“Tengo un ángel que me cuida siempre”
Por José Miguel Carrera
Tú vives, vas y vienes de un lado a otro, es muy sencillo, eres la vida,
eres tan transparente como el agua…
Pablo Neruda
Suena el teléfono.
-Mirna, detuvieron a tres estudiantes en la marcha, los llevan a Santo Domingo.
– Dame nombres y edades de los niños, te escucho. Inmediatamente se publica en el Twitter. Listo… Nenita seguimos en contacto, cuídense.
Es el diálogo que escuché.
Aquella oportunidad por estar ocupada no pudo atenderme y postergó la entrevista. En otra ocasión fue por un viaje urgente a territorio mapuche -Comunidad Malla Malla- debido a un caso de represión de las Fuerzas Especiales de Carabineros.
Pan de cada día en Chile.
Esta es parte de la historia de Mirna Salamanca.
Para los que la conocieron desde hace mucho tiempo ya cumplió 78 años pero no ha variado su forma de actuar, tampoco el caminar decidido, y esa sonrisa amable la sigue acompañando. En esos años ayudaba mucho su serenidad, sobre todo en las situaciones difíciles que se vivían en dictadura, cuando se luchaba por acabar con la injusticia en esas duras décadas de los 70 u 80. Hoy luce un hermoso pelo blanco.
– Un día me cansé de teñirlo. Gastaba mucha plata- señala sonriendo.
En la actualidad es parte de una Comisión de Observadores de Derechos Humanos, de la Casa Memoria José Domingo Cañas. Ellos llegaron a la conclusión, en agosto del 2011, que los derechos fundamentales de protesta y reunión en Chile no son respetados. Por eso salen a la calle en cada marcha estudiantil, observan los abusos policiales y los denuncian. También asisten a las marchas convocadas por otros sectores sociales; aunque las estudiantiles son, para su Comisión de Observadores, las más importantes porque los reprimidos son menores de edad.
Mirna nunca ha dejado de trabajar por una causa que le parezca justa. “Cuando los Derechos Humanos no son respetados, el país no es feliz”, sentencia. A esa causa fundamental, se suma su preocupación por la suerte de su prófugo hijo Ricardo Palma Salamanca, condenado por el asesinato del senador Jaime Guzmán.
El Golpe de Estado en Chile enfrentó a miles de familias a situaciones que jamás pensaron que vivirían. La familia de Mirna conoció de allanamientos, torturas, detenciones y la muerte de compañeros entrañables, -por culpa de quienes derrocaron al Presidente Allende-. Entonces hubo que enfrentarse con esa vida en dictadura, criar hijos, tomar decisiones y luchar. Eso hace la diferencia entre una persona y otra. Eso resalta en Mirna. Los chilenos de su generación, no dimensionaban un golpe militar como el del 73. Pero igual empezó a funcionar la solidaridad. La gente -a pesar del terror- ayudaba y nos dimos cuenta con dolor, que contrario a lo que decían los dirigentes políticos de la Unidad Popular no estábamos protegidos ni preparados para defender el gobierno de Salvador Allende.
Terminar con la dictadura cívico militar fue un extraordinario esfuerzo colectivo de millones de chilenos y chilenas, y de la solidaridad internacional. Se hizo de todo para lograr su fin: formas pacíficas y armadas, las que correspondían a tanto crimen cometido por los uniformados y la derecha chilena. El pacto de silencio de los militares impide aún conocer el paradero de los miles de desaparecidos y la justicia ha sido esquiva, injusta y retardada. Muchos han relatado sus vivencias de ese período negro de la historia, pero es la “verdad oficial” la que ha sido más que publicitada. Poco a poco y con mucho esfuerzo irrumpe la otra historia, la de los actores populares, la no acomodaticia a la negociación pactada a finales de los años ochenta. Como la de Mirna: una gran chilena sencilla.
Nació en Barquito, ubicado en el norte de Chile, en Chañaral. “Barquito queda en la costa. Mirando desde el mar se veía en el cerro la figura de un barquito, por eso le pusieron ese nombre. Es uno de los lugares donde todavía se celebra el día de la Nacionalización del Cobre hecha en el gobierno de Allende”, recuerda Mirna con nostalgia.
La enseñanza básica y secundaria las hizo en Coquimbo y La Serena, respectivamente. En 1959 se tituló de profesora de Educación Física en el Instituto de Educación Física y Técnica de la Universidad de Chile, que en esos tiempos se conocía como el Físico de la Chile y quedaba en la calle Morandé, cerca de San Pablo, en Santiago.
