Los brasileños no saben que el mundo se hunde en el mar 

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Los muertos no sueñan. Viven de sueños. Su existencia de muertos es un sueño que nunca acaba. Algo similar a los vivos y su vida terrenal; con la diferencia que ésta se acerca más a una pesadilla, limitada y escasa, que a un eterno dormitar. Cuando la vida y la muerte se mezclan en un proceso más amplio aparece el mundo tal cual es. Aparece la historia y la memoria. Aparecen los libros y dentro de ellos los hombres y mujeres que, tozudamente, se niegan a morir, y nunca lo harán. Es un poco de lo que trata este relato.
Es 1979. Pese a que si alguien podría salvar el planeta, y ese era Toninho, la cosa no da para más. Toninho deseaba emigrar de Florianopolis. Ya había cumplido una etapa en el club Sao Genaio con grandes resultados y enorme popularidad pero él deseaba irse a otras latitudes donde el fútbol le diera réditos económicos. De eso se trataba, no podía ser por “amor al arte”. Pese a la momentánea frustración no se amilanaba. Piensa que no es culpa de él. Las cosas simplemente no se dieron. A los 25 años no había llegado a ningún club de los grandes de Río o Sao Paulo. Menos a Europa. Así que cuando el chileno Luis Barra viajó a Florianopolis a ver un amigo y éste le recomendó a Toninho para Coquimbo Unido el entrenador chileno decidió hablar con él luego de una práctica. Fue directo al grano: le dijo cuánto dinero ganaría y que iba a ser titular y figura. Toninho confió y dio el visto bueno. De esa forma a las dos semanas estaba entrenando en las arenas de La Herradura con un contrato en el bolsillo por tres años. La vida y el mundo que él había elegido ahora le daba un empellón hacia la fama. Un éxito minúsculo pero éxito en su reducido campo de acción.
Todo era diferente. Se compró un auto pequeño y mandó a buscar a su esposa e hija, quien sufría una extraña enfermedad que le impedía crecer. La pequeña tiene siete años pero representa tres. Toninho piensa que el aire marino de Coquimbo tal vez le siente bien a su hija y la enfermedad se evapore como por arte de magia. Ruega a Dios que ello suceda. “Dios Todopoderoso intercede ante mí…”
Cada mañana se levanta sonriente y prepara el desayuno para su esposa quien lo abraza y -cuando él coge su bolso, repleto de vendas y zapatos de fútbol- le dice que lo ama y que le desea un buen entrenamiento. Luego él se sube al auto y se va. Toninho coloca música brasileña, samba o bossa nova, y canta bastante desafinado pero feliz. Otras veces maneja en silencio pensando en su solitario padre quien ha quedado en Florianopolis. Piensa en que es un hombre viejo, viudo y que debería hacer algo para ayudarlo. Algunas veces se le humedecen los ojos al sentir nostalgia de ese anciano a quien ama profundamente. Todo marcha bien. Coquimbo gana varios partidos y Toninho hace dianas memorables. Es la figura del equipo y sus compañeros lo alaban. Mes a mes envía un dinero a su padre -poco acá; bastante allá- quien le escribe constantemente dándole las gracias y deseándole mucho éxito. Coquimbo juega de local con Colo Colo y Toninho hace los dos goles con que su equipo, sorpresivamente, vence. Los diarios de Santiago lo alaban y señalan que es una de las figuras del campeonato junto a Peredo y Yáñez. Luego del partido, jugado un sábado a las tres de la tarde, algunos compañeros invitan a Toninho a salir. Exhaustos pero contentos van al topples de un hincha conocido. En una sala con vidrios gruesos ven el show y el dueño les presenta unas “amigas”. De esta forma Toninho conoce a Miriam, una jovencita de lindo cuerpo y liviana de sangre. Entre cerveza y cerveza Toninho le cuenta su vida, le dice que está casado y que tiene una hija enferma. Ella se sincera y le narra acerca de su familia, de su madre y sus tres hermanos menores. Le cuenta de su pobreza y del sacrificio que hace al trabajar en el topples para que a ellos no les falte el alimento. El brasileño y la chica se llevan bien. Siguen bebiendo y bailan samba entre risas de los demás asistentes. Cerca de las ocho Toninho decide irse en taxi. Él se despide y Miriam le pide que vuelva a verla. Él le asegura que lo hará y le introduce un billete en la diminuta cartera que Miriam anda trayendo. Ambos se desean suerte. Toninho sale del lugar y aborda el vehículo que lo espera. La noche es cálida y él desea llegar a casa lo antes posible.
