Dígame que usted, sí supo… Por favor

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Por Paola Dragnic

Ayer pregunté a varias personas de mundos muy distintos, si sabían qué juicio había comenzado este lunes. Ninguna respondió. Sólo un par nombró -titubeando como al achunte- algo con el hijo de Bachelet. Pero no mucho más. En el fondo, creo que sabía que nadie contestaría, pero no tenía muchas ganas de asumirlo.
Y es que a las 11 de la mañana sonó mi celular. La pantalla indicaba una llamada de Venezuela. Honestamente, aún se activa algo en mi corazón que late fuerte cuando veo ese código 58-212 aunque cada semana me llamen sólo para un simple despacho radial.
Es como si la pantalla de ese teléfono tuviera la capacidad de despertar el amor que me quedó como colgando, perdido quien sabe dónde, después de que todos allá fueran muriendo, así, de golpe.
Mi cabeza sabe que no es mi padre, que no es Olga ni Federico, pero la llamada me conecta con todo un mundo que existió y que brota insolente, cuando uno tiene las cosas más o menos en orden. Así es la memoria, pienso. Desafiante, disruptiva y quizás por eso, a veces le tenemos hasta miedo. No lo se.
El poder de la memoria en el futuro tiene sus cosas, no?, quizás por eso tanto la desmantelan y hasta se convierte en un propósito de Estado hacerlo. El teléfono seguía repicando y entonces aterricé de vuelta y atendí. La voz tan venezolana me saludó con la cordialidad de siempre, pero esta vez sonaba de fondo Te Recuerdo Amanda. Uf.
“Estamos haciendo un especial para Latinoamérica desde Radio del Sur, tu sabes, por el juicio, y queríamos saber si a las 3 de la tarde podemos hacer un contacto contigo, para que nos cuentes cómo reciben en Chile esta tremenda noticia después de 43 años”.
Juro que sentí un crack profundo. ¿Cómo podía hacer yo un despacho especial con todo el bombo que querían desde la capital del país que vio nacer a Víctor Jara pero contándoles en realidad que aquí a nadie le importó el inicio del juicio por su asesinato?

“Queremos saber el ambiente, cómo lo están cubriendo, si hay enviados especiales y la esperanza de que se alcance un condena justa”. Seguía sonando de fondo Te Recuerdo Amanda.
“Dale Nelsy, entonces a las 3 estoy pendiente”, dije así como pude. Tenía 4 horas para poder reportear y captar la supuesta algarabía que aún se instala en el imaginario latinoamericano sobre el país que fue Chile y que –creen, ilusos- masivamente clama justicia por sus muertos, como una forma de reconstruir desde la dignidad, esa memoria que yo misma intento muchas veces silenciar en mi propia e insignificante historia personal.
Otra más de las estupideces de uno, cobrarle a una nación desmantelada y en descomposición, la vivencia de una memoria que resulta mucho más peligrosa y amenazante que el pedestre hecho de recordarme a mí misma de dónde vengo.
Claro, el Víctor de Latinoamérica es un héroe que se plasmó en las pupilas del Continente como un cantor de paz con las manos machadas por su asesino, aún más miserable y cobarde que otros porque “el subversivo” tenía sólo la palabra y una guitarra. Que lejos que estamos de honrar esa memoria que no nos pertenece.
Recordé entonces cuando uno de los tantos 11 de septiembre, creo que en el ’90 o ‘91, me perdí en el Cementerio General escapando de los pacos y las bombas. Esa vez, ya con poca capacidad respiratoria para arrancar por el pucho, terminé en un pasillo de los nichos de tercera, de esas cajitas donde lo meten a uno ya muerto como en los edificios de la URSS pero para finao’s.
Había una banca y prendí otro cigarro como para palear las lacrimógenas. Y así como en el baño que uno lee cualquier cosa, me puse a leer las lápidas una a una enfiladas hasta que mi vista se fijó en una que se caía a pedazos y decía Víctor Jara escrita con algo que parecía ser un plumón de pizarra. Me levanté y me acerqué. No decía nada más. No había una flor, no estaba pintada de rojo ni tenía consignas a los lados.
La marcha diluida se había corrido y no había un alma (al menos viva) que estuviera cerca, comencé a caminar para buscar a alguien del Cementerio, y encontré a una señora poniendo agua en unos potes con una de esas maltrechas mangueras que recorren los maceteros de las tumbas cuyos deudos les dejan una propinita para asegurar el look doloroso del muerto que amamos. Le pregunté si ese Víctor Jara era el Víctor Jara y sin mirarme, asintió con la cabeza.
Volví a la tumba y tomé una foto con esa vieja Olympus OM1 que había traído de Venezuela. Aun debe estar por ahí, media desteñida porque el fijador nunca fue mi fuerte, pero la guardé entre los libros para mis hijos -que aún no nacían ni tenía idea con quién engendraría- como una forma de contarles que a veces no basta ser buena persona cuando uno está vivo y que por eso hay que procurar dejar el mundo un poco mejor de lo que lo encontramos.
Pensé eso y tantas cosas más: “bueno, Víctor debe haber sido ateo, qué importa un tumba”. Pero recuerdo que entonces empecé a gestar un odio profundo por quienes cobraban los derechos de autor de sus canciones. Yo, que no tengo atisbo de catolicismo, estaba reclamando un altar para adorarlo.
A 26 años de esa foto, ya tenemos tumba para Víctor y hasta un altar florido y popular, pensé a cuatro horas del despacho. Pero de qué sirven, si no ejercemos la memoria de haberlo tenido entre los vivos.
Entonces fui a la Tele, y quise imaginarme el especial latinoamericano en el Matinal de Chile, claro, la revistilla audiovisual para amas de casa, en ese canal que se hastío de pasar al Tevito con el Bombo como símbolo del “retorno a la democracia”.
Ahí estaba Javiera Contador, con sus cejas filudas y arqueadas, blanquita verdosa como yo misma, pero con los labios saturados de ruch, lamentando a los 50 muertos de Orlando. Orlando, vaya, la misma ciudad donde estaba empezando el juicio contra Barrientos, el asesino de Víctor Jara. Ahí estaba María Luisa Godoy, con su nariz puntiaguda y su seseo que probablemente no logró modificar la fonoaudióloga del colegio cuico, hablando del crimen homofóbico.
Preparé un café. Quizás, en algún momento, aprovechando el despacho, el satélite, la wea que fuera, alguien haría alguna mención con Tevito en la pantalla. Esperé en vano. Tonta. Retonta. Ilusa que cree que podemos permear los Smart Tiví con estas cosas tan marginales.

