Por Hugo Dimter P.
Yo vi la única pelea que perdió Víctor Asenjo. Aunque digamos que lo de esa noche en la playa no fue una paliza ni mucho menos. Pero -entre solo dos alternativas- Asenjo perdió.
Quería ser feliz. Flaco y huesudo, rápido y técnico a la hora de romperle la cara a algún idiota. Había crecido en los barrios de Rahue, en Osorno, y éramos compañeros en el San Mateo. Esto tiene que haber sucedido el 84 en un balneario perdido de la costa llamado Maicolpué. Estábamos en séptimo u octavo básico pero Asenjo había repetido dos años y era bastante mayor que nosotros, si 2 ó 3 años puede definirse como “bastante mayor”.
El abuelo de Asenjo trabajaba en la Chiprodal y esa empresa poseía una casa en Maicolpué donde podían veranear sus trabajadores entre decenas de tarros de leche condensada y manjar. En febrero Asenjo iba a la playa junto a sus abuelos y nos veíamos regularmente jugando basquet o fútbol, donde era bueno pero un poco tronco. Donde sí tenía un talento innato era peleando. Ya en ese entonces había comenzado a practicar artes marciales y frente al menor asomo de ser pasado a llevar se liaba a combos dándole una buena paliza -ya no eran solo combos sino también patadas- al rival de turno.
Los dos teníamos en común la ausencia del progenitor y por ello Asenjo veneraba a su madre y cualquier ápice de ofensa a ella era merecedora de una soberana golpiza. Había algo en él que lo hacía sentirse menoscabado por esa carencia del aquel que lo procreó y para suplirlo los golpes eran una buena catarsis liberadora.
No era excesivamente alto pero sí muy fibroso y rápido al estilo de Bruce Lee. Si una persona normal golpeaba una vez; él golpeaba tres. Además era bastante cerebral. Era la golpiza y nada más. Nunca se excedía en sus golpes. Un ojo en tinta y la nariz para la miseria, más un par de patadas en la cintura pero nunca había en él alevosía o descontrol. Como un buen jugador de ajedrez realizaba los movimientos necesarios para fulminar al rival y listo.
Se desploman las sombras sobre la playa. La puesta de sol se divisa tan cerca que los dos jóvenes parecen tocar el círculo dorado. Asenjo se pone sus zapatillas Brooks blancas de gamuza y su camisa amasada, típica de aquellos años 80. Está exultate ante unas vacaciones que pueden resultar inolvidables: hay muchas chicas lindas en la playa dando vueltas en busca de un joven lindo y atractivo como se cree él.
En un baño diminuto y con pocos adminículos Asenjo rocía su perfume Denim Jovan Musk y se mira al espejo. Su peinado a lo Emmanuel está un poco corrido y decide acomodárselo. Luego baja las escalas y grita un “voy abajo, al boulevar”. Anochece. Su abuela se da vuelta pero Asenjo ya se ha ido veloz y decidido. La hebra en la madeja de los sucesos que se avecinan se ha tirado y no hay vuelta atrás.
Él Tatú es la embajada de los juegos electrónicos de Maicolpué aunque también hay los infaltables taca tacas. La juventud veraneante se reúne noche a noche para conversar, posar y reposar, además de “jugarse una fichita de flipper”. Algunas de las muchachas que acuden son las más lindas y el lugar es centro de romances quinceañeros. La música es variada: rock latino, Men at work, una que otra canción de Silvio, Abba, Falco, Kiss. Los descendientes de las familias árabes, alemanas, francesas, españolas, chilenas y algunos mapuches en una reunión extraña y democrática para esos tiempos. El interés en común de los concurrentes es divertirse, nada más. Los más grandes beben, de vez en cuando, escondidos en una esquina. Otros van al local del “Gordo Amable”. Esos son ya mayores. Una cerveza, una piscola. A Asenjo no le gusta ingerir alcohol pero cuando baja con sus abuelos ellos beben cerveza y le convidan un vaso. A él le desagrada pero si su abuelo decide que debe tomarse un vasito no hay nada que discutir.
