Por Hugo Dimter P.
Fue en ese momento, en ese instante, que todo ocurrió con una rapidez inusitada. Estaban en el lugar comiendo y charlando acerca de nimiedades cuando se aproximó una mujer ya entrada en años. Su aliento olía, ligeramente, a alcohol. Los tres sacerdotes con sus túnicas y crucifijos, pese al solemne hábito, se veían tan jóvenes. Y de verdad lo eran. Una noche fresca y amenazante en aquella avenida cercana al centro de Valdivia.
La mujer pidió permiso y se sentó.
-Perdónenme, pero los he mirado a la distancia y sus rostros me dicen que puedo confiar en ustedes y ser honesta. Debo hablar con ustedes. Tal vez no me crean, pero soy sincera. No puedo arrastrar más este dolor que me aflige. Es un calvario. Debo hacerles una confesión- sentenció la mujer mientras los sacerdotes, todavía un poco sorprendidos le respondieron que tuviera confianza en ellos si aquella pena y dolor estaban causando estragos en su alma.
La mujer les confidenció que se llamaba Rebeca y que a los 10 años ella y su madre fueron abandonadas por aquel que decía ser su padre, quien desapareció de su vida para siempre. No hubo recriminaciones ni lamentos. Su madre debió trabajar con dureza para solventar los gastos de la infancia.
La década del 60 mostraba toda su precariedad en un Chile donde la mitad de los niños andaban descalzos y con estómagos hinchados debido a la desnutrición. Sin embargo Rebeca no alcanzó a pasar por esas penurias. A los curas les narró sobre una infancia de escasez pero no de extrema pobreza. Cuando cumplió los 18 años -en febrero del 73- todo cambia, su vida da un giro por completo. Una amiga de su madre -que trabajaba en el regimiento de Valdivia- le pasa el dato que hay un empleo disponible como ayudante administrativa en una oficina de un militar. Le señala que es algo fácil, que la van a capacitar, y que la paga es buena. Un trabajo con proyección, donde puede ir escalando. Rebeca le responde que bueno, que postulará, que nada se pierde en intentar. De esta forma ingresa a lo que a futuro será la Brigada Azul de la DINA. La mujer le narró a los sacerdotes que el año 1882 pasó al cuartel Borgoño, primero en labores administrativas para luego ir teniendo “tareas muy distintas”. Primero fueron misiones de inteligencia con industriales a quienes debía seducir para saber qué pensaban del gobierno de Pinochet. Los superiores de Rebeca le aconsejaron ir hasta las últimas consecuencias lo que ella interpretó como acabar en la cama con algunos de ellos. Sin embargo ello nunca ocurrió. No había mucha opción. Rebeca ya tenía conocimiento de a lo que podían llegar sus compañeros de la DINA. Había visto y participado en algunas operaciones. Mas lejos de renegar de esos actos su posición fue de justificarlos. Semana a semana sentía mayor odio a esos izquierdistas. “Son ellos o nosotros”, le había advertido su superior en la Brigada mientras ella elevaba su odio, pero también de stress, que se evidenciaban en persistentes dolores de cabeza. Fue al doctor, quien le recomendó practicar ejercicio o un hobby. Algo que la distrajera. Rebeca no era muy dada al ejercicio o los deportes; pero sí tenía una afición bastante común entre algunas mujeres de su edad: le encantaba la música romántica. Raphael, Miguel Bosé, Camilo Sesto, Roberto Carlos, Umberto Tozzi. En cosas del corazón Rebeca deseaba encontrar el amor pero estaba en el lugar y el momento equivocado para siquiera intentarlo.
De pelo largo negro, ojos cafés y facciones gruesas nada destacaba en su rostro. Lo mismo ocurría en su cuerpo regordete con piernas anchas y senos definitivamente pequeños en contraposición a un torso grueso y tan fornido como poco femenino. Solo una nariz respingada y una mirada luminosa y tierna lograban obtener atención de los muchachos que con detención la observaban al pasar. Mas aun así Rebeca buscaba su príncipe azul, y confiaba en que bien maquillada podría encontrarlo, situación que no se había dado, pero no perdía la esperanza de que ocurriera algún día. Mientras tanto tarareaba esas canciones de amor que tanto le gustaban y la hacían soñar con amores y romances juveniles que algún día terminarían en matrimonio.
Una tarde Rebeca fue al cine a ver una película titulada Victor Victoria que le llamó la atención. Una cantante de ópera no logra conseguir trabajo en el París de 1933. Con la ayuda de una amigo obtiene un rol musical en un cabaret, disfrazándose de hombre que, a la vez, es, supuestamente, un transformista. A Rebeca le pareció interesante ese juego
de roles, tanto sexual como actoral. Rebeca podría adoptar una sexualidad distinta? Podría pasar por un hombre? Tal vez una mujer podría amarla realmente? A medida que veía el filme comenzó sus divagaciones acerca de esas posibilidades, que desechó al instante.
