Chaucha rebelde

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Por Sebastián Diez Cáceres

Albert Camus sale a calle Agustinas desde lo hondo de la galería donde se encuentra el Hotel Crillón. Acaba de volver de un paseo a la costa con los Charvet, un matrimonio de franceses llegados a Chile hace mucho, muy acogedores y sencillos. Es lunes, pero feriado. Se celebra la Asunción de la Virgen. Es 15 de agosto de 1949. Busca cigarrillos. Enfila por Agustinas hacia calle Bandera, seguramente allí encontrará una tabaquería o un quiosco. El comercio, en su mayoría, está cerrado. No puede escribir sin cigarrillos. Las palabras no son conducidas por el sinuoso ascenso del humo encontrándose en alguna zona hermética con las ideas. Trabaja con las ideas; no sólo eso, las inventa. Está estancado en un libro desde hace meses. Su título provisorio: L’ homme révolté. El hombre rebelde.

En su búsqueda se encuentra con unos taxistas que tiran piedras pequeñas a unos billetes en el piso. Al parecer hacen apuestas. En el aeropuerto también recuerda haber visto, ya muy tarde por la noche junto a Frois, a dos tipos jugando al poker en un banquillo. Hay una inclinación en el chileno por la fortuna, y por ello, por lo fortuito. En este escenario telúrico, incierto, la política sagaz, callejera; una política doméstica, diaria, apresurada, aprontándose a la caída. A tan solo una cuadra de donde se encuentra, con cruentas ansias de nicotina, está el palacio de La Moneda. Gobierna Gabriel González Videla. Pablo Neruda le ha dedicado hace algunos años el poema “El pueblo lo llama Gabriel”, durante su campaña electoral. Hace no más de un año, o sea, en septiembre de 1948, Videla promulga la Ley de Defensa Permanente de la Democracia, la denominada Ley Maldita. Su primer artículo dice lo siguiente: “Se prohíbe la existencia, organización, acción y propaganda, de palabra, por escrito o por cualquier otro medio, del Partido Comunista”. Pablo Neruda es comunista. El macartismo estadunidense había sido importado por quien fuera apoyado por los mismos comunistas en su elección. Quizás esto lo provoque el encierro. Los Andes cerniéndose ante uno arrinconado al mar, como entre la espada y la pared.

Al fin, en una suerte de almacén encuentra cigarrillos. Como no hay de sus predilectos Gitanes, se inclina por los Reina Victoria, que según Frois son los más parecidos. Ha comprado dos cajetillas. De vuelta al hotel ve a lo lejos la cordillera. Le llama la atención ese manto de nieve. Como si la hubiesen puesto a dormir, cubriéndola con una sábana. Quizás esa prisa a veces sea sólo para dormir. Dormir la siesta. Sólo un recepcionista sabe francés, no está en el lobby. Necesitaba consultarle por alguna tienda de ropa interior cercana. A las seis tiene un foro y luego una cena en casa de los Chaverts. Y su ropa, no mucha, se ha endurecido con los lavados. Le picaba la entrepierna mientras escribía.

Recuerda haber visto a la criada de Victoria Ocampo colgando su ropa en unos tendederos eternos. Buenos Aires no le ha gustado nada. Pero la hospitalidad de Victoria suplió esa fealdad con el regocijo que necesitaba desde hace meses. Tiene 35 años. No había conversado tan largo y tendido hacía mucho tiempo, siempre ensimismado en la reflexión urgida por el oficio de pensar, un oficio sino humilde, pobrísimo, en el que sin caer en estados de estupor repentino, no tiene sentido la reflexión; sin ese temblor. Se ha bañado y puesto ropa limpia. Sale al encuentro con Etienne Frois, agregado cultural francés y columnista de la revista Pro Arte. En el camino ve algunos rastros de barricadas, Frois le dice que el viernes hubo protestas por la restricción del consumo de ciertas cosas, entre ellas la gasolina. Ve carabineros. Le llama la atención que la policía local lleve por nombre el arma que ocupan. Carabineros. Pasa lo mismo con la policía francesa. Prima la represión antes que el orden, el castigo antes que la posibilidad de un incordio político, piensa.

Por la noche en casa de los Charvet se siente extrañamente deprimido. Una melancolía se apodera del aura de los que le hablan. Nada personal. Por un momento la conversación, el acto comunicativo, le parece absurdo. Vaciado por completo de sentido, de dirección; incluso de provocación, hay una penosa indiferencia que apaga la ya vaga luminosidad de su vida social. Bebe más de la cuenta. Se va a dormir tarde. Por la mañana se entera que Videla no sólo prohibió el comunismo, sino que alzó los pasajes de la locomoción colectiva. Han subido 20 centavos, lo que se dice una “chaucha”. Se escuchan los gritos sincronizados de marchas. Toma desayuno en el hotel. Café y magdalenas, que acá le dicen queque. Tiene una entrevista radial. A las dependencias de Radio Agricultura lo acompaña en calidad de traductora Carmen Yáñez, hija del escritor Juan Emar. Le cuenta que almorzará con uno de los hijos de Vicente Huidobro, que Carmen conoce, y quien vive a las faldas de la cordillera, al interior de Santiago. De nuevo esa colosa parecía devorarlo, como una ola petrificada. Los volcanes ahora le son tiernos.

De vuelta del almuerzo y sorteando las calles aledañas a la protesta, llega a la Universidad de Chile a un coloquio organizado por la gente de teatro que lleva por entonces a las tablas su obra El malentendido. A eso de las siete, en el mismo recinto, dicta su charla “El Asesinato y Nosotros”. Entre los asistentes está Alfonso Alcalde. Sabe, por algunos comentarios tangenciales a la hora del cóctel, que no muy lejos de ahí han volcado una micro y le han prendido fuego. La situación se ve difícil. Se llena de ideas, pero también de ansiedad. La cena en la embajada por la noche es terrorífica. No encuentra sentido en ese contraste atroz de la revuelta callejera por la mañana y la charlatanería presuntuosa de la élite. Se devuelve al hotel caminando por calle Miraflores. Ve el macadam ennegrecido, las pancartas pegadas con engrudo (“Micros a un Peso”), el olor a humo. Duerme bien gracias a las pastillas. Por la mañana lo despierta el torbellino de la calle. Se van acrecentando los gritos. Ya más próximo al mediodía miles de estudiantes se han tomado las calles del centro y protestan por el alza. La gente que observa los vitorea. El gobierno se pone en guardia. Tiene un cóctel en la librería francesa “Le Caveaur”, ubicada en la calle Estado; y una cena en el Hotel Carrera, que el ministro de Educación anunció por los medios antes de invitarlo. Rara costumbre. Una segunda conferencia titulada “Un moralista de la revolución: Chamfort” debe dictar en la Universidad de Chile, pero tiene que ser trasladada a causa de las protestas, a última hora, al Instituto Francés. Es allí donde lee pasajes de su libro en curso. Pasajes sobre la rebeldía. La jornada ha sido extenuante. No sabe si lo que hierve es su sangre o el temblor producido por la revuelta. Le parece curioso, un francés en un país sudamericano, teorizando sobre la rebeldía a pasos de la verdadera. Es 17 de agosto de 1949. Por la noche, mientras organiza sus pertenencias y las mete en su maleta desvaída, escucha en la calle un balazo.



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