Ahora el muchacho está excesivamente arreglado y su vestimenta es más adecuada para una fiesta en la ciudad que para un balneario costero. El gel en sus cabellos y sus rasgos finos le dan un cariz ambiguo y moderno. Pero aún así es Victor Asenjo. Un joven de clase media con un padre ausente, un joven que ha repetido dos años y al que le cuesta estudiar o dar a entender sus ideas. En resumidas cuentas un adolescente con un futuro incierto al que la vida pudiera tratar muy mal. Mas si de luchar se trata Asenjo le va a plantar cara al destino. A él no le gusta perder y sus triunfos vivenciales han sido tan pírricos como escasos.
El sonido de la bola derribando objetos luminosos provoca una estridencia común para todos en el lugar. El flipper de Superman es el más colorido. El lugar está repleto de jóvenes y otro tanto conversa fuera esperando su turno. Algunos se ven acalorados mientras juegan taca. Las chicas quieren divertirse y no ocultan sus bronceados mediante reducidos pantaloncitos cortos de jeans. A lo lejos se divisa la figura de un joven mapuche de mediana estatura con las mechas tiesas y un tanto largas. Camina seguro por una orilla del boulevar con
los ojos un tanto brillosos. Polera negra y jeans. Bototos. Una extraña sonrisa. Nadie sabe cómo se llama. Solo que le dicen Keko. Algo anda mal con Keko. No es el típico mapuche quitado de bulla. Éste parece que busca hacerse notar.
Asenjo tenía su favorito. Era un flipper en el que siempre jugaba. Una máquina conocída y en la cual estaba largo tiempo rompiendo récords. Era el Mustang, un flipper de domadores de caballos que no tenía gran dificultad. Una máquina antigua que fácilmente llevaba cinco años divirtiendo a los jóvenes que la utilizaron, quizás en qué país y bajo qué circunstancias. Desde que Asenjo metió la ficha me quedé a un costado del flipper observando. En realidad estaba viendo a una niña que se divertía animada en un taca taca junto a sus amigas a poco menos de tres metros. La música de Toto se hizo más estridente pues el romántico encargado de los juegos subió el volumen. Uno que otro muchacho fumaba lanzando el humo hacia el techo de madera. La chica de la melena rubia seguía moviéndose con gracia a pocos metros. Asenjo estaba concentrado solo en que la bola no se introdujera entre las dos paletas. Eso y derribar tarjetas para acumular más puntaje. Seguían llegando jóvenes queriendo ingresar pero no cabía una aguja. De improviso las chicas del taca dejaron de jugar y salieron. Fue en ese instante que ingresó el Keko mirando solamente hacia adelante. A cada paso que daba los jóvenes, casi por milagro, se deslizaban hacia el costado sin, siquiera, tocarlo. Dejé de mirar a la chica y vi que el Keko se dirigía hacia nosotros. Se quedó al otro costado del flipper, mientras Asenjo seguía concentrado en el juego. Llevaba 299.999.453 puntos y estaba próximo al récord. Yo miré de reojo la situación y tuve la premonición que algo malo iba a pasar. El Keko olía a cerveza y se reía solo. Miró a Asenjo y dejó de reír. Observó su peinado. “Y esa cagada de peinado de maricón”, pareció pensar. Asenjo en un instante que jugaba la tercera bola perdió observando de reojo al Keko. “Y este indio culiado qué vino a huevear acá? ” pareció pensar molesto. Keko simuló normalidad pero adivinó el pensamiento.
Movió el flipper como si hubiese trastabillado pero con Asenjo nos dimos cuenta. Las paletas se inmovilizaron y la bola dio unas vueltas y cayó por el orificio.
-Perdón- dijo el Keko riendo.
Asenjo no lo miró. Sin darle importancia depositó su vista en la bola que aparecía nuevamente por el costado derecho y con fuerza y rabia la impulsó hacia adelante. El ambiente se había tornado tenso y el aire se podía rajar con un cuchillo sin filo.
