Coca-Cola es así

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Por Osvaldo Soriano
John Pemberton tiene treinta y un años cuando la Guerra de Secesión termina. Se había batido a las órdenes del general Joe Wheeler en Georgia, y la derrota del Sur lo dejará en la miseria. Ex estudiante de farmacia, Pemberton es un apasionado de la alquimia en un tiempo en el que casi todo está por inventarse. En 1869, casado con Clifford Lewis, hastiado de la vida pueblerina de Columbus, decide instalarse en la capital del Estado, Atlanta. Pemberton es, sin saberlo quizá, un pionero americano. Un hombre que cree en el futuro de ese país que se extiende hacia el oeste a cada disparo de fusil. Su pasión, en la época de los inventores, es la búsqueda de nuevos medicamentos para enfermedades vulgares. Falto de recursos, interesa en sus investigaciones a dos hombres de negocios, Wilson y Taylor. Por entonces no hacían falta demasiados argumentos para promover las inversiones: el farmacéutico había adquirido cierta celebridad por sus jarabes para la tos, sus pastillas para el hígado y sus lociones contra la caída del cabello, productos inútiles pero de excelente venta en los pueblos del Lejano Oeste.
Wilson y Taylor decidieron apostar al dudoso genio del entusiasta Pemberton, pero tomaron ciertas precauciones: una parte de la inversión serviría para abrir un drugstore y la otra para financiar la alquimia de Pemberton.
Esa extraña conjunción —bar más laboratorio de investigaciones “científicas”— iba a revelarse una amalgama genial: por entonces, las bebidas sin alcohol comenzaban su desarrollo en los estados “calientes” del Sur. Limonadas y naranjadas conocidas desde la antigüedad sufrieron la competencia de los más extravagantes brebajes de los cuales sólo el de Pemberton iba a sobrevivir para entrar en la historia.
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REMEDIO PARA MELANCÓLICOS
En la trastienda de su drugstore, el farmacéutico trabajará diecisiete años, desbordante de ambición y entusiasmo. En 1880, para hacer frente al progreso, compra una “fuente de soda”, colosal aparato de ocho metros de largo que permite a la clientela elegir entre decenas de grifos por donde chorrean empalagosas bebidas multicolores. Los vecinos, sobre todo los chicos, se amontonan frente a los bares para saborear las pociones que cada alquimista inventa la noche anterior. Ninguna fruta, ninguna planta silvestre se salva de ser exprimida, diluida en agua, mezclada con jarabes de dudosa procedencia.
Entusiasmado por las posibilidades del negocio, decepcionado quizá por su fracaso en el campo de la medicina, Pemberton decide retomar una vieja fórmula utilizada en Senegal y Cayena, conocida como “The French Wine Coca”, mezcla de vino y extracto de coca. Se propone lograr un jarabe tonificante, que alivie el dolor de cabeza, la melancolía de los viajeros y los efectos de la borrachera. Descarta el alcohol y se sumerge en una febril búsqueda de hierbas y frutas antes desdeñadas. Mezcla, agita, deja reposar, prepara un fuego de leña, calienta su brebaje en una vasija de cobre, le agrega azúcar, cafeína, hojas de coca, y en abril de 1886 —hace exactamente un siglo—, descubre, sin saberlo todavía, lo que iba a ser el más gigantesco símbolo del capitalismo moderno: la Coca-Cola.
Si el punto de partida parece digno de José Arcadio Buendía, el desarrollo inmediato del producto entra en la leyenda. La historia oficial es edulcorada y tolerante y la anécdota esconde no pocas inexactitudes. Sin embargo, hay que admitirlo, durante un largo tiempo la empresa Coca-Cola fue, en muchos aspectos, diferente de las otras: fabricó un solo producto y sus exigencias, en lo que entendía por “calidad” (siempre el mismo sabor, cualquiera fuese el lugar del mundo donde se la embotellara), anticipó la moderna estrategia empresaria que los japoneses adoptarían después de la Segunda Guerra Mundial.
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LAS BURBUJAS DE LA FELICIDAD
Pemberton creía haber fabricado una bebida distinta de las otras, pero nada más. En sus alambiques tenía un jarabe denso y meloso, repugnante, al que había que diluir en una abundante cantidad de agua. Para venderlo, cuenta por toda la ciudad que se trata del mejor remedio jamás inventado para disipar la resaca del alcohol. Consigue, entonces, una vasta clientela que acude a su bar con la esperanza de disipar las brumas de una noche de juerga. Un mes más tarde, un forastero le proporcionará la clave para entrar en la historia. Tambaleante, llevado por el rumor público, entra al bar de Pemberton y pide un vaso “de esa cosa que usted fabrica para ayudar a los borrachos”. Cansado de tanto ir y venir hasta la máquina, Pemberton sirve el brebaje mezclado con agua gaseosa. El forastero se toma tantos vasos que la botella se vacía y el farmacéutico le sirve el siguiente con agua de la canilla, como lo hacía siempre. El borracho escupe y exclama:
—¿Y las burbujas? ¿Dónde están las burbujas? ¡Sin las burbujas esta porquería es intomable!
Pemberton había pasado, de pronto, del jarabe “curativo” a la bebida por placer. El primero de enero de 1887, asociado a tres hombres de negocios de la ciudad —D. Doe, Frank M. Robinson y Holland—, el inventor fundaba la compañía Pemberton Chemical Company.
Reunidos en el drugstore, los flamantes asociados decidieron lanzarse a los negocios sin descuidar ningún detalle: el actual logotipo nació de la mano misma de Robinson, contador de la empresa, tal como lo escribía para anotar el detalle de las ventas en un cuaderno. El rojo y el blanco de la bandera fueron, desde entonces, los colores que identificarían al producto.
