enchueque. Ese número, mal que le pese, es de usted; ese número, que le solicitan para cualquier mísero papel ante notario y que usted dicta o anota sin más en cuanto se lo piden, es su número, y es el número con que más fácilmente se lo identifica esté donde esté y vaya donde vaya. ¿Su nombre? Poco importa cuando ochenta otras personas alrededor del globo podrían llamarse como usted; pero ese número, ese solo compilado de entre siete y ocho cifras -sin incluir aquella que sucede al guion-, es tan suya como sus articulaciones, y cada dígito ayuda a encriptar de manera altamente sofisticada quién es usted, dónde vive, en qué trabaja, y a qué dedica sus horas de ocio.
Pero ahora que ya tiene su número, pruebe otra cosa. Coja el número entre sus manos, achíquelo, contornéelo, fúndalo en diminutos caracteres cóncavos sobre una placa de aluminio; idee una cadenita de acero -ojalá inoxidable para evitar la corrosión- lo suficientemente larga como para hacerla deslizar cabeza abajo, y luego hágala pender de la placa pasándola por una perforación en el metal; al fin, tome la placa, extienda la cadena, y póngasela al cuello. Aún más: imagine que se encuentra en el gimnasio, o en el cine, o en el parque, y que la gente, igual a usted, transita en derredor, anda sola o en grupo, va y viene, viene y va. No se da cuenta al principio, pero con el tiempo logra ver que detrás de todas las blusas y camisas se hallan la misma cadena y la misma placa. Sin embargo, no alcanza a divisar los números. Continúe con el ejercicio. Una mujer pasa por delante de usted, pero usted es libre de vestirla y de representarla como quiera, aun si acaba -y esto es seguro- por ser idéntica a una o a varias mujeres que haya conocido. Ahora haga lo mismo con un hombre. Continúe con un niño. Termine con un anciano.


Las personas que pueda imaginarse guardan de una o de otra manera relación con sus experiencias previas, con sus encuentros casuales y no casuales, personas que seguramente no han pasado desapercibidas para usted; y es muy probable que jamás se haya preguntado por el número que cada una de ellas debe llevar inscrito en su placa, pues nadie se fija en números a la hora de establecer un vínculo afectivo. Pero el número está ahí, y toda persona ajena a nuestro interés se descubre numerada tras un muro de indiferencia incombustible, ella una mera cifra entre otras tantas que no representan nada para nosotros.
Terminado el juego, se preguntará el lector a qué viene tanto preámbulo. Pues bien, la respuesta no la dará quien escribe, sino Heinrich Böll, un autor alemán que consolidó su obra después de terminada la Segunda Gran Guerra, durante la que fue reclutado para la Wehrmacht, el ejército de la Alemania nazi. En “Mi amada no enumerada” -cuento del autor que, por cierto, les invito a leer- un hombre, aparentemente herido durante la guerra, es contratado para contabilizar cuántas personas transitan día a día por un puente recién construido, concentrando una suma de datos que acabarán utilizándose para la generación de un análisis estadístico de la zona. Pero el hombre, a sabiendas de lo que hace, omite a algunos transeúntes e inventa otros, siendo el resultado incompatible con la cantidad de personas que efectivamente cruza el puente. Y un día como cualquiera, el hombre se enamora de una transeúnte. Y él, evitando todo intento por numerarla, por hacerla parte de la estadística, se abstiene, siempre que la ve pasar, de convertirla en uno de sus datos.


En un mundo en conflicto, en un mundo devastado por la guerra, una persona equivale a mano de obra, a una cifra, a un soldado, a un muerto, tan muerto como el de aquí o como el de más allá, similar a lo que dice Hemingway en su poema: “Todos los ejércitos son iguales / la publicidad es fama / la artillería hace el mismo viejo ruido / el valor es atributo de los muchachos / los viejos soldados tienen los ojos cansados / todos los soldados escuchan las mismas viejas mentiras / los cadáveres siempre han atraído a las moscas”; pero despojar a las personas de este ciclo sin fin en que los valores son cuantitativos y no cualitativos, en que una vale lo mismo que cualquier otra, implica elidirlas del informe, desligarlas del tumulto, ver en ellas un mundo autónomo, una existencia que es individual al tiempo que independiente y que resulta por eso mucho más valiosa y respetable, más humana.