“En mis estudios fui de las alumnas con buenas notas, pero no la primera. No me hice ningún sueño al respecto. No empujé a nadie ni a nada. Era del lote y la pasaba bien. Claro que en algunas materias era buena. Una de las cosas más lindas de mi vida fue estudiar en el Físico de la Chile, y después siendo educadora nunca postulé a la docencia superior. Fui feliz, viví re bien donde fui profesora”.
– Mirna ¿cómo viviste aquellos días posteriores al 11 de septiembre de 1973?
– A los pocos días del golpe conversé con una compañera y me dijo: “Mirna, tenemos que rearmar todo, recoger todo lo que quedó”. Yo era del Partido Comunista. Mi relación política era con los militantes del Pedagógico. Varios se habían exiliado o estaban por irse. Entonces nosotros, el 14 o 15 de septiembre, empezamos a retomarlos en varias sedes universitarias, y no solo en el Pedagógico. El 20 de ese mes fueron a allanar mi casa. No fue divertido. Alguien del barrio nos delató. Recuerdo que el allanamiento comenzó como a las seis de la tarde, cuando ya estaba oscuro. El piquete de carabineros lo dirigía un capitán muy imbécil, con otro oficial, alto, pero tranquilo. El capitán imbécil dijo que el allanamiento comenzaría por el segundo piso de mi casa. Estaba de visita una niñita de la cuadra que jugaba con mis hijas. Ricardo estaba chico. Ordenaron que las niñas se quedaran en el primer piso, sentadas en un sillón, vigiladas por un guardia con una metralleta. Yo fumaba mucho en ese tiempo. Había dejado unos cigarros en una mesita y ese guardia se fumó los que quedaban. Mientras, en el segundo piso, los pacos revisaban todo, Ricardo en vez de estar sentado se acercaba al guardia que les vigilaba, tocaba la culata de su arma y le pedía que se la prestara. Éste le decía que su metralleta estaba mala. Ese carabinero se comió además unas galletas de los niños. “No te las comas”, le decía mi hijo. Cuando terminó el allanamiento en los dormitorios bajaron. Frente a la escala yo tenía un librero con libros y revistas de la Unión Soviética, de deportes y de gimnasia. Mi gran preocupación era que si las revisaban, como lo estaban haciendo, yo iba a salir perdiendo. El carabinero alto se paró delante del librero, sacó una revista y miró la tapa. En la foto había una gimnasta rusa bien bonita en una barra de equilibrio. El policía dijo: “No ve, a esto se deberían haber dedicado ustedes: deporte puro, con la mente sana y no andar pensando otras cosas”, y siguió con un discurso estúpido. Miró de lado la revista rusa y la dejó. Y se fueron. Al rato me llamó una amiga por teléfono:
-Mirna me acaban de allanar.
– ¿Sí? A mí también, conversemos otro día mejor y no por teléfono-, le contesté.
Eso fue lo máximo que me pasó en esos días. Siempre he dicho, yo no creo en nada religioso; sin embargo pienso, en eso de aferrarme a algo, que yo tengo un ángel que me cuida, porque nunca me pasó nada. Luego la compañera que me buscó para contactar militantes a las pocas semanas salió al exilio.
– ¿Y fue en la universidad, en el Físico de la Universidad de Chile donde te vinculaste a la política?
– No, mucho antes y por varias influencias. Tuve una profesora de Historia muy buena. Ella era joven cuando llegó al liceo en que yo estaba. Nos entregó una visión distinta de la historia oficial. Nosotros teníamos como guía obligada el libro de Frías Valenzuela, ese historiador, imagínate. Pero ella lo hizo distinto. No me acuerdo como se llamaba. Era tan simpática, tengo muy buen recuerdo de ella. Me motivaron también las conversaciones que tenía mi padre con un tío. Mi papá no era obrero, era empleado, en esa separación social que hacían de los trabajadores en Chile. Mi tío sí era obrero y dirigente sindical. Todo eso en la vida me favoreció: llegué a ser una persona ubicada. Me acuerdo también de una compañera que se llamaba Julia, ella tenía una maletita, una mini maleta en vez de bolsón. Una vez me senté a su lado y le dije: “Que linda tu maletita ¿Dónde te la compraron? ¿En Chañaral?”, que era donde se compraban todas las cosas bonitas en esa época. Me contestó que se la había hecho su papá, lo encontré genial, me seguí juntando con ella. En esa época vino la represión del Presidente Radical González Videla y un día Julia no apareció por la escuela. Le pregunté luego por qué no vino a clases.