Pemberton utilizó, en los primeros tiempos, un sistema de venta hoy archidivulgado: el bono que permite tomar un segundo vaso gratis y, por supuesto, la publicidad escrita: los diarios de Atlanta publicaban, ya en 1886, este aviso a una columna: Coca-Cola, deliciosa-refrescante (slogan que aún sigue utilizándose en varios países del mundo).
Sin embargo, el negocio es un fracaso. En el primer año, la compañía vende sólo ciento doce litros que dejan un balance de cincuenta dólares de activo y cuarenta y seis de pasivo. Al borde de la quiebra, obligado a otra actividad para mantener a su familia, Pemberton vende un tercio de sus acciones a Georges Lownes en mil doscientos dólares. Éste, a su vez, cederá su parte a Woolfolk Walker, un ex empleado del inventor, en la misma suma. Pero Walker no tiene el dinero necesario para desarrollar el negocio: vende a su turno dos partes a Joseph Jacobs y Asa Candler.
Ambicioso, Candler va a convertirse en el verdadero motor de la empresa. Por quinientos cincuenta dólares compra a Pemberton la última parte de acciones que el creador, agonizante, le ofrece; Walker, sin dinero, y Jacobs, sin visión, le venden a su vez sus acciones. El 22 de abril de 1891, Asa C. Candler es el único propietario de Coca-Cola, el único en conocer el secreto de la fórmula que Pemberton le ha confiado antes de morir a cambio de los quinientos cincuenta dólares.
Este hombre, constructor de la primera gran época de Coca-Cola, ha llegado a Atlanta en 1873 a hacer fortuna. La expansión que sigue a la guerra civil, la inescrupulosidad de Candler, que va a casarse con una interesante heredera, lo convierten en propietario de tres firmas de productos farmacéuticos y un stock de droguería considerable. Un incendio feliz —hecho omitido, claro, en la historia oficial— lo ha convertido en fuerte acreedor de una compañía de seguros y sus negocios valen cien mil dólares.
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LA BOTELLA MILAGROSA
En 1890, Candler decide abandonar la droguería y los productos farmacéuticos a cambio de cincuenta mil dólares y dedicarse por entero a Coca-Cola. Sus biógrafos lo definen como “hombre de olfato”; la primera medida que toma en la casi inexistente compañía es reincorporar a Frank Robinson, ex contable en la empresa de Pemberton y creador de la caligrafía que identifica a la bebida en toda Atlanta. Ambicioso, autoritario, avaro, Candler hará trabajar para él a toda la familia de diez hermanos. El 29 de enero de 1892 funda la compañía que hoy se conoce como Coca-Cola Company.
Luego de la fórmula, las burbujas, la caligrafía identificatoria, Coca-Cola es el producto más conocido en la ciudad de Atlanta, es decir un negocio regional en la época del gran desarrollo de los transportes y las comunicaciones. Sin embargo la manipulación de la jalea básica por los dueños de bares y de máquinas para servir bebida, conspira contra la idea de un producto “irresistible”: ninguna regla rige hasta entonces para las proporciones de materia y de agua gasificada. Candler intenta hacer respetar su fórmula limitando la venta a las fuentes de soda, es decir, restringiendo el negocio.
Son dos abogados de Chattanooga, Tennessee, quienes llevarán la Coca-Cola a todo el país. Benjamín F. Thomas y Joseph Brown Whitehead, quienes han gustado la bebida en Atlanta, están convencidos de que la empresa es una mina de oro. En una entrevista con Candler exponen su idea: adquirir los derechos exclusivos de embotellamiento de la bebida. Candler podría así multiplicar por miles la venta del producto básico y ellos instalar plantas de embotellamiento en todos los Estados del país. El propietario acepta y el contrato se firma, simbólicamente, por la suma de un dólar. Otra sociedad nace en 1899: la Coca-Cola Bottling Company, que instala fábricas en Chattanooga y Atlanta. Sin embargo, los abogados advierten rápidamente que la inversión en embotelladoras es un paso en falso: máquinas, obreros, transportes son un estorbo. La decisión más drástica no tarda en llegar: su sola tarea consistirá, en adelante, en revender el producto comprado a Candler a pequeños embotelladores de todas las regiones del país. En 1904, Whitehead, Lupton y Thomas han firmado contrato con ochenta plantas de toda la Unión, prohibiéndoles expresamente adquirir la materia prima a Candler. Ese año las ventas de la jalea pasan a tres millones seiscientos mil litros.
Los primeros años del siglo XX ven convertirse la marca de Pemberton en la gaseosa más popular de los Estados Unidos. Los tres abogados, y con ellos Candler, son inmensamente ricos: Candler retiene celosamente la fórmula, los otros explotan la distribución a las embotelladoras. Pero, lo que parece una panacea va a verse muy pronto amenazada. El éxito de la bebida, que parte de las ciudades a conquistar el campo, se basa en una estructura endeble. La sonora musicalidad de su nombre, la grafía inconfundible, el color, la botella, van a ser rápidamente imitados.
Imposibilitados de registrar Coca-Cola (nombres propios de la naturaleza), los patrones del boom verán crecer la competencia: Takola-Ring, Coca-Congo, Coca-Sola, Coca-Kola, Nova, van a robarles clientes. Un bebedor apurado no repara en diferencias de gusto —evidentes— entre una y otra. Las botellas son idénticas, el logotipo el mismo.
Pero Thomas y sus socios asestarán el golpe definitivo a sus competidores en un arranque de genio comercial: hay que fabricar un modelo de envase capaz de ser reconocido en la oscuridad, con los ojos vendados; más aún: un solo trozo de la botella rota debe alcanzar para reconocerla. En 1913 la empresa crea una beca de estudios consagrada a la realización del prototipo.
