Primera parte.
Por Walter Lingán
Era enero de 1982 cuando llegué al aeropuerto de Francfort del Meno en Alemania.
El invierno ardía inclemente mordiendo todo lo que tocaba. Salí del avión por una extensa “manga” que unía los salones del aeropuerto y el avión. Caminé, un poco perdido y sorprendido por tanta grandeza, siguiendo las flechas y a la gente que seguía las flechas rotuladas: Ausgang / Exit y ese enjambre de kilométricos pasillos señalados con letras y números. ABCD. Escaleras arriba. A34. Escaleras abajo. B42. A la derecha. C14. A la izquierda. D62. Otra vez subir. AB. Otra vez bajar. CD. Esperé, con cierto azoro, a recoger mi maleta que contenía unos cuantos trapos viejos, un ejemplar de Todas las sangres de nuestro recordado José María Arguedas, otro de Conversación en La Catedral del marqués y premio Nobel de Literatura 2010 Mario Vargas Llosa, un Atlas a color de anatomía humana de McHMinn y Hutchings y un par de publicaciones de teoría marxista, entre ellos, Polémica acerca de la línea general del movimiento comunista internacional. Luego de cruzar, nervioso, la zona de control de pasaportes, caminé de nuevo casi un kilómetro para, al fin, salir hacia el bullicio alemán. Por un momento llegué a pensar que el aeropuerto de Francfort del Meno era más grande que Lima.
Desde los gigantescos ventanales vi como la nieve caía intensamente en forma de grandes copos de algodón, pero yo, con una peruanísima chompa, me sentía suficientemente abrigadito, y cuando el joven rubio, de ojos intensamente azules, calzando botas altas y un abrigo forrado con la piel de unas cuantas ovejas, o güishas, como dirían mis paisanos, que había ido a recogerme, me conminó amablemente, con un castellano atarzanado, a ponerme una casaca o un abrigo pues el frío era intenso, yo contesté que no era necesario, que no tenía frío, entonces, incrédulo e indeciso, se limitó a guiarme entre las galerías del edificio y una casi impenetrable selva humana. Iba atento a todos los olores y colores, a esos ruidos de extrañas lenguas que iban y venían. Entonces, igual que El jinete insomne de Manuel Scorza, alcanzamos la calle. Apenas di un paso fuera del recinto climatizado del aeropuerto casi me quedo paralizado por el frío. Se entumecieron las piernas y las manos se agarrotaron. La boca se tronchó en una mueca que Pablo Picasso ha sabido inmortalizar en sus cuadros y los labios quietos se negaron a moverse. La quijada, pegada tercamente al maxilar superior, impedía que la lengua, hecha un nudo, intentara desatarse para decir: ¡Qué frío, ay, Jesús! Y cuando no, el metiche de César Vallejo, con su tono tristón me hablaba al oído sobre Los heraldos negros.
Más de media hora viajamos en absoluto silencio. Las autopistas de tres carriles de ida y tres de vuelta estaban llenas de autos y grandes camiones marchando en una larga y nutrida procesión escoltados por extensos murallones de árboles pelados cubiertos de nieve. Afuera también parecía reinar la calma. Íbamos a más de 140 km por hora pero daba la sensación que íbamos volando sobre una mullida pista de algodón y casi sin movimiento. De pronto mis recuerdos volaron de regreso. Lima y su caos aborrecido y bienamado mientras leía Ñahuín de Eleodoro Vargas Vicuña. Mi madre y sus lágrimas y sus manos agitando adioses, mientras pensaba en La vida a plazos de don Jacobo Lerner de Isaac Goldenberg. Mis hermanos y sus travesuras en la improvisada casucha de Collique. Los compañeros con quienes soñábamos cambiar el mundo y leíamos, entendiendo a medias, Tres fuentes y tres partes integrantes del marxismo de Lenin. Mi barrio sin pistas, sin luz eléctrica, sin agua y desagüe, pero con la esperanza de convertirse en una ciudad moderna para dejar de ser el Barrio de broncas de José Antonio Bravo. La novia prometiendo no olvidarme nunca y casi lo logra y que me enseñó a leer La casa de cartón de Martín Adán. La otra casi novia sollozando en silencio y a quien tanto le gustaban las canciones de Raúl Vásquez, el monstruo de la canción. Y otra más amante que novia o viceversa que no le gustaba para nada mi partida y que un día me dio Agua que no has de beber de Antonio Cisneros. Todo pasó a una velocidad de película. También me entretuve con algunos pasajes de la crónica novelada Complot de Genaro Ledesma Izquieta, abogado cajabambino, ex diputado y ex dirigente de IU, donde cuenta de la redada policial ordenada por el gobierno de Manuel Odría persiguiendo a comunistas y apristas. Ahora los tiempos han cambiado y a esa gavilla de apristas mafiosos y ladrones nadie les toca un pelo, más bien se los premia. También apareció en la canchita de San Fernando durante la huelga del SUTEP el poeta contumazino Mario Florián con su libro Obra poética escogida bajo el brazo. Cuando nos detuvimos frente a un edificio con la fachada de una vieja mansión, rompiendo el silencio y mis pensamientos, el amigo alemán, me dijo: Otro día te contar uno jiste.
