De capuchas y pedradas. ¡Basta!

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Por Hugo Dimter
Y ahí estaban los encapuchados. Con sus escudos de lata y su lanzas. Tan flacos como mascota abandonada. Recién llegados de Bajos de Mena, de la Huamachuco Tres, de La Chimba, La Legua y quién sabe donde más.
Y ahí estaba yo. Absolutamente asombrado frente a esta columna de hijos de la Concertación, de Piñera y de la Nueva Mayoría. Porque ellos los procrearon; pero nosotros también.
Marcha del 28 de mayo
Me invitan a marchar como cualquier ciudadano que se opone a la represión y a tener más Rodrigos Avilés al borde la muerte como en épocas pasadas. Llego a las 19,50 con una cámara filmadora en la mochila y hago algunas tomas. Hay muchos jóvenes, pero también gente mayor, trabajadores, artistas, quienes buscan dar a conocer su opción por la vida, por una sociedad más justa, sin corruptos ni coludidos. Sin marañas entre el poder empresarial y político. Una marcha donde la sociedad civil también exige, porque es su derecho, mayor educación y cultura. En definitiva piden un cambio de modelo, aburridos de ser carne de cañón de esta éntilequia neoliberal que nos mata.
La gente sonríe, hay tambores. Una música distinta. Un rumor de esperanza. Adelante los estudiantes, el MPMR, sindicatos, federaciones universitarias, docentes. Las columnas se multiplican, el FPMR, más colectivos. Sigo haciendo tomas cortas con la cámara, encuadres al son de los tambores. Los estudiantes bailan. En el calor de la muchedumbre no hay frío, sólo esperanza. Guardo la cámara -que no es bien vista por algunos- y decido adentrarme hacia la parte posterior. Bajo la vista y avanzo. Sé que estoy a la altura del Teatro de la Universidad de Chile. Miro hacia allá y cuando centro mi vista los veo. Veo la columna de encapuchados. Encapuchados de verdad; no de esos con calcetines verdes. Qué hacen ahí? Sorprendido me hago esa pregunta y otras más: por qué nadie hace nada para impedir su participación? Cuál es el aporte político de estos marginados? En qué se beneficia la marcha con su participación? Nadie hace nada. Los convidados de piedra están en el cumpleaños y ahora van por la torta, a punta de piedras y de ácido, felices ante sus próximas presas y trofeos de guerra. Mientras tanto Rodrigo Avilés se debate entre la vida y la muerte. En ese preciso momento la marcha adquiere un tono gris, la música se torna frenética y el aire adquiere un tufillo a impunidad y un relativismo que se observa en todos los estamentos de la sociedad chilena. Esa inmovilidad que nos tiene donde nos tiene. Camino despacio mirando de frente. Paso al lado de ellos. Apenas se les ven los ojos. Unos centuriones de la locura. Me dan pena. Pero soy consciente que yo y todos nosotros los creamos a punta de los injertos más sucios. Nosotros somos sus padres. Sus gestadores. Fueron fecundados en el mismo instante que dejamos pasar la primera injusticia que nos afectó como sociedad. Ahora ya es muy tarde para un aborto. Cada momento en que dejemos pasar otra injusticia va a nacer uno de ellos en ese hogar destrozado, sin padre reconocido y con una madre que gana menos del mínimo. O que, tal vez, también está ausente, fumando pasta, botada al costado de nuestra supuesta modernidad. Sin educación, sin salud y sin un futuro en el horizonte. Y ahí están ellos, sus hijos, buscando romper todo y mostrar rabia mediante ser excomulgados por la Iglesia y maldecidos por la sociedad que tanto detestan y por la cual quisieran eliminar todo rastro de vida. Esos son los encapuchados. Son los que mataron a Daniel Zamudio, los repudiados incluso en la pobla, donde un flaite con revólver vale más que ellos. Lo último de lo último. Que lástima…
Algunos señalan que los encapuchados ejercen “violencia política” al apedrear bancos y farmacias. “Violencia política”, un nuevo término para aquellos que ejercen todo lo contrario: una violencia apolítica. Una violencia de la sin razón, de la ira. Sí fuera política iría por otra senda y en otro contexto. Sería directa y sería temida. La violencia de los encapuchados es aplaudida por los poderosos, es vitoreada por las fuerzas policiales. Sin saberlo los encapuchados bailan al son de la música de los grupos de poder. Por cada destrozo mayor represión y deslegitimación de la causa estudiantil, obrera y social. De los encapuchados se nutren los monopolios de la prensa. Por cada kiosko y puerta de una Iglesia quemado se multiplican los detractores de las marchas, incluso dentro de la gente más humilde y oprimida por el sistema. No. Esa no es violencia política. Es sólo vómito y desechos orgánicos pestilentes. Es basura, falta de educación y desencanto. Pero aún así hay algunos enajenados que parecieran compartir su accionar. ¿Recuerdan ustedes a la señora Mónica Araya? La abuelita que se enfrentó a los encapuchados? Sí existieran un par de Mónicas Arayas este país sería diferente. ¿Saben ustedes quién es la señora Mónica? Es la madre de Juan Waldemar Henríquez, uno de los mártires en los sucesos de la Operación Albania. ¿Sabrán los encapuchados quién fue este joven? ¿Sabrán que murió cubriéndoles la espalda a sus compañeros? No creo que este revolucionario, opositor a la dictadura y soñador de un Chile distinto, haya muerto para que los encapuchados desvirtúen las exigencias del movimiento estudiantil. Él imaginaba un Chile distinto. No se logró ese sueño. Hoy son otros los que vuelven a soñar.
Todos sabemos que hay mucha infiltración pero los encapuchados están bailando al son de quienes buscan reprimir, y eso es inaceptable. Es traicionar a quienes más amamos. Ya tuvimos suficiente con la dictadura y estos 25 años de pseudo democracia, engendrando miseria y desigualdad. Basta. Algo nuevo debe aparecer en el horizonte.
Los falsos encapuchados que vuelvan a los cuarteles. Los otros que se integren a los colectivos sociales y desde esa actividad realmente política busquen cambiar esta sociedad.

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