Pasan los meses. Coquimbo va dentro de los cuatro equipos punteros lo que reviste el carácter de hazaña. La gente del puerto ama el equipo y domingo a domingo el estadio parece estallar. La dirigencia cae en extasis pensando en tratar de asegurar un cupo para la Copa Libertdores. Aún era pronto para hablar del título pero todos lo veían factible. El equipo es una máquina que corre a una velocidad frenética donde Toninho es eje central. En una esquina de la galería, entre vendedores de maní confitado e hinchas con gorros negros y amarillos, inserta en un nuevo mundo masculino, está Miriam con su mirada limpia y el pelo ondeando en la tarde. Los niños corren por los recovecos del colorido estadio Francisco Sánchez Rumoroso, alguna vez denominada “la cancha del Estanque”. Son niños que visten harapos y de sus zapatillas escapan los dedos negros de tierra. Niños que vagan por la ciudad sin comer más que pedazos de pan que le dan otros pobres que también se alimentan de pan y sopas de pescado o del esqueleto de una merluza tan desgraciada como aquellos que la consumen.
Una tarde Toninho recibe una carta de su padre donde él le comenta: “…hijo, me han diagnosticado una enfermedad que provoca olvidar todo. Tiene un nombre raro. Qué gran desastre sería olvidar leer; no pudiendo saber de tus triunfos y del amor que me tienes. Olvidar leer sería mi muerte. Tendría que imaginar lo que me dices. Olvidar escribir sería mi muerte también. Cómo podría decir que te quiero? Aún gritando no me escucharías”.
Toninho se molesta. Se cuestiona el por qué le pasan cosas de ese tipo. A todo el mundo le ocurren o sólo a él? Desde lo alto se divisa el puerto con sus brazos estirados hacia el mar como queriendo abrazar algo, o alguien, que Toninho desconoce. En voz baja canta una melodía antigua que le gusta. Tararea una parte pero desiste al olvidar la letra.
Al día siguiente un compañero de equipo lo pasa a buscar y se internan por la ciudad. En una de las calles ven un grupo de personas haciendo cola. Toninho pregunta qué están haciendo. A lo que el compañero señala que “buscan trabajo”. Toninho se persigna. Las personas quedan a la deriva entre medio de tarros de basura y paredes con consignas en letras rojas y negras que se hacen difusas en el desquiciado vaivén del puerto y su mosaico de cuerpos y vehículos.
-Nada que hagamos los va a hacer felices-señala Toninho desencantado.
-Te equivocas- le responde su compañero-. Ellos viven de sueños. Los sueños de muertos vivientes.
Es en ese momento que Toninho comprende la importancia de una victoria el domingo, y el siguiente, y todos los domingos. El triunfo como alimento básico para subsistir. Como la única y escasa alegría de un pueblo que se debate entre el delgado hilo de la vida y la muerte. “Goles, fintas y regates. Algunos viven de eso”, piensa el brasileño. “Yo mismo vivo de eso” reflexiona mientras el vehículo cruza la ciudad.
