Por Jorge Scherman Filer
Han pasado tantos años, tantos, desde que me enamoré la primera vez. Mentira. Me infatué. En 1969, o por ahí; apenas tenía catorce años. Ni idea sabía qué era el amor y sus vericuetos.
Un adolescente que deambulaba en los veranos por las Rocas de Santo Domingo. Un cuico sin saberlo en esos días, pues era heredero de inmigrantes judíos a quienes nos daban la espalda. Más bien nos ignoraban porque no pertenecíamos a ningún círculo de poder.
¿Cómo no acordarme de aquellos vecinos? Jugaban golf, andaban a caballo vestidos comme il fault… sus apellidos vinosos y extranjeros (como los míos). Ohh… sus apellidos de mierda mientras pasaban calle abajo montados elegantísimos alazanes camino al Club Ecuestre. Y los domingos, claro que en auto a pie, a la misa en la hermosa iglesia a reverenciar a Jesús, al Jesús que nosotros habíamos matado a pesar de que era judío, un exégeta de marca mayor. Nuestro Sócrates, como dice Harold Bloom. Si es que el llamado Jesús histórico alguna vez existió.
Ayayay, esos recuerdos. La chica subía desde la piscina olímpica, literalmente. 50×25 mts., tablón de competición. En esa alberca gigante y su sucedánea pequeña para los niños aprendí a nadar. Ya menos infante me atrevía a lanzarme desde el tablón bajo, pues el alto me producía pavor.
Entonces la vi una tarde viniendo desde la playa hacia la Plaza del Hoyo, hermoso ícono de las Rocas de Domingo, a pesar de su denominación horrible. La acompañaba su empleada doméstica (odio decir nana, un eufemismo que odio).
La memoria me dice que era bella, aunque no entraré en detalles que recuerdo muy bien. Diríamos hoy que era una peloláis.
No sé de dónde me hice fuerte y la abordé. Le hablé. Y quedamos de encontrarnos en la disco esa noche. ¿Por qué estaba yo ahí en solitario bajando solo a caminar a la costanera? Nunca lo sabré. ¿Por qué me dijo que sí, que en la disco esa noche? Nunca lo sabré. Un arcano mayor.
Pues bien, allí en la disco la encontré después de que el crepúsculo había amainado. Estaba con un grupo de amigos en una mesa. ¿Bebiendo qué? No recuerdo. Me acerqué y la invité a bailar Adamo. Sentada, de medio lado, sin mirarme, me dijo que no.
Yo era un chico bien educado, hablaba bien, para mis catorce años, of course. Intuyo que hablaba bien. Hijo de judíos leídos, amantes de los clásicos de la música, y alumno del Instituto Nacional. Y me dijo que no. Fue un shock. Que me educó para siempre jamás.
A la sazón aprendí sin conciencia en ese instante lo que era la élite chilena. Un grupo cerrado y endogámico. De izquierda o derecha. Nada importa, excepto que seas del clan. La tribu, diría Nicanor Parra, con su ambiguo y cómplice giro antipoético.
Hoy leo las noticias. L@s parientes y amig@s de Sebastián Piñera y sus adláteres se reparten los cargos de gobierno. El nepotismo no es nepotismo.
Según la RAE es: “Desmedida preferencia que algunos dan a sus parientes para las concesiones o empleos públicos” (RAE). Los “expertos” en Chile nos dicen que es nombrar ineptos para un cargo.
Ohhh… esa chica de Las Rocas de Santo Domingo de la que me infatué y me rechazó. Han pasado casi cincuenta años y ahí está inmutable en mi memoria.
Negros haitianos, mapuches, et. al., y to@s l@s diferentes. A ti no te acepto bailar conmigo. Ni se te ocurra rozarme la mejilla, nada de cheek to cheek.
Ya verás, me tienes miedo, pienso yo.
Todo sigue igual.