Por Sebastián Diez Cáceres
La vez que fui a un banco en Buenos Aires lo primero que me llamó la atención fueron los biombos. Los agradecí pues siempre es un tedio la exhibición de la transacción, es como fotografiar la comida, algo ominoso. Además cubre de obvias maquinaciones delictuales. Lo curioso vino cuando un guardia le dijo a un tipo que revisaba su teléfono que no podía usarlo. Se quejó. El guardia le replicó que eso era ley hace más de diez años. Tuvo sentido cuando supe de una serie de robos a bancos estrechamente relacionada con el contacto telefónico. De uno particular: los miembros de la banda delictual, con rehenes a su haber, piden por teléfono a la policía una fugazza sólo para hacer más tiempo y de paso dar señales de lo que harían. Con estas obstrucciones del espacio (no hablar por teléfono, no ver la transacción) todo agarraba un tono a iglesia. Un ambiente de respeto, de presencia de lo sagrado. Me gustó la perspectiva de no ensimismarse en el aparato con acceso internet a la vez que ocurriera algo tras bambalinas. Susurros que se filtran, chistes internos. Incluso la gente bajaba de volumen su voz como un gesto instantáneo.
Un halo sagrado cubría las salas de espera de los bancos. Esa es quizás la frase para iniciar. Y de inmediato la siguiente en neones: un argentino acaba de ganar el Pulitzer con una novela sobre la especulación en Wall Street en los alrededores de la crisis del 29. Si la ficción especulativa es como Harlan Ellison rebautizó la mal denominada hasta entonces ciencia ficción, una especulación ficticia (y no por ello menos fantasiosa) sería la maniobra de Hernán Diaz, autor de Trust, escrita en inglés. En ésta se lee el pulso matemático para obtener la mayor ganancia no sé si al menor costo, pues hay artesanía sin ser el autor un maestro del lenguaje. No quiero decir con esto que escriba mal. ¿Qué es malo a todo esto? Quizás categorías un poco más nobles serían bello o feo. Díaz, lo que sabe lo pone a disposición de su manía: cómo hacer una literatura que desea (esto es el sustrato de la especulación ficticia) la existencia de alguien que pudo haber provocado, por su astucia, la crisis del 29. Es más, ¿cómo alguien a pesar del desastre que en efecto supuso, logró no solo sortear la crisis sino abastecerse de ella? No tiene ningún alcance esta especulación sino con la especulación misma, no hay reflexión. No es el “Qué hubiese pasado si…” de la ucronía, sino “Qué tal si hubiese ocurrido esto, aunque ello no modificase el panorama”. El jueves negro es un episodio tan manoseado que ya comienza a adquirir los jirones de un aura retrofuturista.
Lo interesante ocurre cuando uno deja de leer la novela como tal, y entiende que no acaba en las distintas versiones de la vida de un magnate ficticio, depósito de los deseos del escritor (con prosa de Edith Wharton la primera mitad y luego a caballo entre lo calculadamente desprolijo y la lírica), sino que continúa fuera de ella, con su autor, Hernán Díaz, argentino de origen, que vive hace años en EEUU, ganando un importante premio en lengua yanqui. Esa es la trama más extraña y compleja. El Pulitzer sería esa instalación artística, a lo “Sensini” de Bolaño, en la que la obra no tendría sentido si no gana el premio. La consagración del escritor argentino en el país de los dólares en pleno vértigo inflacionario, escribiendo una suerte de fantasía mercantil, es una escena demasiado sintomática como para no atenderla.
Ahora, veamos algunas sentencias del libro a modo de monólogo dramático, para entender un poco este concepto de especulación ficticia: “Hasta la última de nuestras acciones está gobernada por las leyes de la economía. Los negocios son el denominador común de todas las actividades y empresas humanas. Son el nodo donde confluyen las distintas corrientes de la existencia. Todo financiero ha de dominar múltiples disciplinas, porque las finanzas son el hilo que recorre todos los aspectos de la vida. Nuestra grandeza no habría sido posible sin la interacción libre de las voluntades singulares. Pero un círculo vicioso se ha adueñado de nuestros hombres físicamente capaces: cada vez dependen más del Estado para mitigar la miseria que crea ese mismo Estado, sin percatarse que esa dependencia solo reafirma su lamentable condición. El mercado siempre tiene la razón. Los trabajadores se convirtieron en consumidores. Y pronto los consumidores en ‘inversores’. La bolsa se convirtió en el pasatiempo favorito de América. El presidente Coolidge no lo podría haber dicho mejor: ‘El negocio de América son los negocios.’ El desenfreno de la especulación apalancada atrajo a un sinfín de don nadies con sueños de grandeza, que eran siempre los actores más irresponsables del mercado. El resto veía con perplejidad cómo mis posesiones se reducían de forma directamente proporcional al crecimiento de mi riqueza. Mis acciones salvaguardaron la industria y los negocios de América. En suma, vi que la relación con el cliente no se termina con la compra del producto: de aquella transacción se puede extraer más beneficio. Alejé de nuestra economía a los operadores inmorales y los destructores de la confianza. También protegí a la libre empresa de la presencia dictatorial del Gobierno Federal. ¿Obtuve algún beneficio de esos actos? Sin duda. Pero a largo plazo, también lo obtendrá nuestra nación, liberada tanto de la piratería bursátil como del intervencionismo estatal.”