“Estábamos solas, con mi mamá y mis hermanas”, dijo, y me pidió que no le contara a nadie que a su papá se lo habían llevado, lo mandaron relegado y después nunca más supe de esa compañera. Desde ahí empecé a sentir interrogantes y le preguntaba a mi papá mis dudas. Él me contestaba que cuando sea grande lo entendería, cuando creciera un poquito más. Parece que él tampoco entendía la actividad política a nivel superior. Fue toda la vida un trabajador modesto. Trabajaba como tripulante de barco, aprendió inglés y entró a la empresa cuprífera norteamericana Andes Copper, en los depósitos. En cambio todos sus tíos, hermanos de su padre, fueron pescadores. Y mi mamá fue una niña brillante, muy buena alumna de una escuela primaria en Taltal, de allá eran mis viejos. Una profesora le dijo a mi abuela que llevaran a mi mamá a la Escuela Normal de Copiapó para que fuera profesora y mis abuelos le dijeron que no tenía plata. Eso me lo contó mi mamá.
– Después llegaste a Santiago y empezaste a vivir sola.
– Sola en la capital. Mi madre me encargó a la mamá de una compañera de curso que se vendría a Santiago, cuando terminara el Liceo, y que ya tenía dos hijos estudiando acá. Primero llegamos a la casa de una hermana de ella y rápidamente nos cambiamos a un departamento que arrendó. Mi mamá me escribía siempre, y en una de esas me contó que había encontrado a otra amiga de su juventud, de Barquito también. Esta amiga tenía su casa en Santiago, por la Gran Avenida, en la calle San Francisco. Yo la empecé a visitar los domingos. Estando en tercero de la carrera me cambié a una pensión con unas compañeras, ubicada en Catedral al llegar a José Miguel de la Barra. Le escribí antes a mi mamá pidiendo su consentimiento y me dijo que bueno. La pasé bien ahí. Me puse a pololear, hasta que me casé y no me fui a Coquimbo como yo pensaba.
Su desempeño como profesora de Educación Física fue en varios colegios. El primer trabajo de Mirna fue a los 22 años en la escuela Co-Educacional de Puente Alto. También trabajó como ayudante en el Físico. Nació Marcela su primera hija. Entró a un Colegio de Monjas en la calle Diez de Julio con Vicuña Mackenna. La segunda hija, Andrea nace el 63. Luego trabaja en el Ex Liceo 15 de La Reina. Vino la Unidad Popular de Salvador Allende el año 70. Se cambia a la comuna de Ñuñoa. Ya militaba en el PC. Ricardo nació el 69. Después del golpe de estado del 73, la profesora Cecilia Soto asume la dirección del Liceo y despide a varios profesores, entre ellos a Mirna, a pesar de tener horario completo. Al iniciarse la “municipalización” llega al Liceo San José de Maipo. A los pocos meses la nombran Inspectora General. La alcaldesa de la comuna, amiga del dictador Pinochet, la despide del colegio por lo sucedido a su hija Marcela, (secuestrada y torturada por la CNI) quien era la presidenta del Centro de Alumnos de Filosofía del Pedagógico de la U. Católica.
“Conseguí trabajo en un colegio de Las Hualtatas, hasta que me contacta la profesora Aida Migones y me propone ir al Latinoamericano en Los Leones con El Vergel. Hugo Rojas era el rector del Latino, eso fue como el 83″, señala Mirna y continúa: “Trabajé cinco años en ese colegio, hasta que me fui al exilio. Conocí a Manuel Guerrero, el profesor comunista degollado por la dictadura el año 1985.
Recuerdo que en febrero del 85 cuando volvimos al trabajo, durante el Consejo General de profesores apareció Manuel. ‘¿Pero Manuel qué haces aquí?’ Nosotros estuvimos trasladándolo de una casa en otra. Manuel había sido requerido en varias oportunidades para declarar. Nos dijo que tenía un papel del Ministerio del Interior, firmado por Sergio Onofre Jarpa, que le permitía moverse por la ciudad. ‘¡No le creas Manuel! ¡Cómo se te ocurre!’
Esto sucedía el 28 de febrero. Al mes lo secuestraron y degollaron junto a José Manuel Parada y Santiago Nattino.
– Eso sucedió después del terremoto del 85.