En un instante el Keko volvió a reír y luego movió el flipper fuertemente con las dos manos. “Tilt” apareció en la pantalla central. Las paletas se inmovilizaron. La bola se deslizó sin pena hacia el fondo del agujero central. Keko comenzó nuevamente a reír con más fuerza. Asenjo lo miró tratando de analizar quién era ese indio de mierda que lo estaba haciendo pasar vergüenza. Luego de unos segundos de escrutarlo Asenjo llegó a la conclusión que ese mapuche era un don nadie.
-Quieres pelear?- le preguntó tranquilamente Asenjo mirándolo en menos.
El Keko rió, respondiendo un escueto:
-Claro. Vamos afuera.
Y todos salieron al regarse como la pólvora el comentario que ambos iban a pelear a la salida, detrás del local de entretenimientos. Rápido se formó una multitud de cuarenta personas, entre lugareños, turistas y uno que otro despistado que acudió a ver qué pasaba.
La arena estaba húmeda por el rocío nocturno y las pocas luces del lugar dejaban ver una brisa ligera que emanaba desde la primera playa hacia el monte que envolvía la totalidad de la sinuosa costa. Asenjo y Keko caminaron hasta el centro del descampado mientras los observantes se acomodaban en el vértice formando una imperfecta circunferencia. Ambos se arremangaron, tanto la camisa como la polera, y alguien gritó: “Que sea limpia la pelea”. Keko se advertía más bajo pero más macizo, con unos brazos fuertes y morenos. Asenjo, más delgado y fibroso, comprendió que era mala idea establecer una pelea corta y decidió bailar alrededor del mapuche con rapidez tirando patadas en giro. Keko se movía más lento como esperando un error del contrincante. Cuando quedaban frente a frente Asenjo pegaba alguna patada que parecía no hacer mella en su rival. Keko pegaba algún puñetazo que Asenjo esquivaba. Ambos parecieron estudiarse un momento tirando manotazos en un baile veloz que a cualquier mortal ya hubiese extenuado. Keko trataba de encontrar un flanco para atacar, un indicio que le permitiera golpear con fuerza a ese turista que se creía Bruce Lee. Asenjo volvió a pagar patada en giro, en reverso, mientras se sostenía en un solo pie. Y entonces fue que una de esas patadas, que pareció llegar de lleno en la cabeza de Keko, fue esquivada en un veloz giro prodigioso del mapuche, quien se abalanzó sobre un Asenjo a contrapie y totalmente sorprendido. Ambos cayeron a la arena pero Keko ya estaba encima y descargó tres puñetazos en el rostro de Asenjo quien no pudo esquivarlos. Keko lo cogió del cuello con inusual fuerza y volvió con una andanada de golpes que solo parcialmente dieron en el objetivo. Asenjo estaba a merced de su oponente pues el mapuche se había depositado sobre él sujetándolo con ambas piernas mientras Asenjo trataba de girar para salirse. Lo siguiente fueron treinta segundos de golpes fallidos de Keko. De cinco uno daba en el rostro de Asenjo, quien tenía el labio rojo y comenzaba a emanar sangre. La pelea parecía llegar a su fin.
Uno de los pocos adultos que se encontraba en el lugar, don Luis, el dueño del mercado Macarena, gritó:
-Está bueno, la pelea terminó!
Con parsimonia se fue acercando a los dos jóvenes que yacían en la arena y los
separó. El hombre media cerca de un metro ochenta y tenía un corte que atravesaba toda su mejilla. Uno de sus sobrinos, mayor de edad, también se acercó.
-Dense la mano- sentenció don Luis.
Keko y Asenjo no se sorprendieron ante la propuesta. Se dieron la mano.
-Bien, ahora váyanse a sus casas y no los quiero ver pelear más. Me entendieron?
No hubo respuesta. Ambos se dieron media vuelta y caminaron en sentidos opuestos sin volverse a ver nunca más en sus vidas.