Un célebre fabricante de vidrio de Indiana, C. S. Root, encarga a un oscuro dibujante, “un tal Edwards” según la historia oficial, un diseño de envase. Edwards, un intelectual, extrae de la Enciclopedia Británica un diseño de la nuez de coca, la estiliza, le da una base de apoyo y en la maqueta le hace agregar ranuras verticales sobre la parte bombée para dar la idea de una mujer vestida con ropa ligera (de aquella época, claro). El proyecto es rápidamente aprobado por la compañía. C. S. Root —que no es tonto— acude a la administración americana, que se niega a aceptar diseños de simples botellas como marca registrada, y hace inscribir la suya en propiedad intelectual como “objeto de arte”. Gracias a esta idea, la Coca-Cola deberá pagarle en adelante y durante catorce años, cincuenta centavos en carácter de royalties por cada docena de botellas producida. En pocos años, Root se convierte en el hombre más rico de toda Indiana.
Pero el diseño del oscuro dibujante —el “tal Edwards”— hará la fortuna monumental de la empresa. Libre de competidores, elude la ley antitrusts de Theodore Roosevelt gracias a su sistema “piramidal” de comercialización (Candler, productor, en la cúspide, la compañía distribuidora en el centro y los embotelladores —centenares—, en la base); más aún: el presidente de los Estados Unidos presentará la empresa como ejemplo de “honestidad”.
En 1914, cada acción de Coca-Cola (la de Candler, en Atlanta) cuyo valor de emisión había sido de cien dólares, se cotizaba en diecisiete mil. En 1916, Candler se retira detrás de Frank Robinson, el único testigo viviente de la invención del producto, la “mascota” de la compañía. Serán los hijos de Candler quienes tomen la dirección de la empresa, pero sólo para conducirla a través de la economía de restricción de la Gran Guerra. En septiembre de 1919, la familia decide vender. Se trata de la más enorme transacción de la historia de la industria norteamericana en cifras comparativas: veinticinco millones de dólares. Tres bancos se unen para el negocio: el Trust Company of Georgia, el Chase National y el Guarantee Trust Company of New York. Va a comenzar una nueva etapa en la historia de Coca-Cola. Nadie se acuerda ya de Pemberton, el viejo alquimista.
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LA LEY SECA
El 1º de enero de 1920 toda bebida que contuviera más de uno por ciento de alcohol fue prohibida por la ley. Comienza el reino de Al Capone y de la Coca-Cola.
Sin embargo, la empresa estuvo a punto de desmoronarse. “El más grave error cometido por Coca-Cola en toda su historia”, dice la versión oficial, “fue confiar la dirección de la compañía a Samuel Dobbs Candler.” Sobrino del gran timonel, Samuel era un buen vendedor y un pésimo comprador: en 1919, pocos días antes del derrumbe del precio del azúcar, acumula toda la que encuentra a mano. Un negocio lamentable que, en dos años, hará caer el beneficio de la compañía de treinta y dos millones de dólares a veintiuno.
Esta debacle instaló el terror entre los banqueros que veían desmoronarse la mina de oro. De inmediato, el mayor accionista de Coca-Cola, Bob Woodruff, del Trust Company of Georgia, toma el mando. A los treinta y tres años, es un ejecutivo consumado, banquero de familia; las fotografías que se conservan de quien sería el “héroe” de Coca-Cola, Mister Coke, muestran un ligero parecido físico a otro mimado de la élite americana de entonces: Francis Scott Fitzgerald.
La primera decisión de Woodruff: mejorar la calidad del producto vendido al menudeo en las máquinas a presión de los bares y, paralelamente, desarrollar la venta de la botella con una monumental campaña publicitaria destinada a identificar Coca-Cola con los jóvenes, con la alegría de estar vivo “en el país más próspero del planeta”. Fue Woodruff quien impondría también un “estilo” a la empresa: no fabricar jamás otro producto, no fusionarla nunca a otros negocios. Su ofensiva a favor de la prohibición del alcohol da rápidos resultados: en 1928 la venta de botellas aumenta un 65 por ciento. Ese año, Woodruff crea el servicio de exportaciones y presenta la idea de concentrar el jarabe para transportarlo a bajo costo. Rechaza todo intento de modernización en el aspecto; según él, la escritura de Robinson y la botella de Root eran —y hoy está visto que no se equivocaba— la base del éxito.
Además, Woodruff sostuvo una premisa jamás abandonada: el producto debía ser idéntico en calidad en cualquier parte del mundo donde se lo fabricara. Un americano de visita en Oriente o un italiano en México no deberían notar la más mínima diferencia en el gusto ni en la presentación de Coca-Cola. Así como ningún Marlboro, ningún Camel, ningún Old Smuggler, ningún Buitoni, ningún Ford son los mismos en dos fábricas diferentes, Coca-Cola debería ser siempre exactamente la misma, cualquiera fuera el gusto original del agua que los concesionarios utilizaran para diluir el concentrado. Pero la fama mundial de la bebida ha sido impulsada, ante todo, por la publicidad. Desde 1906, Archie Loney Lee, de la Darcy Advertising, se ocupó de la tarea de transmitir la imagen refrescante. La historia oficial admite que “un 90 por ciento del éxito se debe a la colaboración de Lee” y agrega: “es imposible saber si Coca-Cola constituye el producto ideal para la publicidad o si la publicidad es el mejor medio para vender Coca-Cola”. Hasta entonces, la bebida se consumía en verano, entre mayo y septiembre. Lee decide que los americanos deben tomarla todo el año. Su primer cartel publicitario representa una hermosa muchacha esquiando en una montaña nevada; en el camino la espera una botella de Coca. “La sed no tiene estación”, decía el anuncio. Fue un éxito. Pero es recién el primer domingo de febrero de 1929, poco antes de la crisis, que Lee lanza en el Saturday Evening Post el slogan que, por su eficacia, revolucionaría la venta de Coca-Cola y la base misma de la publicidad: “La pausa que refresca”. Ese mismo año las primeras frases incitando a beber el brebaje aparecen por la radio y las grandes ciudades norteamericanas se colman de carteles luminosos con la letra de Robinson.