– Sí, después del terremoto los detuvieron. Luego los mataron. El día del secuestro era un viernes. Yo entraba a trabajar como a las 10 de la mañana. Normalmente nos íbamos juntos con Ricardo, que era alumno del Latino. Le dije: “Te dejé almuerzo hecho; pero no hay pan”. “Pucha Mirna,”, me contestó, “no quiero que me des plata porque me la voy a gastar en el colegio e igual no vas a tener pan”. Decidí entonces comprar yo el pan. O sea, llegué más tarde ese día. Lo que es la vida. Cuando subí por El Vergel, hasta la esquina de Los Leones, noté un helicóptero que sobrevolaba el sector. Vi gente que corrió, sentí unos balazos, apuré el paso y llegué cuando estaban con el Tío Leo, Leonardo Muñoz de la Parra, un colega de pre escolar que resultó herido. Me acerqué a la puerta y vi a mi hijo Ricardo con una Inspectora. Él estaba angustiado porque creía que yo me había topado en alguna parte con el tiroteo, por quedarme a comprar el pan. Ricardo se alegró mucho cuando me vio. Pero todo fue bien triste ese día, mucha pena, mucha rabia.
– ¿Qué recuerdas de Manuel Guerrero?
– Un siete como persona, buen profesor. Él hacía clases a los niños de básica. Yo era profesora jefe de uno de esos cursos. Sus hijos eran alumnos míos, también los de José Manuel Parada, el otro compañero asesinado. Siempre estábamos conversando con Manuel, intercambiando ideas, qué sé yo. Como persona era súper simpático, de ensueño, le gustaba la chacota, tallero. Todo eso hizo más duro el dolor de su muerte. En esa oportunidad él tenía poquitas horas de clase, los dueños del colegio lo acogieron. Felizmente tenía el título de profesor, pero no había horas para él, hubo un arreglo y fue inspector. Así que un siete Manuel, un ocho, un nueve, un diez, como persona, como dirigente con nosotros. Tenía un montón de problemas afuera, era dirigente de los profesores a nivel nacional, de la AGECH. Su funeral fue muy emotivo y precioso. Yo no fui porque los profes dividimos el trabajo: unos iban al funeral y otros se quedaban cuidando el colegio; y a mí me tocó quedarme.
– ¿Con los alumnos?
– No, los alumnos fueron todos. Nos quedamos a cuidar la casa del Latino. Recuerdo que sonaba el teléfono y cuando atendíamos se escuchaban puras marchas militares. Varios psicólogos estuvieron trabajando con nosotros, y a su vez los docentes con los niños. Mi curso estaba en el segundo piso al lado de la biblioteca, con ventanas a la calle. Cuando sonaron los balazos todos se reunieron a mirar. Eran chiquillos de cuarto año básico. Después me abrazaban muy alterados cuando me vieron. Habían niños que lloraban. Recuerdo a un par de niñitas recién llegadas al colegio, que venían de Inglaterra, del exilio. Hablaban inglés de puro susto. Felizmente la mamá llegó temprano y las retiró.
– Sus dos hijas fueron reconocidas dirigentes estudiantiles, sufrieron detenciones por su actividad como opositoras a la dictadura.
– Mi hija Marcela fue presidenta del Centro de Alumnos de Filosofía del Pedagógico de la U. Católica. Estuvo secuestrada por la CNI. Me enfrenté al rector Swett de Universidad Católica de la época por hablar mal de mi hija en la prensa. Solo entregó vanas excusas cuando me recibió en su despacho. Andrea, mi segunda hija, ya había entrado al Pedagógico a estudiar Filosofía. Ella fue presidenta del Pedagógico y también estuvo presa, cuando tenía cinco meses de embarazo. Estuvo detenida en esa cárcel que daba a Recoleta, en calle Dávila. Las gendarmes que las vigilaban eran abusivas para tratar a las visitas. La detuvieron al día siguiente del atentado a Pinochet, junto a varios dirigentes sociales.
– Ella, Andrea, era conocida.
– Sí. El Pedagógico fue una comunidad que se levantó para las protestas contra la dictadura. Uno de los territorios principales en esa pelea, en Macul con Avenida Grecia. El rector de esa época era un señor prepotente, decía mi hija. La ira contra los estudiantes era porque se habían tomado el Pedagógico, entraron a su oficina y debido a ello se rompieron muchas cosas. Lo que más sentía Andrea es que hasta los bustos de famosos filósofos resultaron con daños. Ella estuvo presa un buen tiempo. Hubo mucha solidaridad y apoyo de los estudiantes europeos. La presión a la dictadura permitió su libertad.