Y entonces los testigos del hecho -entre los que me contaba- se fueron dispersando con lentitud mientras hacían comentarios absurdos y frívolos. Y yo me di cuenta que todos ellos -pese a ser solo observadores- habían sido derrotados y que aquellos dos muchachos, que se habían liado a golpes, eran los reales vencedores. Porque ellos, Asenjo y Keko, iban a la contra mientras todos los demás se dejaban llevar por la corriente.
Fue en ese segundo que me di cuenta que siempre era mejor ir a la contra; aunque fuera muy doloroso. Aunque hubiera falsos vencedores y vencidos que llevarán en andas, y como un lastre, todas nuestras culpas y miserias…
Pues bien esa es la punta del iceberg de la historia sobre estos dos muchachos. Vamos a las disecciones de unos cuantos hechos y personas.
Keko: murió de una certera cuchillada en el corazón, una noche de invierno, en un tugurio cercano al puente San Pedro en Rahue. La autopsia reveló la ingesta de choclo, papas, pollo y zapallo, una cazuela, y abundante alcohol en la sangre, sangre que quedó regada por el suelo del bar y permaneció varios días. El asesino era otro marginado de 26 años, pobre, sin trabajo ni domicilio fijo en Osorno. El asesino vivía en San Juan de la Costa y por lo tanto era muy probable que se conocieran, o tal vez no. Esto fue antes del 2000. Todos esperaban un epílogo así para un sujeto de carácter tan arisco cono el de Keko. Los creyentes, en el funeral, le desearon un feliz viaje; mientras los demás se regocijaron de no tenerlo cerca. “Un mal viviente mejor que esté abajo”, dijeron indicando el suelo y no el cielo. Lo que ignoraban era que Keko había tenido un acercamiento bastante fuerte con Dios. Tres años antes de morir Keko estuvo entre rejas, en la cárcel y fue asistido por un cura franciscano, un sacerdote joven, del Penal de Osorno. Al comienzo sus intenciones fueron sacar provecho del religioso al hacerle peticiones de alimento y ropa, idea nada disparatada. El franciscano accedió y fue así como este renovado Keko tuvo un tarro de café y un par de zapatillas nuevas. Era la envidia del resto de los internos quienes asombrados advirtieron un cambio en su conducta pendenciera y rebelde. Keko se tranquilizó por algunas semanas hasta que alguien le hizo una broma de doble sentido en relación al sacerdote y Keko sin un ápice de sosiego le clavó un punzón en el muslo para luego irse castigado. Dios lo miraba convencido que no tenía remedio.
A pocas cuadras de la carcel Asenjo se debatía en un dilema matemático que un niño de diez años habría podido resolver en un par de minutos. Asenjo estudiaba administración de empresas, carrera -como muchas- que abandonaría meses más tarde pese a sentir afinidad con algunos Ramos y tener indiscutido son de mando. Pero no basta solo con el don de mando; hay que ser inteligente y justo. Y Asenjo no es lo primero, y en muchos casos tampoco lo segundo.
Cada vez peleaba menos aunque sus entrenamientos de artes marciales eran una rutina difícil de olvidar en un día a día cada vez más incierto. No tenía dedos para el piano en los estudios ni rigor para una escuela militar. Lo único que le quedaba eran los deportes y en eso persistió ante la atenta mirada de su madre y hermano menor que esperaban un destello de claridad en el nuboso horizonte del joven. La madre nunca hablaba de su esposo así que Asenjo barajaba diversas teorías: que los había abandonado, que era un perdido, o que estaba reñido con la ley. También podía ser posible que fuera un cobarde, incapaz de jugársela por su familia. Cuando le preguntaba a su madre ella solo respondía que “las cosas no habían resultado” o que “no nos llevábamos bien”. Eso era todo. Ninguno de los dos prolongaba preguntas ni respuestas, aunque Asenjo sospechaba que su madre ocultaba algo. Un algo muy doloroso pues ella nunca mentía.