1923
EL FRENTE DE GUERRA
En 1939, Woodruff abandona oficialmente su puesto, pero no su reino. Coca-Cola ha atravesado la Gran Depresión sin mella, creciendo aún luego de la vuelta del alcohol en 1933. El sistema “piramidal” de su estructura empresaria ha hecho recaer sobre los embotelladores el costo de las luchas obreras de la década del 30; cada vez que alguien debe limitar sus gastos y hacer frente a las huelgas son los “concesionarios” que pagan: un solo paso atrás, una sola caída en las ventas y el permiso pasará a manos de la competencia.
Con la guerra, Coca-Cola entrará allí donde las tropas norteamericanas vayan. La noche del 7 al 8 de diciembre de 1941, cuando los japoneses bombardean Pearl Harbor, Woodruff se instala en su despacho y decide, antes que Franklin Roosevelt, que su empresa entraría en guerra. Seguro de que la participación de los Estados Unidos en el conflicto obligaría a graves restricciones en el consumo, Woodruff decide afinar su estrategia.
Primera disposición: conquistar un mercado que estaría al abrigo de la carnicería y, más aún, sacaría provecho de la debacle europea: América latina. En 1942, Coca-Cola instala en Buenos Aires la primera embotelladora de la Argentina. El éxito supera todas las previsiones: a comienzos de los años 70 Buenos Aires se convierte en la primera consumidora del mundo, superando a Nueva York, lo que obliga a instalar aquí las máquinas de embotellamiento más modernas del mundo, capaces de producir a un ritmo feroz. Hacia 1974, ni siquiera las nuevas plantas consiguen abastecer a la ciudad de ocho millones de habitantes, y en enero y febrero el producto escasea en los almacenes, lo que permite a su competidora, Pepsi Cola, avanzar sobre una parte del mercado. La otra cara de la estrategia consistió, según palabras de Woodruff, en “estar en el frente y no en la retaguardia de la guerra”. Según él, Coca-Cola debería convertirse en un emblema patriótico “dispuesto a sostener la moral de las tropas”. La dirección de la empresa decide que todo soldado norteamericano deberá poder comprar su botellita de Coke por cinco centavos “donde quiera que sea, nos cueste lo que nos cueste”, porque ese trago “deberá evocar en su corazón ese ‘algo’ que le recordará su país lejano”. Más aún: “Coca-Cola será en adelante la recompensa del combatiente, su nostalgia de la vida civil”.
Más simple imposible: la guerra fue, para Coca-Cola, la más vasta empresa publicitaria jamás emprendida. Woodruff envía a todos los frentes los hombres que serían allí conocidos como “captains-Cola”. Su misión consistía en hacer lo necesario para que las embotelladoras volantes proporcionaran la misma calidad, el mismo gusto del trago “que su novia o su madre estarían bebiendo en este mismo momento en Norteamérica”. Toda una panoplia técnica fue desplegada para adaptar la fabricación a las condiciones de guerra. No sólo eso: fueron creados recipientes especiales para que las botellas pudieran viajar en tanques, aviones, jeeps, camiones, sin romperse. El 21 de junio de 1943, el general Eisenhower, comandante supremo de los ejércitos aliados, envía un telegrama a la sede de la empresa en Atlanta: solicita el urgente envío al frente de África del Norte de tres millones de unidades, y la implantación de las embotelladoras necesarias para cubrir la campaña del desierto. El despacho de Eisenhower fue, por supuesto, el espaldarazo mayor a la política de Woodruff, quien no olvidaría jamás los servicios prestados por el general que luego iba a convertirse en presidente de los Estados Unidos.
Desde comienzos de la guerra, toda la publicidad en el territorio de los Estados Unidos fue representada por soldados, “esos muchachos que estaban dando su vida por la democracia”. En julio de 1944 la fábrica de Atlanta superaba sus primeros cinco mil millones de litros de venta; en 1948, el presupuesto para la publicidad alcanza veinte millones de dólares, cifra impensable para cualquier otra empresa.
Por supuesto, las embotelladoras instaladas en los frentes de guerra se convertirían en la avanzada para la implantación definitiva en Europa, África y Asia. Aún los países más celosos de su tradición, como Francia, sucumbieron. Extrañamente, Portugal, bajo la dictadura de Salazar, impidió la venta a causa del secreto de su composición. La fórmula, vagamente detallada para cumplir las disposiciones legales de países exigentes, no ha podido ser jamás precisada en su totalidad, y Coca-Cola ha hecho del misterio una cuestión de principio: en 1976 la compañía cesaba sus operaciones en la India (¡un mercado de seiscientos millones de habitantes!) porque las autoridades querían conocer el contenido exacto de la jalea.
LA SOMBRA DE PEPSI
Coca-Cola no ha estado sola nunca. En 1939 más de setenta imitaciones le disputaban el mercado norteamericano sin éxito. Luego de la creación por Root de la célebre botella, la competencia no había sido para la empresa una preocupación esencial. Pero, al fin, en 1949 un rival sacude los cimientos de la compañía de Atlanta: Pepsi Cola.

Si bien Pepsi ha basado una gran parte de su publicidad en “la novedad”, en la “juventud”, en lo pop del producto frente al sabor “envejecido” de Coke, la verdad es otra. Pepsi nació en 1898 en Carolina del Norte. No hay demasiada información sobre el origen del producto. La leyenda dice que un empleado de Pemberton huyó con la fórmula creando uno de los primeros hechos de espionaje industrial del mundo capitalista. Un simple paladeo de las dos bebidas rinde inmediata cuenta de la falsedad de la afirmación: Pepsi es otro producto en sí mismo. Una imitación cercana, es cierto, menos despreciable que Bidú o las abominables colas italianas y menos grosero que la imitación intentada en Cuba, a instancias del Che, quien reconocería luego su rotundo fracaso.
