Por Eugenia Brito
Marina Arrate nace en Osorno en 1957. Estudia Psicología Clínica y un Master en Artes en la Universidad de Concepción. En 1986, publica su primer libro de poesía Este lujo de Ser, Ediciones del Mirador, Concepción, Chile. Al año siguiente, obtiene una beca para asistir y presentar su poesía en el Primer Congreso de Literatura Femenina en Santiago, celebrado el año 1987.
Más allá de decir que sus textos líricos emergen en la cultura de la Resistencia ante la dictadura en Chile, la poderosa poesía de Marina Arrate durante los años 80, propone un cambio de escena ya desde su primer libro, Este lujo de Ser, con una pregunta nueva: quién es la mujer que emerge desde la letra latinoamericana; desde qué umbral de esa letra, siempre subyugada a los modelos dominantes, se la puede encontrar; cómo existir en la historia de la mujer latinoamericana, particularmente, la chilena, en este “ insilio” doble, marcado por la colonización y el mestizaje, por una parte.
Por otra, la violencia que aloja en sí el signo cultural que nombra a la mujer como una subordinada, descartada política y culturalmente.
Su poesía de manera sutil alegoriza la problemática de la existencia en el territorio frágil de la nación, tomada primero por la dictadura y luego, construida con el diseño neoliberal del mercado, post pinochetista. Fascismo y espectáculo; máscaras en series provenientes tanto del Imperio como del speculum femenino, en su sombrío espejeo y reverso del poder son los contextos de su trabajo literario.
Marina Arrate también ocupa el fragmentarismo y se adueña del neobarroco que se instala en el país gracias a la lectura de Góngora y Quevedo, y la relectura de Lezama Lima para más adelante concluir con Sarduy y Arenas. Pero muchos otros y desde diferentes campos ingresan a pluralizarse en este tramado orgánico y sensitivo que es su poesía. Tampoco se puede ignorar el trabajo de traducción que la poeta hace de esas referencias cruzándolas con sentidos y fragmentos de habla de la cultura sudamericana.
Máscara Negra, Stgo. Eds. Lar,1990, es su segundo texto en el que se articula la gran doble de la mujer: ese doble que encarna el proceso de ser. Siguiendo la estética de su primer libro, Marina Arrate organiza en cinco poemas ( cinco tomas ) la radiología del proceso ( o rito) mediante el cual la “máscara”, el “disfraz” articula los pasos, los hilos de sentido, que actualiza el difícil acceso de la mujer al mundo simbólico. Y con él, su ingreso a la cultura, al lenguaje.
Y ser mujer viene a ser una compleja excavación de estados alternativos o paralelos entre una historia y una ficción, que se organiza de acuerdo a un sutil juego de disfraces, de revestimientos barrocos que proponen articulaciones y desvíos de la mirada como centro de una galería de espejos maquillados y deseantes en el sentido de que revelan su desencanto y rebeldía. Lo que motiva, en el filo del vacío a hacer nacer a la gran Otra de sí, esa mujer que la Mistral enterrara en cierta manera en su famoso poema: “La Otra”.
Pero es la “otra” de una conciencia obsesiva y penetrante, la raíz de una articulación del ser que , enceguecido frente al espectáculo de luces y guiones representados como espectáculo ante su conciencia, retrocede para buscar su propia palpitante necesidad. Y sin matar o sacrificar a esa necesidad de la otra, sin matar la pulsión que la conforma, da testimonio de ella, le reconoce sentido, le otorga un estatuto de legitimidad a esa esquirla de habla y por ello dice: “en consecuencia / he decidido escribirla”.
Previamente, debe rescatar su huella, dejando a la memoria su tarea, forzándola a espejearse para sí, de manera épica, en un sutil espejo: que es ella, sus ojos, y también el objeto que ilumina la sombra inmaterial de su estilo y su carne. En “Pintura de Ojos”, el primer poema del texto, la que habla, sujeto de la enunciación, nos instala en un momento iniciático: el momento de la formación de la “imago” frente a un “espejo”, etapa situada según Lacan, alrededor de los primeros seis meses de vida del niño, lo que marca según él, su ingreso a la matriz simbólica. Frente a frente, supuestamente ante un espejo, “ojo con ojo/ se miran con profundidad”. La escena nos sitúa en ese umbral que el acto de pintarse reitera, la aparición del ser como “otro” frente a sí mismo, y este acontecimiento se desliza como efecto de sentido en la figura literaria del “manto de sombras”: “el primer efecto se deja sentir/ un manto se esparce inquieto/ de sombra.”
