Confesiones de un profesor de Estado

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Por Carlos Poblete Ávila
No deja de impactarme la confesión pública del joven Raimundo Hinzpeter, hijo de quien fuera ministro del pasado gobierno de la derecha chilena. Cada día quienes somos la sociedad chilena, o mundial, recibimos noticias infaustas que hablan de la decadencia humana. No lo refiero en ese sentido a este caso particular.
Recuerdo que en mi infancia si me caía tierra lo primero que me decían era “los hombres no lloran “. Así tenía que guardar dolores, lágrimas y vergüenza. También oía expresiones aún más aberrantes “hay que beber alcohol para ser, o hacerse hombre”…
La humanidad ha vivido de mitos, de falsas verdades, de mentiras históricas, de hipocresías. Nuestras familias han sido partícipes de esas formas de vida o influidas por esos conceptos. Las escuelas también. Todo el edifico histórico-cultural está fundado en esas “virtudes” de la estafa, del engaño, de la mentira y del abuso.
Nada, por decirlo de un modo claro, tengo en común con el ex Ministro del Interior. Somos de mundos antagónicos, tanto en las ideas como en lo social. Él con la dictadura. Yo contra ella.
Valoro que su hijo Raimundo haya tenido el coraje de decir su verdadabiertamente, de confesar su homosexualidad, y de enjuiciar con claros
conceptos el carácter, la impronta de esta sociedad mojigata. Es coraje decirlo en una sociedad como la nuestra: discriminatoria, desigual, cruel, hipócrita, y sin valores.
Es de valorar a la vez que sus padres hayan tenido la actitud comprensiva porque no es fácil en una sociedad consumida también por la mediocridad, por las apariencias de todo tipo, por la banalidad y la estulticia asumir una situación como la descrita.
No es fácil en un mundo contrahecho declarar y enfrentar estas verdades…cuando por siglos y milenios han prevalecido las otras “verdades “.
Es tiempo entonces que también surjan, que fluyan, que se digan públicamente en la sociedad chilena, todas las verdades que faltan…
La carta de Raimundo es la siguiente:
por RAIMUNDO HINZPETER,
Est. 3° Medio, Maimonides School.
“No hay religión ni ideología que esté o pueda estar por encima los derechos humanos”.
Terminé por aceptarlo una noche hace ya dos años, era septiembre. Me acuerdo porque habíamos ido a almorzar afuera y era feriado. El día se me había hecho muy difícil, me sentía deprimido. Tenía un secreto enorme dentro de mí, un secreto que me estaba ahogando y que nadie conocía más que yo. Sabía que tarde o temprano debía  sacarlo, y que mientras antes lo hiciera, mejor.
Y llegó el momento. Fui al dormitorio de mi mamá pensando que no sería capaz, pero le dije: “tengo algo que decirte”. Me acosté en su cama junto a ella, me cubrí de pies a cabeza con las sábanas. Mis hermanos ya dormían. “¿Qué te pasa?”, me pregunta preocupada porque obviamente yo no estaba bien. Al darse cuenta que no voy a poder expresarlo, me va pidiendo que le dé pistas: “es algo muy grande, un secreto muy fuerte que me tiene mal”. Mi mamá ya lo intuye, me doy cuenta: “nadie puede guardar un secreto tan grande por tanto tiempo, no hace bien”, le pido que me vaya preguntando. Yo ni me atrevo a destaparme, a mostrar la cara, menos a mirarla. Me empieza a dar opciones, hablando al aire, lanzando ideas. A cada una le iba diciendo que no, que eso no era, hasta que lo pregunta, y me quedo callado. Se da cuenta que eso es, se da cuenta que soy gay. Me abraza y me dice que me ama, que todo va a estar bien desde ahora en adelante, y me pide que me destape, pero me da vergüenza y le pido que mejor apague la luz. Yo solo quería dormir, estaba muerto.
Con decirle, no se me hizo más fácil ni fue un alivio, ni nada por el estilo. Estuve semanas sin poder mirar a la cara a mi mamá. Medio año más tarde, ya le había contado a mi papá quien me apoyó incondicionalmente, pero todavía las cosas no eran ni un pelo más fluidas. Siempre con ese vacío por dentro, incapaz de llenar; no sabía ni qué era, ni a qué se debía.
No podía estar tranquilo ni en mi casa: siempre fingiendo cómo actuar, cómo sentarme, cómo vestirme, cuán ajustados podía ponerme los pantalones, etc. Era vivir un sufrimiento constante, una tensión permanente, tenía que ser X persona. No podía ser ni reaccionar como yo lo sentía, ni siquiera sabía qué series ni qué música escuchar por el constante nerviosismo a la reacción del otro, a la burla, y entre tanto, mis papás me llevaban a un psicólogo y a un psiquiatra.