Es en 1949 que Pepsi da el gran golpe. Hasta entonces, ha aprovechado (sin inquietar al gigante) los huecos creados en el mercado norteamericano por el “esfuerzo de guerra” de Coca-Cola. Su campaña “Dos veces más por cinco centavos” (es decir, mitad de precio), le había dado cierto renombre y Woodruff, el patrón de Atlanta, sostenía que la enclenque vida de Pepsi era saludable para su criatura, pues cubría la franja de la competencia obligada para cada líder, pero sin inquietarlo. Terminada la guerra, las acciones de Pepsi caen vertiginosamente y nadie, en los medios empresarios, apuesta por la supervivencia del competidor. Coca-Cola se prepara para recuperar los litros perdidos durante su paseo por el mundo y Woodruff piensa, incluso, en comprar Pepsi para mantener la competencia “que hace brillar más alto el prestigio de nuestra empresa”. Su propio código de principios (jamás fabricar otro producto, jamás fusionar otra empresa) se lo impide, o al menos así lo quiere la historia.
No queda sino esperar la desaparición del amado competidor. Y, de pronto, Pepsi golpea cuando el rival baja la guardia. Alfred Steel, vicepresidente de Coca-Cola (maldecido desde ese momento en todas las historias oficiales) cae en desgracia a los ojos de su patrón y como corolario de su derrumbe organiza una fiesta gigantesca con el propósito de relanzar la venta de la bebida en Estados Unidos. La anécdota dice que ese día, en medio del solemne discurso de Woodruff, los parlantes dejan de funcionar y el zar de la compañía no puede terminar su alocución, por lo que Steel se encuentra de inmediato con los pies en la calle.
Lo cierto es que Steel busca trabajo en Pepsi, ocupa el cargo de presidente de la empresa, y arrastra con él a quince ejecutivos de Coca-Cola. El equipo de recién llegados va a revolucionar el estilo de trabajo en Carolina del Norte. Primera decisión: dar a Pepsi imagen de bebida nueva. Luego de cuidadosas encuestas, Steel decide “personalizar” su producto, dirigirlo a la clase media, puesto que Coca-Cola trabaja un vago espectro definido como “todos los americanos”. Pepsi crea su propia botella, y lanza una campaña inteligente, agresiva: su publicidad insiste en que Coca-Cola está repleta de azúcar y eso hace mal a la salud; golpea con la frase “rica en calorías” hasta que el público responde y el gigante acusa el golpe. Inmediatamente lanza su directo a la mandíbula: crea la botella familiar que permite un mejor almacenamiento en la heladera y es más económica.
Para colmo, Coca-Cola pierde, en 1950, su mejor publicitario, Archie Lee, quien elige el peor momento para morir. El contraataque de la empresa es desastroso: la propaganda improvisada deja cada vez más espacio a Pepsi y recién a partir de 1955 la agencia McCann Erickson toma las riendas para iniciar la recuperación. La botella familiar de Coca-Cola ya está en el mercado y a ella seguirá —en algunos países de gran consumo, como la Argentina— la súper familiar. McCann Erickson definirá el público de su cliente —siempre los jóvenes— y rápidamente apelará a los ídolos de la música de moda. Llegan, salvadores, el rock y el twist, Elvis Presley, Tom Jones, Ray Charles, Petula Clark, Nancy Sinatra, los ídolos grabarán los jingles de Coca-Cola. Nace otro slogan célebre: “Todo va mejor” blasfemado por la izquierda de todo el mundo.
Todo va mejor, entonces: Pepsi se ha salvado y Coca-Cola reencuentra, de lejos, su liderazgo. La guerra de Vietnam ruge, los símbolos norteamericanos desparramados por el mundo entero empiezan a arder. La contestación, el combate de los años 60 hacen volar por el aire cuanto evoque al imperialismo norteamericano. Coca-Cola pierde Cuba, pero gana Polonia, Checoslovaquia y otros países del bloque socialista. Allí donde otras empresas norteamericanas se dan la cabeza contra la pared, la bebida de Atlanta se instala. Su insignia blanca sobre fondo rojo no sólo evoca la bandera de los Estados Unidos: la reemplaza. Para Jean-Luc Godard, su generación es la de “los hijos de Marx y Coca-Cola”.
Según los ejecutivos de la compañía la identificación entre la política norteamericana y la presencia de la empresa en el Tercer Mundo es, dicen, “una pesada carga, pues si la política americana fracasa, es Coca-Cola quien paga los platos rotos”. La mejor ilustración, insisten, es la prohibición de la bebida en los países árabes, luego de la implantación en Israel.
LA COSECHA DE LA VERGÜENZA
En 1955, la empresa decide abandonar su política de “un solo producto, no a la fusión”. Coca-Cola compra a diestra y siniestra. Hoy la empresa es la primera plantadora de frutas del mundo (872.000 acres de tierra en Florida); propietaria de un quinto de la producción mundial de café; de cuatro grandes grupos viñateros norteamericanos: en total, doscientos cincuenta productos esconden detrás de sus marcas a Coca-Cola. Woodruff, el viejo zar, es dueño de una fortuna incalculable, y los medios de negocios dicen que “puede gastar 75 dólares por minuto sin que su fortuna disminuya un centavo”.
Su sucesor, Jean-Paul Austin, será protagonista de uno de los más importantes escándalos provocados por la “ampliación comercial”. En 1960, la compañía adquiere Minute Maid, una plantación frutera de Florida que emplea sólo trabajadores golondrina, es decir, mexicanos, colombianos, inmigrantes cubanos y otros hispanoamericanos encandilados por el “sueño americano”. Las condiciones de trabajo en la plantación, a pocos kilómetros de los lujosos balnearios, eran tales que la cadena de televisión NBC decide en 1970 emitir un reportaje titulado “La cosecha de la vergüenza”. El golpe de la NBC animó a los diarios a lanzar una denuncia sobre las condiciones de trabajo en las empresas del grupo Coca-Cola.