Esta oscuridad esparcida por la pintura en el texto encarna el lado “siniestro” de la identidad reprimida y agredida de la mujer. El acto de maquillar el ojo tiene una cierta fiereza, lo que vuelve extrañamente amenazante el retoque. Una mujer agazapada, en el interior del psiquismo, surge desde la psique de la sujeto de la enunciación. Ello genera en la escritura una fuerza consciente que motiva la producción del rostro femenino, con placer y con miedo. Pues, ¿de qué manera se va a articular ese rostro sino con reservas mnemónicas en las que subyacen capas más arcaicas e infantiles?. Donde aún existe el miedo, los residuos de visión parcial de anteriores experiencias, vínculos con estados previos, los deseos de revivir etapas de un tiempo arcaico, edénico, captado como imposible pero aún deseable. En suma, lo que transcurre en ese decurso son fracciones de un imaginario zigzagueante que se multiplica y acumula su carga libidinal en una estantería de figuras retóricas un poco ciegas.
Pero, lo más importante y central del texto provoca la pulsión de mirarse, de celebrar como en un antiguo rito la identidad que se instala en un “femenino “, frente al cual “dos ojos absortos/ embebidos de asombro/ palidecen”.
Es. por un lado, el significante mujer que es emplazado en su proceso de conversión en contenido cultural, en vestido antiguo, hechicero o cortesano; cita de arte moderno, o bien, modelo rock. Una vasta y compleja red de figuras para encandilar el aparato espectacular de la vitrina postmoderna y su paradigma de imágenes de deseo en la seducción mercantil de su entramado.
¿Qué hacer con esa otra y su fuerza, su “garfio”, para nombrar la angustiada necesidad del “ello”, de esa carne palpitante, que desea existir y devenir humana?. Aparecer como forma ante unos ojos , ser “representada” o “ contenida” como alguien vivo frente a sí. Ese es el poema: la mujer entra y sale de esta “otra”, imprimiéndola en los caracteres de las impresiones de la escritura.
“En consecuencia/ y con prudencia/ he decidido escribirla.”
Es la fuerza herida de la sujeto, herida por una historia de represiones y conflictos íntimos, la que emerge asediante y poderosa, dando paso a uno de los más interesantes momentos de este poema. Cuando la metáfora del espejo, lugar del reconocimiento de de memoria y ojo, pasado y presente, tiene lugar en una mezcla profusa de nostalgia y deseo.
Este viaje hacia paisajes premodernos europeos que rigen los tiempos “como imperios” al decir de Marina Arrate, tiene como efecto de sentido ubicarse en la retórica de la “princesa”, de la mujer noble, hermosa o hermoseada por el lápiz que la escribe y que en paralelo a su imagen, surge de modo simultáneo en la memoria y en la conciencia, una dimensión fantasiosa que a ratos coincide con la niñez y en otras, con la figura de una modelo, una princesa de otra estirpe, dorada por la ilusión espectacularizante que la puebla, la viste y la hace modularse como su “otra”, zigzagueante y mórbida, deseada y deseante: la imago se proyecta totalmente mujer, con todo el ímpetu poético de una saga estética que se desplaza desde los paisajes más arcaicos hasta llegar al centro de la enunciación. Esta especie de marcha fantasmal y decadente aparece dotada de carácter espejeante, desplazándose por la vía narcisística de la primera etapa infantil a la formación de un imaginario suntuoso, lleno de desbordes, que ornamentan la textura de su poesía. Abordando de esta manera la construcción simbólica de la mujer, Marina Arrate desmonta los pliegues que toda una historia le ha legado, como trofeo cultural , tributo a los dioses antiguos, objeto de seducción lunar y oscura. Capa tras capa, Marina Arrate deconstruye el espectáculo arcaico que la cultura falologocéntrica ha otorgado para velar la carne femenina, el deseo de la mujer, en su paradoja: el ser objeto de contemplación como fetiche, imago perversa tanto por la historia de las formas, como por la publicidad, el cine, la televisión, la industria del espectáculo, que la ha iniciado como “muñeca china”, hasta llegar a “vampira con dientes de sangre y ojos/ negros de cadáver y/ después: la consumida./ Y todo nada más que un espectáculo/ para que “vieras a esta deformada/ y la amaras/ con terror y piedad.”