Me tocó ocupar una de las habitaciones de una comunidad estudiantil, conocida en alemán como Wohngemeinschaft, simplificado por las siglas de WG, ubicada en el primer piso de un viejo inmueble. La WG estaba habitada por cuatro estudiantes de medicina, dos de pedagogía y una de sociología. Durante el día unos estudiaban en sus habitaciones, otros iban a clases desde muy temprano y luego se pasaban muchas horas en la biblioteca de la universidad. Sólo en las noches nos reuníamos todos en la cocina-comedor para cenar y yo sin decir esta boca es mía me sentía como Julio Ramón Ribeyro en la antología La palabra del mudo. Cada uno cocinaba por turnos y los sábados, con rigurosa planificación y repartición de tareas, un grupo iba al mercado para comprar fruta y verdura fresca, otros al supermercado y otro se dedicaba a limpiar todas las habitaciones de uso común. Justo a las dos semanas de estar viviendo entre ellos, me tocó cocinar. Un serio problema, pues no sabía ni como se ponía a funcionar una cocina y menos preparar alguna delicia del hoy famoso acerbo gastronómico peruano, con decirles que hasta el agua se me quemaba, ya pueden imaginar la catástrofe que ocasioné con esa memorable cena “a la peruana”. Unos tallarines recocidos, semejante a una mazamorra, y carne molida en una salsa de tomate sin sabor fue el menú de la vergüenza. Después de leer Los aprendices de Carlos Eduardo Zavaleta escribí la segunda carta urgente a mi madre pidiéndole que me enviara el libro Qué cocinaré auspiciado por Nicolini. Apenas lo recibí, me dediqué a su lectura hasta que logré preparar un sabroso Ají de gallina.
Pero antes, la primera cena fue todo una sorpresa. Siempre se dice que los alemanes son muy serios, pero esa noche todos eran risas y bromas que naturalmente yo no entendía ni un carajo, pero igual me reía. Bullía en mi cabeza la novela No una, sino muchas muertes de Enrique Congrains que en 1983 fue llevada al cine bajo el título de Maruja en el infierno. Las chicas eran muy amables conmigo, lo notaba en sus gestos, porque de entender ni una pizca, incluso más estaba metido en antiguos recuerdos, precisamente en Cinco razones puras para comprometerse (con la huelga) de Cesáreo Martínez, el creador de “la poesía coyuntural”. Empezaron a servir la comida, de pronto alguien apagó la luz y Kathrin encendió unas diminutas velas y las fue distribuyendo armoniosamente en la mesa. Yo, que provenía de una barriada donde la lucha por la luz eléctrica era una de las grandes reivindicaciones, no comprendía nada de esta manera de cenar como si estuviéramos velando un muerto, pensé que estaban locos, estos patas están rayadazos, me dije, pues teniendo luz eléctrica preferían cortarla para cenar casi a oscuras, sólo alumbrados por unas velas chiquitas y aromatizadas. Para variar seguí en mis asuntos, en el Discurso de las intenciones puras de Jorge Luis Roncal, a veces abriendo “el libro como quien pela una fruta” me perdía en los 5 metros de poemas de Carlos Oquendo de Amat, el poeta que resume su biografía en dos versos: “tengo 19 años / y una mujer parecida a un canto”. Al pasar el tiempo entendí que cenar a la luz de la penumbra era una cuestión de romanticismo, de quietud y tranquilidad. Otra cosa, la puerta de los sevicios higiénicos no tenía llave y nadie acostumbraba cerrarla a la hora de ocuparse del negocio íntimo de las excreciones. Yo cerraba la puerta y desde adentro estaba siempre atento a todos los sonidos externos, a los pasos que se acercaban, tanto que muchas veces se me suspendía de pronto la más urgente necesidad en cuanto escuchaba que alguien parecía venir con la intención de ingresar al WC. Desde la calle un farol alcanzaba su luz hasta el WC como las Nueve lunas de Gabriela Wiener.