Diga: su número ¿lo define? ¿Define lo que usted es como sujeto, como individuo, como persona? El número es individual, insustituible e irrenunciable, pero no: lejos de definirlo, lo archiva. Usted era usted desde antes de generarse el código de barras, y solo con el tiempo acabó por ser encasillado entre otros dos códigos de los que nada entiende. Ha vivido cada experiencia sin preocuparse del número de aquel o del suyo, y resulta impensable que siquiera una de esas experiencias logre ser cuantificada. Ninguno, absolutamente ningún número atribuido por nuestras clasificaciones, es capaz de medir lo que usted ha sido ni de regular lo que usted llegará a ser.
Mas, ¿a quién le interesa, entonces, el número? Steinbeck parece dejar en claro que a fuerzas superiores, llámense nación, gobierno, patria, o estado: siempre hay una fuerza que busca disponer de las capacidades propiamente humanas para entrar en funcionamiento o en disputa. Y aquí, la guerra, como un engranaje más de la maquinaria política, toma parte activa en el encubrimiento de los grandes logros individuales para develar cualquier pequeño logro del colectivo, no importa cuántos números se pierdan en el intento. Con mucho acierto y sutileza escribió Giuseppe Ungaretti su poema “Soldados”: “Se está como / en otoño / sobre los árboles / las hojas”. Por cada enfrentamiento, ¿cuántas hojas sin nombre se desprenderían de las ramas?
Es inevitable que a través de estas ideas y, en especial, de este período histórico, el ser humano acabe por reconocerse como una máquina; y cuán curioso es, por lo demás, que las máquinas busquen asimilarse cada vez más al ser humano. Uniformes, armas, números en serie, igual que el sinnúmero de trastos sin uso que se vende en las grandes tiendas: todo ayuda a la despersonalización del individuo y a su pronta mecanización. Incluso el autor, mientras da cuenta del embarco de tropas estadounidenses con dirección a Inglaterra, lo deja bastante claro en su primer reportaje: “Los hombres, en estas circunstancias, no pueden ser tratados como individuos. Son simplemente unidades que deben conformarse con el espacio que se le ha asignado a cada uno: metro ochenta por noventa por medio metro. Ése es el espacio que corresponde a cada hombre. Son máquinas a las que se debe proveer del correspondiente combustible para evitar que se detengan. Los residuos producto de la combustión deben ser eliminados con esmero. No hay forma humana de considerarlos a todos individualmente”.
Desde luego que es imposible considerar a todos, pero Steinbeck, por lo menos, lo intenta. Toma de aquí y de allá alguna historia, alguna anécdota, algún rumor difundido entre los soldados, y los reformula de manera tal que, mediante algunos hechos particulares, nos aproximamos a las vivencias, a los rastrojos que se desprenden de un temor generalizado y de ciertas alegrías nerviosas que nunca duran lo suficiente.
Pero aún hay más. El autor, en su misión de corresponsal de guerra, está obligado a retratar los acontecimientos propiamente militares, y lo hace de la manera más profesional posible; sin embargo, son frecuentes las ocasiones en que se detiene a admirar conversaciones de paso y aun detalles nimios de la naturaleza, también intervenidos por la guerra, pero que seguramente pasaron desapercibidos para los periódicos y sus datos estadísticos. En estas ocasiones, el autor, cediendo a veces la palabra, se pone a reflexionar sobre lo que supuestamente tiene en frente y lo resignifica, y así obtenemos pasajes como el que sigue: “En cubierta, dos precoces muchachos de las montañas admiran el increíble mar. Uno de ellos dice: —Cuentan que en el fondo del mar hay sal. El otro le responde: —Ahora sabes que no es cierto. —¿Qué es lo que no es cierto? ¿Por qué no es cierto? —Ya lo ves —responde su compañero—, no hay tanta sal en el mundo”; o como este: “—Derramaron mucha sangre anoche —dice el hombre del rosal—. Me rompieron un rosal amarillo. Uno que estaba a punto de florecer. —A ver —responde el vecino—, echémosle una ojeada. Los dos se arrodillan junto al rosal. —Está partido por encima del injerto. Pero no del todo —dice el vecino—. A veces, con los golpes, crecen más bonitos que nunca”. Estas son, en verdad, conversaciones y frases en apariencia inocentes, pero hay en el fondo de su enunciación un testimonio, una época de carencia y de esperanzas que toda persona parece depositar en el cese al fuego.
Y de aquí a la ironía, ¿cuántos pasos? “La política podrá cerrar los caminos, aislar pueblos enteros… Pero las canciones saben saltar por encima de las fronteras. Sería gracioso que, después de tanto alboroto, Lili Marlene resultara ser la única contribución de los nazis al mundo”; o “Para nosotros los norteamericanos es extraño comprobar cómo los ingleses, que adoran a los perros y no se los comen, puedan portarse tan brutalmente con las verduras. Ésta es una de esas diferencias que existen entre naciones, y que nadie ha conseguido explicarse hasta el momento”.
Desconozco qué pensará el lector sobre estos pasajes tan propiamente literarios, diríase incluso que distantes del acontecer de la guerra. Pero una cosa es segura, y esto es que Steinbeck, al posicionar la vista sobre este tipo de detalles, muchas veces hasta irrisorios, ablanda lo que podría ser un texto cargado de miseria y desolación, permitiendo al individuo manifestarse como tal aun si la manera de identificarlo es por el gentilicio.
Y es que el autor, en más de una oportunidad, muestra a la persona antes que al soldado, y nos da indicios de que un hombre es todos los hombres por cuanto todos los hombres sufren de manera transversal las circunstancias, y esto sin importar su nación de procedencia. Pero no hay que confundir el acto de numerar en serie con esta otra aproximación, pues no se trata aquí de saber la cantidad de hombres de los que se dispone, sino de conocer de lo que dispone cada hombre y, más aún, de lo que le falta.
Steinbeck plasma su recorrido por Inglaterra, el África posterior a la campaña del norte, la Italia aún resguardada por los alemanes tras la caída de Mussolini; y en todas partes, en todos los lugares que nos revela con la simultaneidad de su escritura, encuentra personas con heridas realmente profundas, tanto del cuerpo como del alma, pero que incluso así conservan la esperanza y la fe. Y siempre que alguien -no importa por lo que haya pasado- piensa en el término de la guerra, sueña de inmediato con la vida que dejó atrás y con los familiares que no ve desde hace tiempo, y recupera así el valor que ya daba por perdido. Es seguro que nadie entiende cómo un deseo de aniquilación logra expandirse entre tantas personas; pero también lo es que, una vez en la batalla, cuando todo se trata de matar o morir, estando de manera voluntaria o involuntaria en el frente, recordar de dónde se es y adónde se pertenece acaba por ser fundamental para la supervivencia.
Y al fin la guerra -guerra sin vencedores, porque nunca podría obtener la victoria quien atenta contra los suyos- terminó, y no costó poco volver a la normalidad y al laconismo apacible del día a día; normalidad que, sin embargo, sólo sobrevino ante infinidad de bajas, de sacrificios, de pérdidas incuantificables ante las que incluso las estadísticas se mostraron impotentes, pues a tanto supo llegar nuestra capacidad de destrucción. Y pese a que el autor ya no representa dicha transición, no será difícil, a quien quiera informarse, hallar las fuentes apropiadas.
Pero el autor sí comenta, en la introducción al libro, cómo pasaron al olvido las penas, las aflicciones y las pequeñas alegrías, y hasta la destrucción inherente a un conflicto de tales dimensiones. “Hubo una vez una guerra”: ese es el título del libro y la mayor advertencia dejada por Steinbeck. La guerra no es un mito ni un cuento de hadas, mucho menos una ensoñación de media tarde, aun cuando podría serlo por su insensatez. Y cuando uno olvida, no sólo desestima el pasado, sino que además se obliga a repetirlo incansablemente. Es difícil no coincidir con el autor cuando concluye que, de haber otra Guerra Mundial, sería la última. Nos llama estúpidos; quizá lo somos. Y si permitimos que algo así vuelva a suceder, habremos traspasado todos los límites imaginables.