Curiosamente, dos años más tarde, la NBC efectuó un segundo reportaje en las plantaciones de Florida comprobando que todo iba mejor: la empresa había creado una fundación, la Agricultural and Labor Inc., encargada de lanzar un programa de “ayuda” a los trabajadores. Imposible saber cómo se concretaría la “asistencia” a cosecheros que, la mayoría sin permiso de residencia en los Estados Unidos, trabajan unos meses para luego desplazarse hacia el Oeste.
LOS CONTACTOS DE LA CIA
Varios presidentes, de Eisenhower a James Carter (originario de Georgia), sintieron un visceral amor por la Coca-Cola. Durante el período de Carter, la empresa entró en los países socialistas, aunque no pudo regresar a Cuba.
En 1960, a poco del triunfo, la revolución había nacionalizado sus cinco plantas embotelladoras que costaban 2,1 millones de dólares. Como respuesta, Jim Farley, entonces presidente de exportaciones de la firma, contribuyó a reunir fondos para resarcir a las brigadas que fracasaron en el desembarco de Bahía Cochinos. Lindsay Hopkins, uno de sus directores, figuraba también en el directorio de Zenith Technical Enterprises, que servía como fachada para las operaciones de la CIA en Cuba.
Más tarde, el gobierno de Fidel Castro autorizó a Pepsi a utilizar las embotelladoras que había dejado su competidora, pero Robert Geddes Morton, vicepresidente de la compañía, se convirtió en uno de los contactos de la central de inteligencia norteamericana para intentar el asesinato del líder cubano. La carrera de Pepsi en Cuba fue, pues, corta y poco rentable.
También en Guatemala Coca-Cola colaboró con la represión a través de su director, John Trotter, y en Brasil la feroz disputa con Pepsi dejó no pocas sospechas. El ingreso en Argentina y Brasil, en 1942, formó parte de una estrategia para contrarrestar la influencia nazi en el sur del continente. Getulio Vargas favoreció la instalación de la compañía con una ley que permitía el uso de componentes químicos en las bebidas sin alcohol. Así, Coca-Cola reinó durante diez años desplazando a los tradicionales guaraná y jugos frutales. Recién en 1952 Pepsi llegó a librar batalla y tardó quince años en atreverse a tocar Río de Janeiro. Allí nació el famoso slogan La revolución de Pepsi, que mereció este comentario de un director: “En este país la juventud no tiene canales de protesta. La actual generación no recibe educación política y social. Por eso nosotros le proporcionamos un mecanismo de protesta, una protesta a través del consumo”.
Desde 1967 la competencia en Brasil fue despiadada. Dos millones de botellas de Coca-Cola fueron destruidas por los distribuidores de Pepsi en verdaderas operaciones comando. Pero el incidente más comentado ocurrió en 1975, cuando allegados a Pepsi hicieron correr el rumor de que dos obreros habían muerto ahogados en las piletas con jarabe destinado a fabricar la Coca-Cola.
Las versiones aseguraban que los cuerpos estuvieron pudriéndose allí durante dos días y que al menos diez mil botellas fabricadas con el líquido contaminado habían sido enviadas al comercio minorista. Para colmo, dos cadáveres irreconocibles aparecieron en un cementerio de las cercanías. Los investigadores, naturalmente, no llegaron a ninguna conclusión atendible, y de los tres obreros que colaboraron con la policía, dos sufrieron, como en el cuento de la cadena rota, desgracias irreparables. Por fin, la pesquisa fue abandonada cuando el delegado de la empresa para Sudamérica viajó a Río de Janeiro y se reunió con miembros del gobierno. El periodista que reveló la historia recibió amenazas de muerte y la compañía lo intimidó con represalias judiciales.
Nadie sabe si en verdad el golpe vino de la competencia, pero lo cierto es que Pepsi tiene una historia oscura e inexplorada en América Latina. En Venezuela, el único país del continente donde vendía más que su rival, fundó Acción Internacional (American for Community Cooperation in Other Nations). La institución se ramificó de inmediato en Brasil, Perú, República Dominicana y otros países donde cumplió un vasto plan de acercamiento a los gobiernos por cuenta de los servicios secretos de los Estados Unidos.
Así, el chileno Agustín Edwards, viejo amigo de la CIA y jefe de la familia propietaria del diario El Mercurio, viajó a Washington ni bien se enteró de que Salvador Allende había ganado las elecciones de 1970. Donald Kendall, presidente de Pepsi Cola, le gestionó un encuentro con Richard Nixon, Henry Kissinger y John Mitchell. Luego Edwards se reunió con Richard Elms, director de la CIA, y volvió a Chile con el flamante cargo de vicepresidente de la división alimentación de Pepsi. Edwards pudo, así, librar una lucha más eficaz contra el enemigo comunista, y la libre empresa le debe alguno de los tantos honores que monopolizó Augusto Pinochet.
RUMBO AL ESTE
Una de las mayores ambiciones de Coca-Cola se frustró con la entrada de los soviéticos en Afganistán. El presidente Carter tomó entonces una decisión que no gustó a los industriales norteamericanos que hacían frente a una severa crisis del mercado interno: boicotear los Juegos Olímpicos. La empresa contaba con la fiesta deportiva para desbancar a Pepsi de la URSS o, al menos, acabar con su monopolio.
Su ofensiva hacia los países comunistas tuvo éxito, en cambio, en Pekín. Norteamericanos y chinos empezaron a hacer ping pong y los jugadores de la potencia imperial siempre elegían Coca-Cola para calmar su sed frente a las cámaras de televisión. Pocos años después, con la muerte de Mao Tsé Tung y la desgracia de la “banda de los cuatro” (a la que reemplazaron las cuatro modernizaciones), Coke ganó un mercado potencial de casi mil millones de almas.