Miriam, unas horas más tarde, pasa por ese mismo lugar en dirección al topples. El autobús que la transporta está a punto de reventar. Obreros, dueñas de casa y estudiantes van apretados en el interior compartiendo un espacio incómodo e irrespirable. En proporción pocos van sentados. Un anciano lee el diario. Otra señora le pregunta a su hija adolescente sobre una profesora. La tarde ya se ha ido y los últimos rayos de sol se diluyen con premura en el horizonte naranja. Coquimbo se acuesta a dormir mientras Miriam, como cada sábado, se maquilla en el camarín lista para trabajar.
-Miriam, tienes teléfono!-le gritan desde la puerta.
La muchacha deja de alisarse el pelo y se dirige a la entrada, donde está la caja y reposa el único teléfono del local.
-Alò.
-Alò. Soy Toninho. ¿Cómo estas? Perdona que te llame. Puede sonar extraño pero quisiera verte.
-Ufffff. Me pillas por sorpresa.
-¿Puede ser? Que nos veamos. Aunque sea un rato solamente.
-…Que sorpresa. Si tú quieres… Pues, claro. Pero tendría que ser mañana domingo y voy a estar en mi casa.
-Me parece bien. Voy como a las cinco. Dame la dirección.
La muchacha se la da.
-Bueno, nos vemos mañana- se despide Toninho-. Que te vaya bien.
-Chao- le dice ella y cuelga. Intrigada se va al camarín y sigue preguntándose qué querrá el brasileño. Cree que ha sido mala idea cítarlo a su casa pero no tiene donde llamarlo para retractarse o cambiar el lugar. “Y si los vecinos comienzan con cahuines? Todos conocen al famoso crack brasileño de Coquimbo Unido”, piensa ella mientras una de sus compañeras de trabajo grita que han llegado unos clientes de terno y que parecen tener mucho dinero. La noche ha comenzado en esa “sala de espectáculos” o “boite”, como la llaman los más viejos.
El tipo de terno la invita una piscola y le pregunta la edad. Luego le pregunta si tiene hijos. Era raro, como sacado de una película de terror; pero de bajo presupuesto. Sus bigotes, dentadura gris y ojos tan rígidos como los de un muerto, construyen el rostro más de un maniquí que de un ser humano. Nunca se ríe. Parece llevar dentro algo que lo hace desfallecer.
En un instante el tipo pregunta: “¿Cuánto cobras?”. Ella no quería responder pero sintió mucho más miedo al negarse que al de cobrar una suma elevada. Miriam lanza una cifra. El tipo se rió por primera vez. “¿Dónde?”, preguntó él. “En el baño”, respondió ella. “Vamos”, dijo él. “Vamos”, respondió ella en un hilo de voz sabiendo que no había vuelta atrás.
El baño era pequeño. En una de las paredes pintadas a la ligera de blanco había un gancho. La taza ocupaba casi todo el asfixiante espacio. Aún así lograron entrar. El tipo dejó su vestón en el gancho. A un metro se advertía su aliento a cigarro y alcohol. Aún así comenzaron a besarse. De pronto la mirada el tipo pareció iluminar su pálido rostro.
-Pásame el vestón- le ordenó a Miriam.
Ella se deslizó por un costado del cubiculo, alcanzando con la mano izquierda la chaqueta. Los tirantes del sostén asomaron en el hombro de la muchacha. A lo lejos se oía la música aunque era difícil adivinar quién podía ser el grupo. El tipo acarició el rostro de Miriam y bajó uno de los dedos hacia su boca. Lo introdujo en sus labios mientras con la otra mano trajinaba su vestón.
-Ahora estamos listos-dijo él-. Tengo esto para que juguemos.
En su mano apareció un revolver. Miriam palideció mientras el hombre reía y bajaba el arma hasta el ombligo de la joven. El cañón erizó la piel.
-Tú eres diferente- dijo el hombre con un acento extraño y su rostro de maniquí comenzó a derretirse. Para Miriam todo daba vueltas, la luz a intervalos se apagaba y encendía frenética. Ruidos y pavor. Indefensión y soledad.