Keko tenía sólo una foto de su padre. Era en blanco y negro y en ella se observaba un hombre con sombrero, muy serio, tal vez debido a unos finos bigotes que no le sentaban. La foto debió haberse tomado en Panguipulli pues aparecían detrás una hilera de tractores y él había trabajado en ese complejo maderero poco antes de cumplir 20 años. Las malas lenguas aseveraban que el mapuche era izquierdoso, lo que podía significar cualquier cosa. Alguien dijo que pertenecía al MIR. Algunos amigos dejaron de dirigirle la palabra. Otros ya no lo invitaron más cervezas en los boliches de Bahía Mansa. El hombre andaba en malos pasos.
En 1990 un amigo me narró un hecho que aún me da vueltas en la cabeza. Él había realizado su s envicio militar en el Regimiento Sangra de Puerto Montt, cuando éste se hallaba en el puerto y no en Puerto Varas. Mi amigo me contó una historia que tal vez era la pieza que faltaba para este rompecabezas. En ese regimiento había un sargento primero de apellido Asenjo. Un hombre mayor que por alguna extraña razón no había ascendido desde hacía años a suboficial mayor. El militar tenía los pelos parados y una mirada de loco que lo hacía ver divertido. Era muy extraño: algunas veces alegre, otras sumido en una profunda meditación, absorto con el paisaje aunque estuviera en la armería o el rancho. Sin embargo con los soldados era cordial y bueno para contar historias. En más de una oportunidad el sargento segundo Asenjo pidió que fueran a comprar unas botellas para compartir con sus “pelados”. Esto casi siempre ocurría cuando estaba en campaña en Río Pescado y durante una sola noche en que no hubieran oficiales. Mi amigo me narró una anécdota que quedó a fuego marcada en su memoria.
Durante aquella campaña, al final, clases y soldados iban a hacer un asado con un cordero que les había regalado un lugareño. Pero faltaba una parrilla. Comenzaron a buscar una y alguien gritó:
-El sargento Asenjo tiene una!
Asenjo sorprendido miró para todos lados.
-Qué parrilla?- preguntó-. Yo no tengo ninguna parrilla.
Entonces el sargento Fernandoil, que estaba a su lado le respondió:
-Una parrilla pues. Dime que nunca tiraste uno a la parrilla…
Asenjo no hizo gesto alguno.
-Yo no tengo ninguna parrilla.
Eso fue lo único que dijo. Pero el sargento
Fernandoil, un loco de remate, ya había comenzado un juego y no deseaba terminarlo. Dé improviso sacó su revólver y riendo apuntó a Asenjo.
-A cuántos tiraste a la parrilla allá en Panguipulli? Vamos, dímelo o te mato.
Asenjo lo miró fijo deslizando su mano hacia la cartuchera. También lo apuntó.
-Baja la pistola, conchatumadre- señaló Asenjo.
Un silencio sepulcral se hizo en la cuadra.
Fernandoil comenzó a reír y su rostro, sus bigotes y sus ojos desorbitados adquirieron un tono mortecino. Bajó la pistola.
-Era una broma pos, saco de huevas. Pero lo de la sacada de madre ya lo vamos a arreglar en otra oportunidad afuera.
-Cuando quiera sargento Fernandoil- respondió Asenjo. A lo lejos se divisaba la llegada de un teniente y un capitán, quienes reían animados.
-Formar!- gritó Fernandoil. Y todo volvió a la normalidad castrense.
Posterior al golpe se comenzaron a esparcir rumores de diversa índole acerca de la muerte del padre de Keko. Lo cierto es que nadie nunca más lo vio. Lo único
que sabía era que trabajaba en Panguipulli y era feliz. Que viajaba a Maicolpué a ver a su esposa e hijos y un día no volvió más. Y que, tal vez, eso, su desaparición de un día para otro, condicionó la vida de sus hijos y la de otros hijos y la de todo un país fracturado y lleno de una violencia que va y viene. Como las olas o la neblina. Durante siglos. Pues siempre hay alguien que vaya a la contra. Padres e hijos, sin mayor diferencia. Pero con el innegable deseo de torcerle la mano al destino y a la historia.