Por Eduardo Leiva Herrera
Era unos años mayor que yo. Tenía fama de loco y suerte con las mujeres. Yo lo había conocido porque unos tres años atrás habían formado una “célula” de las Juventudes Comunistas con mi hermana y cuatro amigos más, en la población Ochagavía. Todos me estimaban como el “hermano chico” de la única mujer del grupo. Recuerdo que fuimos más de una vez a las celebraciones del cumpleaños de Neruda en Isla Negra, una fiesta “político cultural” no muy historiada, donde llegaban desde los militantes poblacionales -como mi hermana y su gente- hasta figuras de las teleseries del momento -yo recuerdo haber visto a Rebeca Ghigliotto, Bastián Bodenhofer, Marcela Medel, Samuel Villarroel, entre otros-. Era “plenos ochenta” con el peso que realmente eso tenía. Recuerdo a Manuel, a Manolo, al chico Manolo, como lo conocíamos, guitarreando fuera de mi casa, intentando sacar “Ventolera” en mi charango. O en la fiesta del casamiento del José Pavez, un amigo de la familia, donde no sé cómo apareció. La novia, se acercó en algún momento a mi mamá y le dijo: “ese chicoco más lo que me mira y es más feo el gúeón…” Era feo sin dudas, pero eso no lo hacía sentirse disminuido. Y como era extrovertido y carismático, igual al final tenía bastante éxito con las mujeres. Yo sabía que había entrado al Frente. Él no se preocupaba de ocultarlo tampoco. El heroísmo de sus 20 años lo ponía a la cabeza de cuanta acción visible ocurría en el barrio. Su forma de abordarlo parecía ser el juego. Se me ocurre que el juego le restaba dramatismo a sus acciones y alejaba la inmovilidad del temor. Pero no era un juego, todos lo sabíamos. Una noche yo caminaba desde la Población San Joaquín a mi casa. Eran cerca de las 12 y el barrio no era muy tranquilo cómo para recorrerlo sólo y con una flauta contralto bajo el brazo. Crucé la San Joaquín y salí a 2 de abril para tomar Avenida La Feria. Al llegar a la esquina, veo que junto al edificio de departamentos hay tres tipos conversando. Doblo rápidamente a la derecha cuando escucho que uno de ellos me dice algo. Apuré el paso para alejarme rápido, pero el tipo se despegó de su grupo y empezó a correr. Yo no lo pensé dos veces y planté la carrera a perderme sabiendo que el temor inmoviliza. Esa era mi mejor arma defensiva. Siempre corrí muy rápido y era difícil que alguien me alcanzara. Efectivamente el tipo me gritaba mientras lo iba dejando atrás, asustado, agitado, pero conforme con haber sorteado otra de las noches de ese San Miguel asechado por la delincuencia y las policías. Días después me encuentro al Manuel Valencia, al chico Manolo, y me dice: “te vi la otra noche… veníai de la San Joaquín y yo traté de seguirte pa’ que nos viniéramos juntos, ¡pero corriste a perderte!”. Era el Manuel el que me había hablado esa noche mientras yo aplicaba la norma de máxima seguridad: correr ante la más ligera sospecha. El chico Manolo. El Manuel Valencia. No mucho después supimos la noticia. Mi hermana y sus amigos quedaron deshechos. Gran conmoción en la Parroquia San Lucas, donde sus padres participaban activamente. Mi padre, mi madre, los viejos, se angustiaron por todo lo que arriesgaban los jóvenes. Había sido la Operación Albania. El juego que no era un juego concluía dramáticamente para él, para varios compañeros suyos y, de algún modo, para su generación que también es la mía. Salud, Manolo, por lo que murió contigo, con la época. Quizás volvamos a tocar “Ventolera” alguna vez y a comentar lo guapas que están esas chicas que no dejan de pasar frente a mi casa.