– Mirna, tú no sólo te dedicaste a trabajar, criar y proteger a tus hijos en esos tiempos…
– Un día después del terremoto del 85 llegó un compañero a hablar conmigo. Dijo que necesitaba apoyo en su trabajo político y se la di. Mis niñas ya estaban con sus respectivas parejas, así que solo tenía a Ricardo en mi hogar. Me cambié de casa. En la nueva vivienda conocí compañeros y experiencias de lucha que me marcaron para siempre. Empecé a apoyar la causa del Frente Patriótico Manuel Rodríguez. Tener ese vínculo fue un salto grande por supuesto. No tuve miedo, o aprendí a controlarlo. Esa fue la fortaleza de mi mamá. Yo aprendí de ella a ser más o menos tranquila, que era lo que se necesitaba en mi trabajo de apoyo. Hice cosas de las que estoy orgullosa. Hasta que encontré en el jardín de mi departamento una citación para la Tercera Fiscalía. Hablé con las niñas. Ellas me aconsejaron que habláramos con una abogada conocida, Mildred, la que defendía a los chiquillos del Pedagógico cuando se los llevaban presos. Ella se subía a las micros de los pacos y llegaba con ellos a las comisarías. Conocía a la Andrea. También decidimos ir a la Vicaría de la Solidaridad.
– ¿Dijeron por qué te habían ido a buscar?
– Me presenté en Fiscalía. Cuando me preguntaron de dónde era dije de Barquito. El tipo que anotaba mostró cara de duda. “¿Barquito?” Entonces él Fiscal Torres Silva, que estaba ahí, dijo: “Barquito, queda en Chañaral” y se fue. Me fueron a buscar por unas llamadas telefónicas y porque yo decía que vivía en la calle del departamento de Grecia y contestaba el teléfono desde otra casa de allá arriba. Me preguntaron eso. Yo esperaba tener todo claro. Me podían preguntar por lo de mi hija Marcela, o por qué echaron a mi marido del trabajo, cosas del Físico, sobre Andrea, o por mi viaje Buenos Aires. Todo lo tenía así como bien claro; pero lo único que no tenía claro era precisamente mi relación con la gente del Frente. Me preguntaron lo que yo hacía, y por supuesto mi relación con la casa donde contesté el teléfono. Patudamente señalé que era algo personal. “Aquí no hay cosas personales señora, no las oculte”, me dijeron. Luego me mostraron fotos. Después del interrogatorio estuve varias horas sentada en un pasillo intermedio, esperando, con un militar armado vigilando. Como a las diez y media de la noche me llamaron: “Ya señora, se puede ir, pero antes me va a firmar este papel”. El papel estaba en blanco. Yo me acuerdo que una señora, quizás la esposa, lo había estado llamando a este milico hartas veces. Fueron como tres veces a buscarlo por ese motivo. Creo que me salvó esa señora, porque finalmente dijo: “Usted puede salir, vaya a tomar un avión altiro si quiere, usted tiene absoluta libertad de moverse, debe firmar este papel”. “Disculpe”, le dije, “yo me estoy arriesgando mucho pero, como su apuro es un asunto familiar, yo se lo voy a firmar. Pero que no me pase nada. Se va a saber que usted me hizo firmar en blanco”. Se enojó porque dijo que lo estaba amenazando. Finalmente firmé el documento. Para esa entrevista me vestí como vieja tonta, sin zapatos con amarras, no quería que me sacaran los cordones cuando me metieran presa. Me puse un terno gris, pantalón y chaqueta. La Andrea tenía una blusa rosada horrible, con vuelitos como de viejita. Se la pedí. Yo creo que eso ayudó, en parte. Lo otro, mi tranquilidad: en ningún momento se me quebró la voz.
Al otro día fuimos a la Vicaría. Todos decían que tenía que irme del país. “Tienes que cuidar a tu hijo”, decían. Eso de a poco me fue ablandando. Me hicieron una entrevista con la asistente social, que después tuvo un puesto en el gobierno del Presidente Aylwin. Ella dijo:
“Mirna, tú tienes 52 años, a estas alturas no vas a resistir la cárcel. Está listo el permiso de salida, para ti y tu hijo”.
Finalmente dije “bueno”. Ricardo no quiso acompañarme, señaló que él no se iba del país.
“¿Ricardo cómo lo vas hacer tú?”, le pregunté.
“Mamá, no te preocupes por mí”, contestó.
“Sí que me voy a preocupar, ¿cómo no lo voy hacer? Está bien hijo, solo te pido que te cuides mucho”.
Y partí de Chile el año 88, dejando a mi hijo. Recuerdo que un compañero de la organización me escribió una carta que llegó a Suecia, prometiendo enviar un copihue blanco que todavía estoy esperando (ríe).
– Y partiste al exilio a Suecia.