Sara Teasdale, tras presenciar la Primera Gran Guerra, escribió el poema titulado “Vendrán lluvias suaves”, que Ray Bradbury incorporó magistralmente a sus “Crónicas Marcianas”. Su mensaje no ha cambiado un ápice desde entonces, y, muy por el contrario, parece cada vez más cerca de concretarse: “Vendrán lluvias suaves y olores de la tierra, / y golondrinas que girarán con brillante sonido; / y ranas que cantarán de noche en los estanques / y ciruelos de tembloroso blanco, / y petirrojos que vestirán plumas de fuego / y silbarán en los alambres de las cercas; / y nadie sabrá nada de la guerra, / a nadie le interesará que haya terminado. / A nadie le importará, ni a los pájaros ni a los árboles, / si la humanidad se destruye totalmente; / y la misma primavera, al despertarse al alba / apenas sabrá que hemos desaparecido”.
Si, pese a todo, somos lo suficientemente estúpidos, debería por lo menos quedarnos el consuelo de que la naturaleza podría sobrellevar nuestros errores. Puede que no nos baste, pero ¿tendríamos siquiera derecho a rechistar? Que nuestro egoísmo no cause más daño del necesario, sería ya un gran logro para la especie; y sería, en último caso, la única manera de olvidar tantos números y cálculos sin sentido.

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