Rebeca busca un giro en su vida amorosa. Busca sentirse amada pero no lo logra. Su tiempo del amor no ha llegado. Ni siquiera se ha aproximado. Y ante ello Rebeca se deja caer en sus actividades laborales con una gran dosis de rabia y odio al
mundo en el que vive y a quienes lo tienen como lo tienen: esa gente de izquierda que es peligrosa y deseaba llevar a la ruina a Chile. Al hundimiento moral de un Chile que se llenaba de moscas y pestilencia.
-De ahora en adelante vas a tener un rol más protagónico- le señaló una tarde su superior a Rebeca. La mujer asintió con la cabeza sin comprende muy bien a lo que el militar de bigotes se refería.
-A su orden, mi mayor- respondió marcial.
Y se introdujo en el infierno. Londres 38. Pleno Centro de Santiago. A pasos de la Iglesia San Francisco. Rebeca empezó a torturar mujeres. Un asesor argentino le enseñó a hacerlo. A qué decir. A cómo obtener información valiosa. A descubrir las mentiras. A quebrar la temple de la torturada. A exacerbar su miseria y completa indefensión. A no cuestionar sus actos pues eran órdenes que debían obedecerse y que iban a mejorar el país. Rebeca comenzó a desarrollar técnicas que rayaban en la psicopatía. A mitad de las sesiones obligaba a la torturada a bailar canciones románticas que tanto le gustaban calzando zapatos rojos con taco alto. Algunas veces los torturadores un tanto ebrios se sentaban a ver el espectáculo mientras Rebeca daba su veredicto: si la torturada bailaba bien la enviaba a su diminuta celda; de lo contrario los torturadores la violaban. Premio o castigo. Los zapatos rojos de taco alto quedaban inertes como mudos testigos de la brutalidad y el naciente odio de Rebeca.
La DINA vio con buenos ojos que Rebeca se inmiscuyera cada día más en sus actividades más extremas. Era lo que tenía que hacer. Sus superiores aún así estaban dubitativos acerca del real grado de lealtad que tendría la mujer. Debía pasar una prueba de fuego.
La noche valdiviana se había encargado de reunir a los sacerdotes y la mujer, quien ahora les narraba su gran culpa, mientras las luces de la ciudad se reflejaban a lo lejos en el caudaloso río. Rebeca tomó aire y narró la última parte de su vida.
Los rostros se tensaron al escuchar la voz de la mujer.
-Hay algo más que la aflige- dijo uno de los sacerdotes.
-Así es- respondió ella mientras llamaba a uno de los garzones que daban vueltas por el salón para pedir un vaso de agua que bebió de un sorbo.
-Una tarde me llamaron para una misión especial. Ellos la denominaron así: especial. Comenzamos a dar vueltas por la zona norte de Santiago. Primero Renca y luego Conchalí. Luego nos dirigimos a Quilicura para retornar a Conchalí. Supuse que estábamos haciendo tiempo hasta que algo o alguien desencadenara lo que iba a suceder. En el Suzuki Fronte iban dos agentes y yo. A los dos tipos los había visto pero no los conocía por el nombre. Solo sabía que eran oficiales de Carabineros. Uno era alto con el rostro como el de un oso hormiguero y tenía holluelos en la cara provocado, seguramente, por un acné adolescente. El otro era de mediana estatura y regordete. En el auto iban conversando acerca de autos y su lenguaje estaba plagado de muchos garabatos, lenguaje de delincuentes pese a que se suponía que eran todo lo contrario: policías decentes y honrados. Uno, el gordo, dijo:
-Puta, estos saco de huevas que se demoran.
-Deben estar curados- respondió el con cara de oso hormiguero.
-Tan rehuevones los chuchasumadres- añadió el gordo-. Una cagada tan simple y se dan mil vueltas. Milicos tenían que ser.
Rebeca se detuvo en la narración de los hechos ante los sacerdotes. Ya era tarde y el salón estaba casi vacío. Uno de los religiosos le preguntó si estaba bien.
-Sí- respondió ella-. Es un alivio contar esto por primera vez. Tal vez crean que soy una loca, una histérica, pero no es así.
-Por qué hace esto? – inquirió uno de ellos.
-No quiero morirme sin tratar de pedir ayuda, que alguien me entienda. Que me escuchen sin culparme de buenas a primeras, sin entender que yo era otra persona en esos años. Era muy mala. Algo terrible pasó en mi interior; pero luego cambié. Luego de lo que les voy a narrar a continuación fui otra.
Rebeca contó que aquella vez el estúpido diálogo, entre los dos hombres de la DINA, continuó por algunos minutos mientras seguían dando vueltas por el lado norte de Santiago. Hasta que recibieron un llamado por la radio del vehículo. Debían ir al Cementerio General en Recoleta. Debían presentarse en la entrada. Así que se encaminaron hacia allá lo más rápido que pudieron acortando trecho entre los pasajes y las calles cortas que delimitan la comuna. El Suzuki Fronte se bamboleaba con ligereza en pos de su destino y el de sus ocupantes.
-Usted iba armada?- preguntó uno de los sacerdotes.
-Por supuesto- respondió ella.