– Me fui a Suecia. Viví en un pueblo llamado Grums. Llegué de Chile como para un 18 de septiembre. Fui a una casa recreativa de la comunidad, donde estaban reunidos casi todos los chilenos del pueblo celebrando el dieciocho con empanadas y todo. Un lugar muy especial. Empecé a conocer compatriotas. Había simpatizantes del Frente Patriótico Manuel Rodríguez; no militantes, de puro corazón. Con ellos recuerdo desfilamos para un primero de mayo, yo llevaba la bandera del FPMR en la marcha en el pueblito. Como el 89, después de pasar un curso del idioma, empecé a trabajar. Mi actividad laboral consistía en ayudar a la profesora de Educación Física de la escuela y del liceo. Nadie hablaba mi idioma así que estaba obligada a hablar el poco sueco que sabía. Aprendí mucho de los métodos y los espacios que tenían para enseñar el deporte, era de otro nivel, todo era adecuado. Después de un tiempo cambié de trabajo, uno mejor remunerado, para juntar dinero para cuando volviera a Chile. En Estocolmo trabajé en una fábrica de chocolates y luego en una guardería de ancianos, que allá son privilegiados. En eso me enteré de la muerte de Raúl Pellegrín. No lo podía creer, pero tuve que aceptarlo no más. En mayo del 90 viajé de vuelta a Chile.
– ¿Aparte de Argentina y Suecia, has viajado a otros países?
– Sí, fui a México a presentar el libro “El Rescate” escrito por mi hijo Ricardo. El libro relata la fuga en helicóptero de cuatro militantes del FMPR de la cárcel de Alta Seguridad.
– Dejando a un lado el odio de la derecha chilena, hay mucha gente que ven al Frente como algo grande, místico, que les llama la atención, preguntándose cómo habrá sido esa organización.
– Claro, porque lo que conocen del Frente, los muchachos o muchachas de hoy, es por relatos de sus padres, tíos y amigos, en fin todo eso; además del elemento negativo de la derecha. Para esos jóvenes que se integran ahora a la actividad política es justo que sepan lo que pasó durante la dictadura y así, cuando ya estén estudiando carreras superiores, tendrán una opinión más fundamentada. Un alumno me preguntó una vez: “¿Supo usted del Frente? ¿Usted conoció a los del Frente?”
“Claro, yo veía las cosas que decían los diarios”, les dije.
“Y ¿qué decían los diarios, profe?”
“Bueno, de los apagones”.
“Profe, ¿Y cómo andaban en la calle, si eran súper clandestinos, para que no los pillaran?”
“Normal no más”, les contesté.
“¿Si pero, si es que los descubrían?”
“No pues chiquillos, a ellos no los conocían, porque nadie decía en la calle ‘mire señor yo soy del Frente'”.
Entonces yo les preguntaba a mis alumnos: “¿Cómo se imaginan ustedes las cosas?” Se imaginaban que los frentistas andaban con la bufanda subida en el invierno, tapándose la boca y en verano salían poco, porque no podían usar la bufanda. “Yo no sabía mucho”, les señalé, “pero intuyo que nunca los pillaron. Había mala suerte que en algunas acciones los descubrieran”.
– Mirna, tú fuiste de esas personas que fue involucrándose en la lucha contra la dictadura, sabías y estabas consciente de los riesgos y peligros. Actuabas a cara descubierta, eso significaba que si el trabajo quedaba mal hecho, ahí quedabas.
– Hasta ahí no más se llegaba. Siempre he pensado: yo no creo en los milagros, pero siempre he sentido que tengo un ángel que me cuida. Ya lo dije, porque a mí me pasaron algunas cosas, que eran como para que me fuera mal. Recuerdo un hecho con Ricardo una vez para una protesta en la población Santa Julia, en la rotonda de Los Presidentes. Era temprano en la tarde. Habían traído los camiones llenos de milicos, estaban hasta pintados y cuando volví Ricardo no estaba en el departamento. “Cabro de miechica”, dije yo. Estaba la pelotera y salí a buscarlo. Lo encontré en la calle mirando una barricada, en una orilla, cerca de los departamentos. Lo pesqué y le dije: “Por favor Ricardo, vámonos para la casa”. Íbamos caminando cuando de repente aparece un milico y agarra a Ricardo, yo por el lado sujetaba su brazo. “No por favor, ¿por qué se lo va a llevar? yo soy su mamá”. Era un militar que estaba solo y se notaba medio asustado. Lo quedé mirando bien fijo a los ojos, un poco pensando cómo son las mamás de ciertos estratos populares, son las viejas las que mandan. La mamá lo dice, la mami manda. Finalmente el milico lo soltó. “Que no te vuelva a pillar”, le dijo a Ricardo y le dio una patada en las canillas. El grito de dolor fue grande, lo metí para la reja del departamento. No me achunché y recuperé a Ricardo.
– ¿Qué sentiste cuando sucedió la fuga de Ricardo en el helicóptero?
