Las madres de Lídice y nosotros

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Por Osvaldo Bayer
1º de julio de 1986
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Se acaban de cumplir cuarenta y cuatro años de la masacre de Lídice. A esa aldea de Bohemia las fuerzas nazis de la represión la acusaron en masa de haber dado refugio a dos miembros de la resistencia que acababan de dar muerte a Reinhard Heydrich, el jefe de la Gestapo. A los hombres mayores de dieciséis años se los concentró en una finca. A las mujeres con sus hijos, en una escuela. Primero, en tandas de diez en diez, se fusiló a los 172 hombres. Luego, en la escuela, las mujeres fueron separadas de sus hijos. Poco después fueron cargadas en camiones y conducidas al campo de concentración de Revensbrük. A los niños los llevaron a un campo de reeducación. De ellos, se eligió a algunos que fueron entregados a familias de oficiales nazis que no podían tener hijos. A las madres embarazadas se las condujo a un hospital de Praga, y luego de dar a luz, les quitaron a sus hijos. Cuando terminó la guerra, de 195 mujeres sólo quedaban un poco más de la mitad. Y de inmediato comenzaron la búsqueda de sus niños.
Todavía hoy los siguen buscando. Todos los años, cuando llega el aniversario trágico, las madres sobrevivientes se reúnen en aquella escuela donde les fueron arrancados los hijos, donde los vieron por última vez. Hoy ellas, con sus cabezas blancas, recuerdan la ilusión en que vivían en el campo de concentración. Creían que pronto se los devolverían. Todo movimiento inusual del campo, cualquier llanto o risa de infantil, les hacía creer que eran sus hijos los que volvían. No podían creer que la maldad alcanzara a tanto, que les quitaran para siempre a sus seres más queridos.
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Esto pasó en un país lejano, hace más de cuarenta años, durante la más terrible de las guerras. Y, a pesar de eso, nada puede ser más cercano a nosotros que la suerte de esas madres. Y hay algo más que nos es común con Lídice: lo pérfido del método de represión, quitar los hijos. La pena más alevosa, la que hace más daño. La misma aplicada por los nazis alemanes y los militares argentinos. Una misma mentalidad retorcida, vil, desleal con la condición humana. Quitar hijos. Un método nazi, un método militar argentino. Las vidas paralelas: Kaltenbrunner y Camps. Harguindeguy y Goering, Hymler y Menéndez. Las comparaciones causan risa, pero aquí no, es la misma mentalidad, el mismo sadismo, la misma cobarde crueldad que da la impunidad del poder.
Las madres de Lídice vuelven todos los años al lugar donde fueron separadas de sus hijos. Nuestras Madres marchan todos los jueves en la Plaza de Mayo hasta que se les diga qué pasó con sus hijos y se castigue a los culpables de su desaparición. Nuestras Abuelas siguen sin pausa averiguando el destino de sus nietos.
Algunos intelectuales y políticos oficialistas me han dicho: “¿Qué quieren las Madres? ¿Qué Alfonsín les haga resucitar a los desaparecidos?¡Si están todos muertos!”. A los que opinan así los llevaría a la escuela de Lídice- ya que a la Plaza de Mayo no van nunca por algún freudiano complejo de culpa- a ver a esas mujeres de cabellos blancos que cuarenta años después concurren al lugar donde les quitaron a sus hijos. Van para encontrarse, para compartir ilusiones y darse fuerza para seguir esperando, con la plena confianza de que van a volver a verlos.
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La gran deuda histórica de la sociedad argentina, del actual gobierno y de los políticos radicales y peronistas es- a casi tres años de terminada la dictadura- no haber dado respuesta a la pregunta de las Madres: ¿qué hicieron con nuestros hijos? Y no haber dado el condigno castigo a quienes cometieron ése, el crimen más bajo y cobarde: la desaparición de personas y el robo de hijos.
Esa deuda histórica tendrán que pagarla en el futuro los políticos que hoy están en el poder. Por más que las agencias publicitarias especialmente contratadas nos inventen modernizaciones, grandes comunicadores, nuevas capitales, no van a engañar a futuro. Para las próximas generaciones, éste será el período de los asesinos sueltos, de la gran amnistía simulada en plazos judiciales, con forcejeos declamatorios, con discursos y promesas, con sofocones protocolares, con idas y vueltas. La verdad es una sola: no se ha aclarado el destino de los desaparecidos, no se ha castigado a sus verdugos, no se han encontrado todos los niños robados.
Cuando dentro de cuarenta años los políticos actuales yazcan en sus sepulcros blanqueados, olvidados ya por los intereses que hoy representan, sin ninguna flor, sin ninguna agencia de publicidad que los blanquee y les corrija sonrisas vacías, los jueves a las tres y media, en al Plaza de Mayo se seguirá percibiendo la epopeya del eco de millones de pasos dados por nuestras Madres en busca de la vida, de la solidaridad humana.

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