El trabajo poético de Marina Arrate es suntuoso. Su amplia galería de trayectos ornamentales en sus textos, su estilo un tanto elíptico y sugerente sigue un camino preciso, manteniendo un proyecto político de escritura, tanto en los temas como en las formas. Este lugar se ubica entre el deseo y la conquista de una realidad, como una especie de negociación simbólica entre el sujeto y su historia, entre el goce y la razón, la desmesura y el sentido.
Pero también ese lugar es un espacio que se va conquistando, lo que ocurre en Este Lujo de Ser, como se aprecia en la enumeración de sitios y de objetos por donde transcurre la intimidad de la vida y el poetizar; en Máscara Negra, es la sexualidad femenina, tomada como “maquillaje, por la subjetividad poética; en Tatuaje,(1992), es el ritual erótico, entre el vértigo y la nada, por un lado; por otro, la fiesta, el éxtasis, el goce siempre acompañado por el dolor; la pulsión canibalística y el deseo de vida, en los umbrales de la desaparición del yo en el otro y del otro en un yo; historia y memoria; rito y la razón normalizadora.
Un texto que plantea el tatuaje de los cuerpos, y todas sus metáforas como la forma de entender el Eros hasta la muerte y la disolución del yo como unidad consciente. La escritura sale de allí, pero portando la huella de la memoria y el sentido del amor como la ruina de un Occidente disoluto.
Como siempre, la búsqueda de esta escritura es hacia el lugar conquistado por la letra que porta el sentido entre una historia pre- moderna y la imagen de la mujer desde la modernidad y la posmodernidad como multitud, magia, oscuridad, vitrina, joya, engaño y apariencia para vaciar esos sentidos y la sangre que llevan o que arrastran sus estilos y estiletes.
Es así como con suave punzón, pero con incisiones fuertes, Marina Arrate hace temblar, ondular el laberinto y la danza que mueven la fiesta y / o la agonía de la muerte barroca de su escritura, siempre en el abismo de la vida/ muerte.
En Uranio, Lom, 1999, la sujeto emerge desde su producción cúspide, Tatuaje, para indagar los fantasmas espectrales de una ciudad que ha perdido lugar en el espacio nacional, que no es sino una cita tercermundista en el espectáculo de la mercancía desplegado para los manipulados y alienados habitantes de un país enteramente entregado a los dictados primermundistas.
El paisaje que ofrece la ciudad tercermundista es apocalíptico y final: las tumbas se abren, los muertos se levantan de ellos, no obstante, estas calaveras tienen un rasgo inusual: son maquilladas.
Maquilladas en un sentido postmoderno: deslumbrantes joyas con las que surgen citas póstumas de la historia que vivieron y con las que el texto las ordena aparecer en esta exhumación de su vida, en el curioso espacio que la poesía, el sueño, el delirio les otorga.
Se pasea la sujeto por el Infierno dantesco, por el lugar en que “pintada ella misma, calavera de la muerte, con su alucinante corola de seda y brillante cola de pavo real”(p.18 ) encuentra su contexto sociocultural : Chile en la sociedad post-Pinochet, con luces de neón, una radiografía de los muertos, en una compleja articulación por el mundo de los vivos, los que aún les queda algo de cuerpo en la ciudad marchita. La memoria, la angustia generan esa unión que se plasma en un diálogo carnavalesco a través de la demanda de memoria que aún existe en los sobrevivientes de nuestros años y días de horror.
El reino de la muerte es lujoso, los muertos llevan tiaras de nácar, sus tráqueas llevan alhajas y portan todo tipo de ornamentación. Como si esos decorados fueran la única manifestación posible ante la nada.
La sujeto se erige como una bella y sangrienta maldita, que detesta el convencionalismo burgués y para destruirlo, asume el mal baudelairiano y destruye como lo hiciera antes el gran poeta las bases ideológicas, políticas , éticas y estéticas de la subjetividad moderna.
El texto poético de Arrate aquí configura en la inversión de los signos la catástrofe como signo de la historia a la que en su libro Trapecio, elaborado con las fotos de Claudia Román, poetiza el circo pobre (Lom, 2003).