– Cómo podría expresar lo que sentí. Quizás la palabra estupor sería la más correcta, y luego mucho miedo. Mucha preocupación por ellos. Nosotros lo supimos por teléfono. Una periodista nos llamó cuando la fuga ya había sucedido. Tomamos un taxi y partimos a la Cárcel de Alta Seguridad, iba con una compañera. Cuando llegamos estaba rodeado de carabineros, no dejaban pasar a nadie, menos a nosotros. En ese momento, no sabíamos quiénes eran los fugados. Tanto así que se comentaba que era “El Perilla”, un narco que tenía su celda en un piso superior de la cárcel.
Volvimos a una oficina que arrendábamos en el centro de Santiago. Una periodista dijo que podía averiguar los nombres de los fugados y lo que estaba pasando en la cárcel en ese momento. Al poco rato nos comunicó quiénes eran los fugados. Las que estaban conmigo se pusieron a saltar de alegría y yo me senté en la silla, como decía, con estupor y luego miedo. “Los van a pillar, los van a pillar”, repetía y eso fue lo que sentí. “Pero Mirna”, me decían, “no te das cuenta”. Yo les contestaba que claro que me daba cuenta, pero no les decía el miedo que tenía. Después me puse como en blanco, y los pocos minutos, unos diez minutos, una cosa así, empezaron a llegar los de la prensa a la oficina en que estábamos, fue una locura.
Personalmente no sabía nada de la fuga. La última vez que nos habíamos visto con Ricardo fue en la visita especial que les permitían después de Pascua. Dejaban entrar cinco familiares por preso y las visitas se hacían en el mismo patio donde bajó el helicóptero a rescatarlos. Cuando terminó la visita me dio un fuerte abrazo. Cuando me doy vuelta para decirle chao, así (hace un gesto), veo que Mauricio Hernández Norambuena le señalaba que fuera de nuevo donde mí, y que se despidiera como correspondía, según lo interpreto yo. Vino corriendo y me abrazó fuerte. “Vieja cuídate” dijo. Ese fue el último abrazo que le he dado.
Recuerdo que meses antes, algunas cosas me causaban rareza del él. Me pedía que le llevara ensalada de brócoli, jamás comió brócoli, nunca le gustó. Yo le decía “Pero ¿tú sabes lo que es el brócoli?” “Sí, eso mismo que te comes tú mamá y tráeme ensalada a la chilena también”. Siempre pedía ensalada chilena. No sé, pedía cosas que nada que ver con sus hábitos. Yo pensaba que en las condiciones de prisión en que estaba se empieza a retroceder y piden las cosas que nunca quisieron comer. Gastaban mucho las zapatillas, jugaban en una cancha de cemento chica. Ellos allí echaban todo para fuera, se peleaban, empujaban, eso me lo contaba él.
Tiempo después supimos que uno de los fugados, Patricio Ortiz, había sido detenido en Suiza. Con una compañera viajamos a solidarizar con él. Yo me había leído el libro de “El Rescate”, que escribió mi hijo. Recuerdo que en ese país le pregunté a Patricio: “¿Por qué tú ibas colgando de la canasta durante la fuga?” Pato me contestó que hicieron varias veces la rutina de la subida a la canasta. Los fugados tenían contextura física distinta. Pato era como Ricardo, alto y fortachón. Hernández era más bajo y flaco, y Pablo también flaco, pero largo. El orden de subida era: Ricardo, el Flaco, después Hernández y al final iba Patricio. ¿Qué pasó? Cuando tiraron la canasta, venían dos revólveres adentro, pero uno saltó para afuera con el golpe y Hernández fue a buscarlo. Entonces cuando volvió, el canasto iba ya subiendo, él pegó un salto, se agarra, hasta ahí todo claro. “¿Pero y tú Pato?”, le pregunté. La respuesta me la daría mucho después. Yo fui a Suiza, como dije. La hermana de Patricio residía allá, ella visitó ciudades donde había chilenos organizados y formó una comisión por su libertad. Yo fui a colaborar, visitamos varios países. Explicábamos la situación de los presos, los aspectos legales, todo lo que había pasado con ellos. Nos dieron permiso para visitar a Patricio en la cárcel. Durante la visita le dije que yo quise verlo para abrazarlo. Y ahí seguí con mí pregunta: “Quiero saber ¿por qué tú estabas colgando?” Me dijo que esperó que Hernández Norambuena se subiera primero a la canasta con el revolver caído. Durante el traslado Ramiro apenas se aguantaba. Estaba tan desesperado que se soltó como a cinco metros de altura en el lugar de destino y se sacó la mugre el pobre.