Quince minutos más tarde la muchacha sale llorando del baño. Tras correr hacia el camarín se le cae uno de los billetes que flota en el aire como en cámara lenta. Al llegar al piso muere en el punto más bajo de la superficie del edificio. Ahí dondsólo transitan las moscas y las hormigas. Donde mueren las baratas y las pulgas.
Un sillón con retazos multicolores tejidos en lana. Una mesa a mal traer y encima vasos con jugo en polvo. Un televisor y un trozo de seda celeste que yace debajo. Los corazones se aceleran durante la espera de Toninho. La madre de la muchacha está conversando con dos parientes, unos señores cincuentones. La mujer, pese a las arrugas que surcan su rostro, aún conserva la belleza de antaño. Su mirada es limpia y parece abarcarlo todo; incluso uno de los dormitorios en el fondo del pasillo donde se escuchan los gritos de unos niños que parecen divertidos.
-¿Sabes qué? Me caen bien los futbolistas- le dice la madre de Miriam a uno de los señores que la acompañan.
-Ahora vamos a conocer uno- señala el caballero que aparenta más edad y sonríe arreglándose los lentes que caen por su nariz.
-¿Cómo va el trabajo en el muelle?- le pregunta el otro.
La respuesta queda en el aire.
-¡Alguien llegó en un auto!- grita un niño desde su habitación.
Los hombres y la madre de Miriam se acercan a una ventana y desvelan el visillo. Desde ahí observan el Fiat 147 que se estaciona. De su interior desciende un joven moreno vestido con jeans, polera blanca y zapatillas negras. Con lentitud se acerca a la puerta y golpea tres veces la
madera con sus nudillos filosos. Nadie reacciona salvo uno de los niños que sin dudar corre a abrir la puerta. El futbolista se sorprende al ver un niño. Adivina que es uno de los hermanos menores de Miriam.
-Hola. ¿Está tu hermana?- pregunta Toninho.
-¿Cuál hermana? -pregunta el niño.
El brasileño se sorprende. Tal vez se equivocó de casa.
-Miriam. ¿Tienes una hermana que se llama Miriam?
-¡Miriam!- grita el niño.
-¡Que pase!- responde ella-. Yo salgo altiro.
-¿Usted es futbolista?- pregunta el niño.
Toninho avanza tras el muchachito.
-Sí. Soy futbolista. Y soy amigo de tu hermana también. Y quizás amigo tuyo.
-Buenas tardes- saluda el brasileño a los presentes.
Los adultos lo saludan sonrientes y le invitan a sentarse. La madre de Miriam le sirve un vaso de jugo y le dice que está muy contenta de conocerlo. Toninho se pone nervioso y responde que la muchacha es una grandísima amiga. De reojo se cerciora de haberse sacado su argolla de matrimonio. La luz del televisor tiembla en el instante que la madre de Miriam lo enciende. Canal 7 emite la serie de una perra llamada Lassie que rescata niños y los protege de los malos.
-¿Y somos o no somos campeones?- le pregunta a Toninho uno de los parientes de la madre de Miriam.
-Vamos a tratar- responde él serio bajando la vista-. No es tan fácil.
Al levantarla ve a Miriam frente a él, se ve triste, se ha cortado un poco el pelo y su mirada ha perdido brillo. Aún así sonríe al verlo. Camina hacia él y lo abraza fuerte. Toninho se sorprende, no sabe qué hacer.
-Abrázame con fuerza- le pide Miriam.
Toninho la coge con firmeza de la cintura. Una cintura delicada y frágil. Miriam tiene 19 años y él 25. La edad no parece ser impedimento alguno para ambos. Pero sus vidas son tan diferentes y el trazado por el cual deambularán ya parece estar construido. Toninho presiente algo malo y ante ello decide sentarse junto a la muchacha. Al comienzo todos los presentes hablan de cosas
triviales. Ríen y bromean. Los tres adultos se sientan a la mesa, dándole la espalda a la pareja que conversa distraída frente al televisor donde Lassie corre de un lado a otro.