-Continúe por favor- pidió el religioso.
La mujer narró los últimos sucesos con voz temblorosa:
-Al llegar al Cementerio General había un enjambre de agentes de la DINA. Había cortado el tránsito hacia poco. Algunos curiosos trataban de mirar a la pasada. En un instante, como bajamos la velocidad a casi el mínimo, escuché que uno de ellos decía a otro transeúnte: “Hubo una balacera. Sentí como diez o más disparos”. Nos bajamos del Suzuki y de pronto apareció un tipo de bigotes, mediana estatura, moreno, de terno, quien le dio algunas órdenes al gordo. Después llegó otro hombre delgado, también de bigotes, rubio, ojos azules, con cara de alemán, quien habló con los agentes que venían en el Suzuki más el otro tipo de terno. Escuché que alguien preguntaba: “Es ella?”. Uno de ellos asintió.
Me llamaron. Todo esto fue muy rápido, menos de un minuto. El tipo rubio con pinta de alemán se acercó dándome un golpecito en el hombro.
-Venga- ordenó.
Lo fui siguiendo por una orilla mientras avanzábamos por fuera del Cementerio. El tipo caminaba rápido así que me esforcé en alcanzarlo. Un poco más allá se veían agentes y a la distancia se esxuchó el ulular de las sirenas de autos policiales que se estaban aproximando. Al casi llegar donde se encontraban los tipos de la DINA advertí, a lo lejos, algo extraño en su mirada. Como si miraran un fantasma o alguien que fuera a morir. Sentí pánico. Me iban a matar? Era yo un muerto caminando?
Avancé dos metros y ahí la vi: una muchacha de unos 20 años estaba tirada en la acera, con varios impactos en el abdomen y las piernas. La joven vestía unos jeans que estaban empapados con su sangre. De inmediato me sobrecogieron sus ojos verdes que no deseaban irse de este mundo. Una brisa fresca corrió en ese momento y su pelo castaño se movió ligeramente al igual que el follaje de los pocos árboles que parecían mirar con pesadumbre y que emitieron un quejido corto cual estertores. El tipo rubio se me acercó y me dijo al oído: “Mátala”.
El tejido seco de las ramas pareció caer encima mío de forma amenazante y veloz. Mi cabeza comenzó a dar vueltas mientras las ramas descendían sobre mi cuerpo. Todo se detuvo. El oficial con rasgos de alemán me pasó una pistola SIG. “Mátala”, volvió a repetir. “Dispárale con tu arma y luego colocas esta pistola en sus manos”. El tiempo parecía correr en cámara lenta. La muchacha no decía nada, solo emitía unos resoplidos débiles y seguía mirándome con esos ojos que nunca más se fueron de mi mente. Yo no sabía qué hacer. En ese instante no deseaba matarla. No lo deseaba realmente. Ella desvío la vista. Yo también. “Mátala” volvió a repetir el tipo de la DINA y sus palabras llenaron cada rincón de ese pequeñísimo espacio. Si hubiese sido posible una escapatoria, pero no la había. Cuánto sabe Dios que feliz hubiese sido si, en ese minuto, me tragaba la tierra. Pero Dios estaba muy lejos de ese lugar. Me acerqué y lo hice. Me acerqué a unos dos metros y le disparé en el pecho, a la altura del corazón. Un sonido sordo y mortal. La muerte viajando junto a las balas. Le quité la vida a esa chica. Una mujer matando a otra mujer, no suena increíble? Ese fue mi sepulcro. Con ella también morí yo.
Con la vista nublada me acerqué a la chica quien había quedado levemente girada a la izquierda. El tipo con rasgos alemanes me pasó la pistola así que me fui acercando lenta. Me arrodillé junto a ella y le abrí la mano derecha que tenía cerrada. Al extenderse advertí que, en ella, tenía arrugado un papel muy pequeño. Lo cogí con la misma mano y con la otra le puse la pistola, para luego cerrar la que sostuvo el arma. Al pararme guardé el papel en mi bolsillo. Lo he guardado hasta hoy.
Rebeca sacó un papel de su bolsillo y se lo mostró a los sacerdotes. Era una lámina de un álbum religioso del año 83. Jesús de Nazareth o uno parecido. Al reverso estaba estampado un beso, por el diminuto tamaño, de una niña, tal vez hija o sobrina.
-Yo maté a la madre de la niña que estampó ese beso en esta lamina- sentenció Rebeca-. Aquel día esa fue mi voluntad: acabar con su vida. Y fue también mi propio sepulcro. Necesito que me perdonen. Ustedes pueden hacerlo. Necesito volver a vivir. Ustedes me pueden volver a la vida.
Rebeca sacó la estampa religiosa y la dejó en la mesa mientras comenzaba a sollozar y los sacerdotes no sabían qué decir. Mientras la noche perdonaba a justos y pecadores. Porque en la tierra donde habían nacido -y muerto miles- nadie lograba ponerse de acuerdo. Y los sepulcros permanecerían hasta el final de los días pidiendo clemencia, pero también justicia.