Tiempo después cuando nosotros volvimos de Suiza, como un año después, una de mis hijas me contó que había comprado La Segunda. Yo le pregunté que por qué había comprado ese diario asqueroso. Ese periódico había vapuleado a Ricardo por el asesinato del senador Guzmán, ideólogo de la dictadura de Pinochet, desde la mañana a la tarde. Todos los días ese diario condenaba a mi hijo. Lo había comprado porque estaba publicada una carta que mandó Mauricio Hernández Norambuena a su familia. Qué bueno dije yo, se despabilaron y mandaron una carta.
Pasaron unos días, yo vivía con mi hija Marcela. Era temprano por la mañana, ella me llamó, ¡Mamá! “¿Qué pasa?”, le dije yo, y veo que estaban dos policías dentro de la casa. Un Inspector me señaló en tono prepotente: “Venimos a buscar a Ricardo Palma Salamanca”. Yo le contesté: “¿Usted no sabe que Ricardo se fue en un helicóptero el 30 del año pasado? ¿Tiene alguna orden para estar aquí?” Me mostró un papel que apenas alcancé a leer. Decía Cuarta Fiscalía, él me lo arrebató y guardó de inmediato. Eran puras chivas. “Bueno, pase”, le dije y me ubiqué detrás de él. Trajinaron completa la casa. Los detectives tomaron unos datos y se fueron. Miré por la ventana: había como cinco vehículos policiales en la parte baja del edificio. Al otro día yo hice la denuncia del atropello en una conferencia de prensa. Fueron bastantes periodistas, estaba lleno, la mayoría eran mujeres.
Ellos, los fugados, hicieron llegar una carta a cada familiar. Ricardo me contó que estaba feliz de haber escrito esa carta y de que llegara a mis manos, decía que no iba a saber de él por mucho tiempo. Otra de las frases que escribe decía que no volvería nunca a este país. Me contó que Hernández lo había estimulado a escribir su primer libro. Yo sabía que a Ricardo le gustaba escribir poemas y cuentos, que contrastaba con su imagen de rudo. Finalmente me dice que él siempre va saber de mí; pero yo no. Ricardo me contó además algo sorprendente: decía que vio a su papá el día de la fuga, que su padre estaba en una esquina esperando que pasaran los autos y lo divisó. Increíble. Eso fue lo último que sé de mi hijo.
– ¿Qué le dirías hoy?
– ¿Qué le diría ahora que estamos separados? ¿Qué le diría cómo mamá? Estoy pensando: Oye, ¿cómo no has buscado una forma para decirme como estás? Bueno, eso como mamá. Y que me disculpe el deseo, yo no quiero perjudicarlo. En esa carta personal que me llegó, cuando dice que él no iba a regresar a este país, agregaba que a la bestia, él le decía la bestia a la cárcel, no entraría de nuevo con los ojos abiertos, eso dice.
Mirna se queda en silencio por un rato, después de repetir nuevamente esta sentencia de Ricardo, su querido y prófugo hijo. Quizás recordando la época del secuestro y tortura de Marcela o cuando encarcelaron a Andrea embarazada, ambas dirigentes universitarias en los años ochenta. Tal vez pensando en su tranquila niñez en Barquito, en sus padres, o en la recuperación de su Partido, en fin. Quizás hasta pensando en el copihue blanco que le prometió una vez un compañero del Frente.
increible mujer, mi padre la conocio cuando trabajaban en la ex-universidad e instituto Educares. No se que decir… es una mujer que debio haber sufrido , pero ese sufrimiento se trasnforma en Dignidad. Siempre admirare a esta familia , y en especial A Ricardo, por su valentia infinita.
Apasionante y admirable la vida de Mirna. Las personas valientes cuyo coraje proviene de la razón y la justicia son doblemente valientes. Inspiradora entrevista que me ha emocionado en muchos puntos. Me ha hecho pensar en las maestras españolas de la II República que trabajaban en las condiciones más miserables al servicio de los más nobles ideales.
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– Nos quedamos a cuidar la casa del Latino. Recuerdo que sonaba el teléfono y cuando atendíamos se escuchaban puras marchas militares. Varios psicólogos estuvieron trabajando con nosotros, y a su vez los docentes con los niños. Mi curso estaba en el segundo piso al lado de la biblioteca, con ventanas a la calle. Cuando sonaron los balazos todos se reunieron a mirar. Eran chiquillos de cuarto año básico.
Reblogueó esto en Antropología de la Realidad Virtualy comentado:
Mirna, detuvieron a tres estudiantes en la marcha, los llevan a Santo Domingo.
– Dame nombres y edades de los niños, te escucho. Inmediatamente se publica en el Twitter. Listo…Es el diálogo que escuché