La gente cree que ser gay es una enfermedad, y más encima “tratable”, pero no. Muchos jóvenes creen que a través del abuso verbal, mágicamente, esta “enfermedad” se cura, como si después de cincuenta veces que te digan “no seai maricón”, te comenzaran a gustar las mujeres, como a la sociedad le gustaría, pero no.
Aún después de desahogarme, seguí yendo al psicólogo y al psiquiatra, pero no iba por cumplir con lo que me pedían mis papás, sino por mi propia convicción: tenía que planear mi camino, uno que solamente yo tenía que seguir. Como dice Orson Welles: “Nacimos solos, vivimos solos y morimos solos, sólo a través de nuestro amor y amistad podemos crear la ilusión por un momento que no estamos solos”.
Este tiempo creo que fue el más duro: dos meses en donde mis papás se fueron dando cuenta, lentamente, que yo soy quien soy. Vieron ciertos cambios en mí, no abruptos pero sí simples cambios en mi actitud. Al principio les costó pero lo hicieron; se adaptaron a una nueva realidad que rompía completamente su paradigma. Es un hecho que ya no soy el que usaba para esconderme de mi realidad. Probablemente nunca lo fui. Ese personaje no fue más que un escondite, una máscara, un lugar incómodo donde no valía la pena quedarme un minuto más.
Lamentablemente, en nuestra sociedad “desarrollada” no están acostumbrados a este modo de vida: los adultos especialmente reaccionan mal, con palabras hirientes que nunca se te van a olvidar, una marca útil para darte cuenta que la gente es dura y mala, sin filtro en lo que dicen, defendiendo ideales rígidos con frases dolorosas. Pero el director de media de mi colegio me dijo algo muy útil que nunca se me va a olvidar: “se duro con tus ideales, pero blando con la gente”. Empatía.
Una vez, me dijeron que no podía contarle que era gay a un niño chico, que sería como soltarle una bomba, pero yo no soy una granada, soy quien soy y si al de al lado le molesta o le incomoda, ¿qué puedo hacer? ¿Por qué los niños no van a poder entender la homosexualidad? Tristemente, vivimos en una sociedad sin buenas intenciones, donde los seres humanos, naturalmente buenos, somos corrompidos desde pequeños, llenándonos de prejuicios como la homofobia.
Para el mundo judío religioso, cerrado a la diversidad, es mucho más difícil aceptar otras realidades. En mi colegio (judío religioso), antes de mí no existía “ser gay”. Pero siempre hay un primero y me han acogido con una comprensión inimaginable. Me di cuenta que aparentan ser cerrados a la diversidad, tal vez por el miedo que les produce caminar por lo desconocido.
Lo más importante es poner en marcha el proceso. Porque es un proceso. Si bien se ve como un acto de valentía y de una tremenda fuerza interior, al aceptar y mostrarle al mundo quién realmente soy, para mí sólo fue un acto de escapatoria de ese callejón oscuro del que logré salir: ser judío-gay-en Chile. No es fácil ser judío ni gay, en ningún lugar de este planeta impío, mucho menos en este país con cavernícolas incapaces de abrir el círculo para que las minorías entren y se acomoden, un país lleno de falsas morales, doble estándar y apariencias. Un país en donde formalmente se castiga la discriminación, pero al mismo tiempo se practica cotidianamente. Nos dicen que somos iguales, que tenemos los mismos derechos, pero nos prohíben el matrimonio, crean leyes y normas para las minorías, para nosotros los distintos; vivimos en un país de hipócritas.
Dar ese paso es lo único que alivia total y completamente. Porque hay gente buena, familiares, amigos que te quieren y te sorprenden con su acogida y apertura absolutas. Son quienes te permiten sacarte un peso, e incluso volver a nacer como siempre debiste. Sentirte como el otro yo del que primero dudabas y ahora necesitas. Libre para actuar como quieres sin importar cómo te miren. Porque llega un momento en el cual uno se vuelve impermeable a la crítica destructiva de los más básicos. La gente común es homofóbica hasta que conocen a un homosexual de cerca, y ahí es cuando los prejuicios se enfrentan a nuestros afectos y entendemos que son pura y simple ignorancia y poca educación.
Algunos no comprenden cómo soy capaz de tolerar todos los improperios. Les parecen cuchillos capaces de producir las más profundas y permanentes heridas. Para mí, la homofobia es un reflejo más de la incapacidad de producir sinapsis y vivir en armonía con la diversidad. Reflejo de poca cultura, nula empatía y mucha limitación. Así lo vivo, como un defecto ajeno que no me toca.

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