Hoy, en las calles de Pekín y Shangai, gigantescos carteles idénticos a los que se ven en Buenos Aires, Milán o Chicago, explican que “Todo va mejor con Coca-Cola”. En un hipotético acercamiento entre Estados Unidos y Cuba, la corporación tiene también mucho que ganar, y la famosa foto que muestra a Fidel Castro bebiendo una Coca-Cola de un solo trago, con los ojos entrecerrados de placer, sería la mejor publicidad.
LA FÓRMULA DEL ÉXITO
Los rumores —cuidadosamente alentados por la empresa—, dicen que sólo tres personas conocen la fórmula mágica que ha quitado el sueño a los espías industriales. Según la leyenda, los tres hombres viven en ciudades diferentes, jamás viajan en un mismo avión, ni asisten juntos a las reuniones de directorio. Otros murmuran, en fin, que ni siquiera se conocen entre ellos. Se trata de un atractivo e inverifícable cuento de hadas. Es más seguro que —de existir un secreto—, la misma banca propietaria guardara los codiciados papeles en sus cajas de seguridad. Sea como fuere, en la fábrica de concentrado de Georgia, los empleados suelen anotar en las paredes extraños jeroglíficos que pretenden aclarar el misterio, pero esas fórmulas rara vez coinciden entre sí.
En abril de 1979, la revista de la Asociación de Consumidores de Bélgica, Test-Achats, analizó cuidadosamente el contenido de la Coca-Cola. Éste es el resultado obtenido sobre una botella de un litro:
* 2,42% de ácidos utilizados también en otras bebidas refrescantes.
* Presencia activa de ácido fosfórico.
* 70% de cafeína (el equivalente de una taza de café).
* Presencia de colorante en forma de amoníaco acaramelado.
* 96 gramos de azúcar
Conclusión: el ácido fosfórico impide la correcta absorción —sobre todo en los niños— del calcio indispensable para el organismo. El azúcar, necesario para cubrir el sabor de los ácidos en la mezcla, favorece la obesidad y la hiperglucemia. No obstante, no se halló presencia de sacarina y la bebida es, desde el punto de vista bacteriológico, irreprochable. En una palabra, si los jugos naturales son preferibles a la Coca-Cola, hay que admitir que en cualquier otra bebida envasada se absorben venenos más poderosos que en el inventado hace un siglo por John Pemberton.
Pero ninguna de las cifras obtenidas por los belgas revela, sin embargo, la clave del éxito. Es posible que la verdadera fórmula se encuentre, como han dicho sus detractores, en el diseño de la botella y en el logotipo inconfundible; también en la leyenda que envuelve a todo producto fundador y a los veinte millones de carteles luminosos repartidos por todo el planeta, algunos de ellos inseparables del paisaje urbano, como en Piccadilly Circus o los Champs Elysées.
ÚSELO Y TÍRELO
La íntima relación entre el éxito y el envase del producto parece haber creado algunos problemas a la Coca-Cola. La incorporación de la lata obligó a la compañía a adecuar el logotipo a un envase diferente. El problema se acentuaría con la incorporación de la botella plástica descartable a la que la compañía accedió luego de costosísimos estudios de mercado. Desde entonces, el símbolo rojo y blanco comenzó a ser estampado en blusas, toallas, manteles y en cuanto objeto de la vida cotidiana sea susceptible de ser visto por más de un par de ojos a la vez. Doble operación comercial: Coca-Cola no sólo vende bebida, sino también su marca, su símbolo, por el que cobra fabulosos royalties. Ella fue la primera del mundo en hacerse pagar por autorizar la publicidad de su producto. Hasta las banderas de los Estados Unidos e Inglaterra, tan utilizadas (gratuitamente) como decoración y ornamento, sufren el asalto de la Coca-Cola. Sin embargo, pese al gran impacto del envase descartable, del “úselo y tírelo”, Coke parece, según sus directores, preocupada por el daño que millones de botellas y latas abandonadas provocan en la naturaleza. De allí, explican, la conservación del sistema de consignas de envases de vidrio y, sobre todo, la adquisición de la compañía Aqua Chem, especializada en antipolución, en ciento cincuenta millones de dólares. La operación parece tener, no obstante, fines menos filantrópicos.
Por un lado, los expertos en “imagen” de la corporación se alarman del aspecto “cadáver” de una botella de plástico tirada en la calle o perdida en la naturaleza; por otro, Aqua Chem trabaja en el sector de purificación del agua, lo que permitirá a Coca-Cola suprimir miles de pequeñas empresas dedicadas al mismo trabajo con material y procedimientos vetustos y bajar sus costos además de eludir impuestos inscribiendo su subsidiaria en el sector de la investigación científica. Por otra parte, Aqua Chem es, de por sí, un negocio redondo: nueve de cada diez barcos norteamericanos puestos en servicio desde 1968 están equipados con calderas y tubos de agua fabricados por la nueva criatura de Coca-Cola.
LOS HIJOS Y LOS PRIMOS
En 1937, Max Keith, vendedor de Coca-Cola en Alemania, asciende a director de la empresa en el país que se apresta a desatar la Segunda Guerra Mundial. Al final, cuando los aliados entran en Berlín, Keith es uno de esos alemanes que poseen la fórmula del milagro asociada al Plan Marshall. En 1954 se convierte en director de Coca-Cola para todo Europa, el Cercano Oriente y África del Norte. Para Keith, un solo producto era insuficiente en la guerra de conquista que se había abierto con la reconstrucción de Europa. Un año más tarde, convence a Woodruff de la necesidad de terminar con la política de “un solo producto, una sola botella, un solo precio”.
