Ford Falcon

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Rubén Jacinto Chamorro tenía dos hijos varones y una hija que se llamaba Berenice. En 1978 ella tenía 11 años. Una vez Berenice invitó a una amiguita del colegio a jugar en su casa de la Avenida del Libertador. La casa de Berenice quedaba en un edificio enorme de un blanco que la hacía ver imponente como la entrada a una catedral o un, quizás, importante edificio de gobierno. Había jardines y, un poco más allá, edificios de tres pisos, otros de cinco, y una pequeña plaza rodeada de inmuebles de madera. Y -vaya maldición- en todo ese sector cuando llovía aparecían cientos de mosquitos que al planear como aviones y picar dejaban unas ronchas que se quedaban, cual convidados de piedra, en la piel varios días. Los cuartos de la casa de Berenice eran altos, alfombrados, y el piso de parquet del comedor se veía impecable, siempre limpio y con olor a cera. Entre el comedor y la cocina deambulaban presurosos una docena de jóvenes con traje y guantes blancos. Qué tipos más extraños aquellos. La cocina es amplia -como los cuartos y el comedor-. Pero había un olor raro que descendía de la parte superior. Era un olor difícil de describir. Como si un Dios págano hubiese vomitado luego de comer algo en mal estado. Un olor a muerte. Sí, se podía denominar de esa forma: un olor a muerte bajando las escaleras de cemento. Luego el olor se diluía entre tanto cloro y cera. Ahí los niños no podían pasar.
-¡Berenice va a empezar SWAT!- grita su padre. Y agrega:-. Ven con tu amiguita a comer alfajores.
Entonces, cerca de las seis de la tarde, ambas van y comen alfajores mientras ven SWAT en un televisor muy grande donde los policías persiguen a los delincuentes y los detienen. Las niñas miran absortas el monitor.
A Chamorro -el padre de Berenice- no le gustaban las fotos ni el sol. A él le gustaban sólo las mujeres y los helados de dulce de leche. Le encantaba el dulce de leche. Y la Coca Cola. Podía beber muchas Coca Colas. Ojalá en compañía de una mujer hermosa. Chamorro se estaba separando de su esposa y se sentía solo. No muy solo pero solo. Y a él que le gustaban las mujeres vaya que era difícil vivir solo. Era un infierno estar solo y desprotegido.
Cuando un avión se mete en una nube -y hay turbulencia-no hay cómo salir de ella sino pasados algunos minutos que parecen ser días, incluso años.
No importa si eres buena o mala persona, si estás metido en la nube no hay como saltársela, no puedes hacer como que nunca existió. Ello -el hecho invariable- vale tanto para la nube misma como para el avión. Se dio y no había nada que hacer.
Uno elige sus amigos, pero estos brotan de la nada como la vegetación. De repente aparecen y uno decide si esa persona es tu amigo o no lo es. Berenice decidió invitar a su amiga a su casa. La amiga aceptó. Jugaron, vieron esa serie de SWAT y comieron rodeadas de esos extraños hombres con guantes blancos. Luego se sentaron junto a una mesa de billar. Lo que sucedió después también fue obra del destino.
 
Martes 20 del 2024
 
Buenos Aires despierta antes de las seis de la mañana. En un minuto la oscuridad se va y brota un sol infantil y tímido. Entonces la ciudad bosteza y se viste y al hacerlo genera pequeños ruidos que es la música urbana de autos y borrachos, de camiones de aseo y el tango que escuchan los taxistas y los conserjes. Pero también son alaridos. Son gritos. Es el ruido de la cafetera en la cocina y el sonido que emiten los grilletes cuando alguien sube escalas. Esa música se emite desde casi 50 años.
 
1978
 
Las chicas ríen y se mueven de un lado a otro en el amplio salón. Los rayos del sol barren con la humedad y generan vida en la vegetación reinante, pero también más abajo, en el subsuelo. La vida prevalece. Entonces ambas sienten el chirrido de los neumáticos de un vehículo que se ha estacionado bruscamente afuera. Lentas se acercan a la ventana cuyas cortinas están apenas abiertas. De un Ford Falcon bajan a una joven mujer con los ojos vendados, esposas en las manos y grilletes, o algo parecido, en los tobillos. Pese a que está indefensa dos soldados la apuntan con sus metralletas. La mujer trastabilla. Los soldados la empujan con fuerza. Y luego todos desaparecen por un corredor. Las niñas atónitas quedan en silencio. Berenice baja la vista y se sienta en el sillón. Su amiga no sabe que hacer.
-Ya no quiero jugar- dice, al mismo tiempo que ese olor desagradable vuelve a sentirse bajando desde el piso superior.
La niña no sabe que está en la ESMA, la Escuela de Mecánica de la Armada.
Johanna Lozoya
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