Bukowski

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La senda del perdedor

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La primera cosa que recuerdo es estar debajo de algo. Era una mesa, veía la pata de una mesa, veía las piernas de la gente, y una parte del mantel colgando. Estaba oscuro allí debajo, me gustaba estar ahí. Debió de ser en Alemania, yo tendría entre uno y dos años de edad. Era en 1922. Me sentía bien bajo la mesa. Nadie parecía darse cuenta de que yo estaba allí. La luz del sol se reflejaba en la alfombra y en las piernas de la gente. Me gustaba la luz del sol. Las piernas de la gente no eran interesantes, no eran como el trozo de mantel que colgaba, ni como la pata de la mesa, ni como la luz del sol.

Luego no hay nada…, luego un árbol de Navidad. Velas. Adornos de aves: aves con pequeños racimos de frutas en sus picos. Una estrella. Dos personas mayores peleándose, gritando. Gente comiendo, siempre gente comiendo. Yo también. Mi cuchara estaba doblada de tal forma que si quería comer tenía que cogerla con mi mano derecha. Si la cogía con la izquierda, se apartaba de mi boca. Yo quería cogerla con la izquierda.

Dos personas: una más grande, con pelo rizado, una narizota, una boca enorme, mucha ceja; siempre parecía estar furiosa, gritando cada dos por tres. La persona más pequeña era tranquila, de cara redonda, más pálida, con grandes ojos. Yo las temía a las dos. Algunas veces había una tercera, una persona gorda que llevaba vestidos con un lazo en el cuello. Llevaba un gran broche, y tenía muchas verrugas en la cara con pequeños pelos saliendo de ellas. «Emily», la llamaban. Esa gente no parecía feliz de estar junta. Emily era la abuela, la madre de mi padre. El nombre de mi padre era «Henry». El de mi madre, «Katherine». Yo nunca los llamaba por su nombre. Yo era «Henry Junior». Esa gente hablaba en alemán la mayor parte del tiempo, y al principio yo también.

La primera cosa que recuerdo haberle oído decir a mi abuela fue: «¡Os enterraré a todos!» Lo dijo por primera vez un día antes de la comida y luego lo repetiría muchas veces, siempre antes de que empezáramos a comer. La comida parecía algo muy importante. Comíamos carne en salsa con puré de patata, especialmente los domingos. También comíamos roast beef, salchichas con chucrut, guisantes, ruibarbo, zanahorias, espinacas, judías verdes, pollo, albóndigas con espaguetis, algunas veces también con raviolis, y cebollas cocidas, espárragos, y todos los domingos pastel de fresas con helado de vainilla. Para desayunar tomábamos tostadas con salchichas, o tortitas con bacon y huevos revueltos. Y siempre café. Pero lo que recuerdo sobre todo es la carne en salsa con puré de patata y mi abuela Emily diciendo: «¡Os enterraré a todos!»

Nos solía visitar a menudo después de que viniésemos a Estados Unidos, cogiendo el tranvía rojo de Pasadena a Los Ángeles. Nosotros solo la íbamos a ver en contadas ocasiones, viajando en el Ford T.

A mí me gustaba la casa de la abuela. Era un edificio pequeño cubierto por la sombra de una verdadera masa de árboles. Emily tenía a todos sus canarios en diferentes jaulas. Recuerdo sobre todo una visita. Aquella tarde ella fue cubriendo todas las jaulas con fundas de tela para que los pájaros pudieran dormir. La gente estaba sentada y charlaba. Había un piano, y yo me senté en el piano y empecé a pulsar las teclas y a escuchar su sonido mientras la gente hablaba. Me gustaba sobre todo el sonido de las teclas del extremo, donde apenas tenían sonido. Su sonido era como el de dos pedacitos de hielo chocando entre sí.

– ¿Te quieres estar quieto? –dijo mi padre a voz en grito.

– Deja al chico que toque el piano –dijo mi abuela.

Mi madre sonrió.

– Este chico es un caso –dijo mi abuela–. Cuando traté de levantarle para darle un beso, me pegó un golpe en plena nariz.

Siguieron hablando y yo seguí tocando el piano.

–¿Por qué no afinas ese aparato? –preguntó mi padre.

Entonces me dijeron que íbamos a ir a ver a mi abuelo. Mi abuelo y mi abuela no vivían juntos. Me dijeron que mi abuelo era un mal hombre, que le apestaba el aliento.

– ¿Por qué le apesta el aliento?

No me contestaron.

– ¿Por qué le apesta el aliento?

– Porque bebe.

Subimos en el Ford T y fuimos a ver a mi abuelo Leonard. Cuando llegamos, él estaba de pie en el porche de su casa. Era viejo, pero se mantenía muy firme. Había sido oficial en Alemania y se había venido a Estados Unidos después de oír que las calles estaban asfaltadas con oro. No lo estaban, así que montó una empresa de construcción.

La otra gente no salió del coche. Mi abuelo me hizo señas con un dedo. Alguien abrió la puerta del coche, yo salí y me acerqué a él. Su cabello era largo y de un color blanco puro, y su barba era también larga y de una blanca pureza, y a medida que me acercaba pude ver que sus ojos eran brillantes, como luces azules observándome. Me detuve a cierta distancia de él.

– Henry –me dijo–, tú y yo nos conocemos. Entra en casa. Me tendió la mano. Al acercarme, pude sentir el olor de su aliento. Era muy fuerte, pero de cualquier forma él era el hombre más hermoso que había visto nunca, y yo no tenía miedo.

Entré en su casa con él. Me llevó hasta una silla.

– Siéntate, por favor. Me alegro mucho de verte.

Entró en otro cuarto. Entonces salió con una pequeña caja de hojalata.

– Es para ti. Ábrela.

Tenía problemas con el cierre, no podía abrirla.

– Espera –dijo–, déjame a mí.

Soltó el cierre y me devolvió la caja. Levanté la tapa y vi la cruz, una cruz de hierro alemana con distintivo.

– Oh, no –dije yo–, no puedo aceptarla.

– Es tuya –dijo él–, no es más que una vieja condecoración.

– Gracias.

– Será mejor que te vayas ya, deben estar preocupados.

– Está bien. Adiós.

– Adiós, Henry. No, espera…

Me detuve. Él buscó en uno de sus bolsillos con un par de dedos, mientras sostenía una larga cadenilla de oro con su otra mano. Entonces me dio su reloj de bolsillo de oro, con la cadena.

– Gracias, abuelo…

Ellos estaban esperando afuera. Yo subí al coche y partimos.

Hablaron de muchas cosas durante el viaje. Siempre estaban hablando, y no pararon en todo el camino hasta casa de mi abuela. Hablaron de muchas cosas, pero no dijeron ni una palabra de mi abuelo.

 

* * *

Traducciones de Jorge G. Berlanga, Ernesto Giménez-Caballero Alba y Cecilia Ceriani.

* * *

 

 

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