En este texto. Marina Arrate amplía sus recursos representacionales para, de manera provocativa establecer un correlato sígnico entre el lugar, el país, con un conjunto de trabajadores de un circo pobre. El motivo de Salomé y su danza seductora; el amor homosexual, el incesto y los celos son la causa secreta para que se active el caos de la emoción humana, precisamente de manera explosiva y destructiva, puesto que todo termina con la muerte de un personaje y el consecuente cierre del circo. El texto trabaja de manera alegórica su “lugar sin límites” donosiano sólo que pluraliza, rizomáticamente los ejes de sentido.
Finalmente, en su texto, El libro del Componedor, Libros de la Elipse, Stgo 2009, Arrate reelabora el lugar ameno, en el cual se instala también el caos y el sinsentido. Sin embargo, éste es asumido ya por la escritura como una fuerza inherente al movimiento de la naturaleza humana, como un fatum, que desordena cualquier ficción de felicidad. Los signos literarios señalan la fuerza ominosa de la muerte, de lo siniestro, como cargas de sentido que son propias de toda creatividad. Por ello, junto con la belleza del amante, de los árboles, de las flores, está también la del cazador destrozado, la del líquido cristalino, “un poco venenoso”.
Usando el tópico medieval, “bajo la hierba late la serpiente”, Arrate establece su poética en un lugar ensoñado, entre la aldea y el jardín, este último una metonimia, un traslape del bosque, sitio de unión de los contrarios: de lo dulce y lo amargo; de lo claro y lo caótico, de la experiencia sexual, mística y profana a la vez El Libro del Componedor es un texto sutil que trabaja con el lado oscuro y secreto del siquismo latinoamericano, “componiendo” un texto descentrado y secreto, lleno de insospechados giros que es el que sobrepone sobre el texto canónico europeo, cuya fachada luminosa se mueve bajo el marasmo de la sangre latinoamericana y chilena. Se muere sin razón alguna; por la misma razón que se vive, pero aquí añadiremos un rasgo distintivo más: se muere más fácil y simplemente como doble, como el otro, el subalterno de la cultura europea. De esa manera, Arrate mantiene el enigma de su pro- ducción, dando vuelta los signos culturales, invirtiendo los sentidos legados, para producir, una intercalación. Esa pausa en su producción es su différance, en el sentido derrideroiano : la insondable paradoja de la otredad, en su fragilidad y su complejo duelo.
Es en ese sentido, que la Carta a don Alonso de Ercilla y Zúñiga, (Cuarto Propio, Stgo, 2010) poema escrito por la autora en un trabajo colectivo de reescritura de La Araucana, ella cede su voz al otro, al ser del mapuche, a su herida ontológica y su borradura como “otro”, en la historia de la escritura oficial de la nación chilena.
Escogiendo la forma de la “Carta”, se dirige al soldado y poeta Ercilla para hablarle de la inexistencia de nombres en mapudungún: “Nada hay en esta orilla, que al otro lado tu espada, esta lengua sin duda, un catecismo, sin duda, la cruz, pero nada, nada para mi cuerpo,/ en esta orilla/ para mi costado/ para mi propia e inabarcable hambre verdadera”.
La espada fue la lengua que mutilara la voz, el habla de no sólo uno de los pueblos prehispánicos sino de varios. Por ello el hambre de ser en la cultura y en el poder político, la que motiva el verso: ¿“Escribe acaso mi sombra tu nombre, Don Alonso, en mapudungun”?
Sobre el texto blanco de la cultura eurocéntrica, los caracteres tipográficos del significante arratiano abren un paréntesis, para instalar la sexualidad femenina, próxima al terror y a la dominación, por lo tanto, subalterna y forzada a administrar un guión dominante, que ella reescribe mediante el trabajo literario que intenta socavar y reorientar una cultura represiva y estereotipada.. A su vez, lo femenino se vuelve pronto una categoría móvil que instala sus pliegues reversos en las figuras de otros seres, habitantes de la periferia, cuya única salida es la vía poética: transformar sus vidas en obras de arte, con piruetas y poemas, que permiten con su seducción y erotismo; con su inteligencia y sagacidad, abrir zonas síquicas de libertad y democracia.