Keith tenía experiencia y un menjunje exitoso para vender: en 1939, cuando Coca-Cola abandonó Alemania, el director de la compañía se lanzó a la búsqueda de un producto que la reemplazara. En el camino hacia la conquista del mundo, Keith halló a un búlgaro, M. Eshaya, que había creado un refresco sin coca ni cola, y le compró la fórmula. Así nació Fanta, bebida por excelencia del Tercer Reich. En 1946, Fanta, popularísima en Alemania, pasa a manos de la Coca-Cola Export Corporation. Con ella, la empresa de Georgia lanzó su segundo producto en los Estados Unidos en 1960. El formidable éxito de la nueva naranjada, que aprovechaba las cadenas de distribución y el aparato publicitario de su hermanastra, llevó a la compañía a intensificar el lanzamiento de otras marcas. Distanciada de Pepsi en la competencia por el mercado de bebidas cola, la empresa decidió ganar otros mercados que pequeñas compañías habían explorado. Varios meses de encuesta concluyeron con el “perfil” de la bebida ideal: ácida, burbujeante, liviana, capaz de mezclarse a todo tipo de bebida alcohólica.
Los laboratorios se pusieron a trabajar y en tres meses pusieron a punto el producto deseado. Faltaba el nombre, y no era cuestión de dejarlo al azar: los especialistas solicitaban un nombre corto, capaz de dejar al público la posibilidad de rebautizarlo a su gusto. La compañía confió la tarea a una computadora. El resultado: Sprite, que en inglés evoca vagamente la primavera (spring) y que puede traducirse por “duende”, “travieso”, “diablillo”; en fin, una figura que Coca-Cola conocía bien, pues le había servido de publicidad en los Estados Unidos durante años. La botella del producto a base de limón no podía ser sino verde y evocar la frescura. El primer año se vendieron cincuenta millones de botellas de Sprite, y al siguiente, sesenta y cinco millones que compensan ampliamente el millón de dólares invertidos en la campaña de lanzamiento.
LA REVOLUCIÓN DEL CENTENARIO
Animados por el éxito de Fanta y Sprite, los directivos de Coca-Cola se volcaron a la explotación de un nuevo mercado de bebidas sin azúcar con Fresca y Tab. Pero fue recién en 1981 luego de años de estudios y tanteos de mercado, que la corporación se animó a empeñar su nombre en una bebida sin calorías: Coca-Cola diet, usa el mismo envase de su hermana, pero con los colores invertidos. Voceros de la empresa anunciaron, el año pasado, que la actual fórmula —más sofisticada que la de la sacarinada Tab—, es una transición hacia otra que podría aparecer muy pronto y que debería parecerse a la azucarada de tal manera que sólo un fino paladar pudiera notar la diferencia. De este modo, luego de aventajarla en el terreno de las bajas calorías, Coca-Cola estaba lista para atropellar a Pepsi en su propio feudo del “cuanto más dulce mejor”.
El 22 de abril de 1985 llega el golpe de teatro. Coke abandona en Norteamérica su fórmula centenaria para poner más azúcar en las botellas y complacer a los jóvenes enamorados del pop, que parecían desplazarse hacia la competencia. Del 22,5 por ciento del mercado total de bebidas sin alcohol, había caído, en un año, al 21,8. Pepsi, en cambio, avanzaba un 0,1 y esta inquietante señal sacudió al monstruo.
Sin embargo, los expertos no tuvieron en cuenta que las viejas generaciones habían identificado el sabor de la Coca-Cola con la juventud perdida y con una América más simple y triunfal, tal como la propone Ronald Reagan. Un posterior estudio de psicólogos y sociólogos concluyó que, en un país que cambia vertiginosamente, el gusto de la Coke es uno de los pocos valores estables a los que aferrarse. De inmediato, Gay Mullins, un fanático hasta entonces anónimo, llamó a los consumidores a formar la Old Coke Drinkers, una asociación de lucha para la defensa del antiguo sabor. Su lema, “Devuélvannos la vieja Coca-Cola” recorrió todos los estados de la Unión. Mullins usó una doble estrategia: por un lado se presentó ante los tribunales de justicia para exigir que la empresa hiciera pública la fórmula que acababa de archivar. Por otra parte, hacía saber que un grupo de “disidentes” del directorio le había comunicado la mítica ecuación y, como no podía vivir sin su bebida, él mismo estaba dispuesto a fabricarla si la compañía la abandonaba.
Según el jefe de los nostálgicos, el brebaje había pasado a integrar el “patrimonio cultural del pueblo norteamericano” y ni sus propios dueños tenían derecho a enterrarla de un día para el otro. Así, el 11 de julio (apenas tres meses después de iniciado el escándalo), la corporación decidió devolver al pueblo su bendita bebida con el título de Coca-Cola Classic y ponerla en los supermercados junto a la flamante New Coke.
En realidad, las ventas de la nueva versión no fueron muy alentadoras, y en círculos de Wall Street podía escucharse, a fines de diciembre de 1986, una explicación más creíble sobre la extraña voltereta. Según los medios financieros, la empresa habría montado la más osada y genial maniobra publicitaria de toda su historia, y el tal Mullins habría obtenido por tanta tenacidad algo más que su refresco preferido. El golpe tal vez haya permitido a la empresa colocar en el mercado su nuevo engendro con un ruido estrepitoso y gratuito, a la vez que relanzaba el otro, el inmortal.
Para Coca-Cola todas las crisis son buenas. Entre 1960 y 1970 triplicó sus ganancias y las acciones en la bolsa de Nueva York se cotizaron a 82,5 dólares en 1969; 107,75 en 1971 y 150 dólares en 1973. Hoy, al cumplir cien años, la corporación vende en un solo día y en 155 países, dos mil millones de litros. La misma cantidad que había producido en su primer medio siglo de vida.
Ésta es parte de la historia de uno de los más gigantescos pulpos de la historia del capitalismo. No obstante, su nombre no figura entre las treinta primeras empresas monopólicas. Infiltrada en fundaciones científicas (sobre todo en el sector árabe), literarias, arquitectónicas, ecológicas, la compañía ha puesto su mano sobre todo sector susceptible de proveer dividendos a la corta o a la larga. Quizá por eso, en la central de Georgia se comenta, entre sonrisas de complicidad, que “el único competidor serio de la Coca-Cola es, hoy por hoy, el agua de la canilla”.

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