-No me has dicho como te ha ido en el trabajo- le dice uno de los caballeros al otro hombre de lentes. Y entonces él contesta:
-No sabría decirte. Estoy de vacaciones…Obligatorias.
-¿Te echaron?- pregunta el otro.
-No. Estoy con vacaciones obligatorias. Dos semanas. Tú sabes que trabajo en la Planta Termoeléctrica de Ventanas. Pues han traído un Estator que pesa 250 toneladas. Era tan grande y pesado que tuvieron que hacer unos asientos para los pilotes. Se contrataron buzos y ellos utilizan “El telégrafo”, una piola con un chiringuito para bajar y subir herramientas. “El Telégrafo” anunció que algo andaba mal. Todo es muy extraño. Algo pasa. Iba todo bien hasta que encuentran en el fondo un saco, lo suben, suben otro, dos y tres sacos. Paran la faena. Los sacos tenían dentro un finado. Dos hombres y una mujer. Son los “vuelos de la muerte” que salen desde Quintero. Los sacos con gente dentro los tiraban en Ventanas. El viento sur forma un remolino y da vuelta hacia Coquimbo. Los cuerpos ensacados quedaron enrredados en los
pilotes antiguos. Nos han dado dos semanas de vacaciones y nos han prohibido hablar del tema. Seguramente ahora los buzos tácticos de la Armada están “barriendo” todo el fondo.
Toninho y Miriam han escuchado el relato del caballero de lentes. Están en silencio. En la televisión Lassie corre por la intemperie.
El viejo sigue contando que en Ventanas había un bosque. Y en medio de él -junto a arbustos grisáceos y plantas de esa zona semi desértica- un sendero que bajaba a los roqueríos. Alguna vez, años atrás, alguna tarde de mucho calor, el ahora anciano había deseado bañarse ahí. Por supuesto que era una locura, el impulso impensado de alguien que desecha de inmediato ese deseo absurdo. Siete metros entre roca y roca por la cual uno se podría internar en un viaje sin retorno. La corriente iba en dirección sur con el favor del viento pero de una forma extraña se devolvía hacia Coquimbo. Eran los misterios de la naturaleza para alguien incapacitado de entender esos secretos. Para un neófito en la materia como era de esperar que los hubiera a raudales. Era casi imposible que alguien vivo supiera esos detalles ilógicos de la corriente marina. Pero, tal vez, alguien muerto si lo supiera, pues en ese estado aparece el mundo tal cual es. Sin recovecos ni dobleces. Aquello es uno de los aspectos inentendibles que se le devela a quienes han partido de la vida terrenal. Quiénes hicieron ese recorrido impensado? Más que una interrogante era una vergüenza. Cómo era posible que eso sucediera en este país? Que mataran con corvos a la gente y la tiraran al mar. Esa misma pregunta se hizo Toninho pero no encontró respuesta alguna.
El viejo dijo finalmente:
-Prometí que lo contaría y eso he hecho.
El brasileño llegó a la conclusión que todo había terminado. Era un riesgo vivir ahí. Miriam estaba pálida y taciturna con la historia. Toninho se quedó mirándola. La cara contra el suelo a espaldas del mundo. Debía irse. Debía irse de esa casa, en es preciso instante, y de ese país, lo antes posible. Su hija no sanaría en estas tierras y era muy probable que su padre muriera de tristeza. No valía la pena. Por un poco de dinero? No. Su tiempo en este país había acabado. El destino era más fuerte que el deseo. Nuevamente había empatado. Aún no acababa el partido y tal vez hubiese podido vencer. No importaba. Lo habían infraccionado como en una falta cometida por un rival. Un foul, una patada. No siempre hay juego limpio en la vida. La cara contra el suelo a espaldas del mundo. Un mundo que finaliza hundiéndose en el mar. Porque el mar es el fin de todos nosotros. El gran cementerio en el jardín de los ilusos.

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