Por momentos pareciera estar dando las directrices de lo que ocurriría en los noventas y dos mil no sólo en Argentina, sino que en otros países latinoamericanos, con el aumento del mercado crediticio. El sueño de la casa propia y el cotillón en torno al primer auto cero kilómetros. La tarjeta de crédito como selfie en la horca. Y en otras ocasiones, señalando el decálogo de una utopía neoliberal única en su especie, de ahí lo ficticio. Cuando hablo de especulación ficticia, me refiero a la ficción que entra en la historia (tiempo) no para modificarla, sino para acomodarse en ella. La relación con el cliente no acaba en la transa, sino en el tiempo que dispone de él. 500 páginas, lo que los bestsellers obtienen de tu vida. Te arrancan de la ‘realidad’ cuando en realidad te consumen, pues uno jamás sale del mercado. Cumplen la profecía consumista, son los objetos los que te compran. Lógica paralela la de Díaz. Quiero decir que es una novela basada en el cálculo. La serie de novelas ficticias, la metaficción, su aspecto coral son atributos de una novela que viene de baja desde que Vila Matas dejó estrepitosamente de ser leído. Atributos que la hacen lucir como una mera carcasa. Está calculada para que todo ‘funcione’. No se confronta consigo misma por más reversiones de la trama haya. Una literatura que no tiene inconsciente. No hay pulpa. Los lugares comunes abundan. El hombre seco, que no demuestra emoción, calculador. La mujer sensible, cuidadora y loca. Es una novela bien escrita, en el sentido con que el Chat GTP lo hace. Un análisis paranoico crítico daría como resultado esa sospecha: ¿y si todo esto lo tramó una IA? Veo al autor solicitando al chat, “escribe con prosa de Edith Warthon la caída en la locura de una filántropa casada con un genio bursátil, con todas las comodidades y salud holgada que ello permite.”
Y el chat responde: “La señora Beatrice Kensington, una dama de refinado porte y una belleza que rivalizaba con los cuadros más exquisitos, vivía en un mundo de opulencia y privilegios. Casada con el magnate de Wall Street, el señor Reginald Kensington, un hombre cuyos talentos en los asuntos financieros eran tan legendarios como su fortuna. La salud de ambos, radiante y vigorosa, era el envidiable resultado de una vida de comodidades y cuidados. En su mansión de mármol y terciopelo, rodeada de antigüedades y obras de arte, Beatrice se consagró a la filantropía. Sin embargo, conforme pasaba el tiempo, la línea que separaba la nobleza de sus intenciones de la obsesión se volvía cada vez más tenue. Noches en vela, preocupaciones incesantes y la presión constante de su misión filantrópica comenzaron a minar su estabilidad mental. Visiones fantasmales y sombras que danzaban en los rincones de su percepción se convirtieron en sus compañeras más cercanas.”
La saturación de íes griegas entre adjetivos pomposos es parte de esta floritura. En los noventas hubo en Chile una camada de novelistas al alero de José Donoso cuyo único objetivo, al parecer, era escribir una mezcla de Henry James y Graham Greene. Trust orbita esta estela. No es original. Es parte del último lote de una fábrica de novelas probadas. Es tal como ella anuncia en su estructura, una ‘serie’. El problema para algunos especuladores hoy no es si la novela es buena o mala, sino si es netflixiable o no. Trust, en ese sentido, no necesita ni siquiera de un guionista. Está tan bien escrita que cualquiera puede situarse y filmar. No acarrea muchos problemas narrativos.
Puede parecer que el concepto especulación ficticia sea una tautología, pues toda especulación involucra una ficción, es más, el mercado mismo puede parecer una ficción en andas. Uno se anticipa a un panorama virtualmente dispuesto, pero jamás real del todo. Ese es el margen en el que el dinero hace dinero, esa es la abertura en que operan los monstruos del capital. Trust no es una novela sobre el dinero, es un tratado sobre la especulación, que logra varios aciertos por especular consigo misma, en el sentido de probar maniobras que antes surtieron a otros y de no correr riesgos muy románticos tal como el broker enseña.