Si quería reportear, otro era el lugar. Si, los conozco y no son “masivos” como impone el imaginario añejo fuera de Chile sobre un país que ya no existe. Esos son nuestros pequeños ghettos de memoria, cada vez más pequeños, más anónimos…
Quizás sólo quería, probablemente, alimentar al masoquista interno que avala mi odio, confirmando una vez más lo lejos que estamos los unos de los otros.
Apagué el televisor y entonces salí a reportear, pero la cacería fue aún más triste. A las 3 de la tarde, desde un café en Bellavista, comencé el relato que me costó como pocos hasta hoy.
Fue como abrirse de piernas (concepto que acuñé del Ex senador Larraín cuando nos culpó a las abortistas de tener tanto sexo) porque aunque planifiqué evitar contar detalles de la inexistente algarabía nacional relatando otras cosa sobre Víctor Jara, el Estadio que lleva su nombre y el camino para llegar a su asesino, ya al aire Alejandro me saludó cariñoso diciendo “y en este día especial para nuestro país hermano, Chile, tenemos a Paola Dragnic desde Santiago.”
En un segundo, comenzó a sonar El Derecho de Vivir en Paz y lanzó su primera pregunta: “Hola Paola, cuéntanos, cómo reciben en Chile esta tremenda noticia de que por fin el asesino de Víctor Jara está siendo juzgado”.
Por primera vez, en 20 años, quise simular un problema de interferencia en el contacto y cortar el celular.
En la noche, más tonta que en la mañana, así como cuando uno misma se envuelve el regalo para el cumpleaños cuando los niños son chicos, volví a prender el televisor.
Ahí estaba Matías Adentro del Río, al borde del llanto por la masacre de Orlando comenzando con los titulares: baleo en USA, Compagnon en escena con el GC del llamado gubernamental a no creer en sus dichos, la satanización de los destrozos en el INBA, el pichuleo del costo del gas y el último cómputo de Copa América.
Cortina musical y a primera nota con un –supongo- estudiado enroque de conductores que parece muy casual, para que entrara a escena Mónica Pérez anunciando un despacho desde Orlando. Contacto: y ahí estaba Juan Manuel Astorga en un falso directo aun más conmocionado que Matías, despachando en un encubierto activismo por las minorías sexuales, la homofóbica matanza. Si, horrible. Qué duda cabe.
Y entonces pensé, bueno, si está en Orlando, quizás hace alguna mención. Miré la nota, su despacho, sentí su conmoción. Y después del comentario de Matías, reflexionando sobre la discriminación y el manoseado Zamudio, apareció la Nuera del año y después caché que también las empresas nos están cagando con el cobro del gas. Miré todas las notas hasta que empezó el fútbol y entonces respiré cerrando las piernas, y apagué la tele.

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