En la planta baja, en un salón grande estaban las máquinas para lavar ropa y al otro extremo cuatro duchas sin ningún tipo de separación. De igual manera la puerta tampoco se cerraba por dentro. En dos o tres oportunidades, siempre con el oído y los ojos puestos en la puerta, pude bañarme con cierta tranquildad, para mi buena estrella no hubo visitas inoportunas. Pero lo que tiene que suceder, sucede. Una mañana entré a la ducha, me desvestí con calma, en eso escuché el tarareo de unas zandalias y luego mis ojos descubrieron la entrada triunfal y risueña de Angelika, la rubia despampanante y estudiante de sociología. Me saludo como si nada pasara. Yo quedé pasmado, con la respiración casi suspendida. En eso, mientras me contaba algo que no entendía, empezó a desvestirse hasta quedar como llegó al mundo. Ahí estaba ella con toda su belleza al aire, vibrando como una campana al viento, como Las tres mitades de Ino Moxo y otros brujos de la Amazonía de César Calvo. Lo primero que saltó a mi vista fueron sus senos, en realidad mis ojos asaltaron sus bien dotada delantera. Me atraganté y ella seguía hablándome mientras abría la llave de la ducha y se quejó del frío, o eso creí entender, pues dijo ¡Oh, Gott! ¡Kalt! o algo así como ¡qué frío, ay Jesús!
Mis ojos se desquiciaron ante la arrebatadora firmeza de las curvas de Angelika y ella malditamente coqueta, terriblemente delicada, dejaba caer el agua a lo largo de su cuerpo, mantenía los ojos cerrados mientras el agua se desataba entre sus cabellos, entonces le dije, balbuceando un alemán mal pronunciado acompañado de palabras en castellano: deine pies. Deine. Deine. Tus. Tuyos. Tus pies. No entendió. Es que sus pies también eran hermosos. Schön, deine pies schön, repetí varias veces y en diversos tonos pero ella no entendía nada. Curiosa, cerró el caño, y quiso saber que le decía. Me acerqué, me agaché y le señalé los pies. Schön, le dije, mientras rozaba levemente uno de sus pies con mis torpes dedos. Al levantar la mirada me encontré directamente con esa pelumbre que crecía ruborosa entre sus piernas y sus senos como dos picachos andinos relampagueando, girasoleando frente a mis ojos de tal manera que me sentí condor amamantado en las alturas del cañón del Colca. Desde ese día cada vez que me encontraba con ella le miraba los pies y pensaba en sus senos, en la lucha de clases, en la justicia social y en los derechos humanos, o sea, en El sendero luminoso del placer de Willy Pozo.
Al poco tiempo el Perú empezó a llegarme en las cartas de amigos, de las novias y de mis parientes, en forma de recortes de periódicos y como libros, muchos libros. Mis noches y sus sueños se convirtieron en una constante ebullición de huelgas, marchas, crisis económica, guerra interna, recesión, corrupción, ratería y otras horrobilidades que transformaron a nuestra patria, en pocos años, en un burdel, como lo definiría el historiador Pablo Macera, o en una gigantesca Kloaca, según Domingo de Ramos y sus amigos poetas. Después de unos meses de vivir en la WG de Münster, pequeña ciudad de NRW, me trasladé a Aachen, finalmente, al cabo de unos años, me fui a Colonia. Aquí, como en La vida exagerada de Martín Romaña de Alfredo Bryce Echenique, cómodamente sentado en mi viejo sillón Voltaire viajo por los mundos de muchos escritores peruanos, que mayormente no los conozco en vivo y en directo, y por los mundos de otros muchos autores del resto de este mundo.
En Colonia, un día conocí a un grupo de estudiantes, entre ellos se encontraban algunos peruanos. Una chilena, muy bonita, me preguntó por mi lugar de origen. Nací en una provincia de Cajamarca, en el norte del Perú, pero vengo de Lima, donde viví en una barriada del Cono Norte de Lima, contesté. Aunque para Giovanni Anticona sólo hay, como sus novelas, Lima Norte y Lima Sur. En esos años estaba de moda la revolución sandinista en Nicaragua. El partido Die Grünen eran sus más fervientes defensores en el parlamento alemán. La diputada Gaby Gottwald, una hermosa mujer que más parecía una estrella de Hollywood que una parlamentaria, después de haber visitado el pequeño país centroamericano, participaba en toda clase de discusiones para explicar el futuro de la nueva Nicaragua donde el pueblo se había traído abajo a la cruel dictadura de Somoza. Se desarrolló una entrenida charla sobre la revolución sandinista, música y poesía. Se habló de Cántico cósmico de Ernesto Cardenal y Apogeo de Gioconda Belli. Una cumpa nicaragüense leyó el poema “De noche, la esposa aclara”. No. No tengo las piernas de la Cindy Crawford… / No. No tengo la cintura de la Cindy Crawford / ni ese vientre perfecto… / No. No tengo los pechos de la Cindy Crawford… / por último y como la mas pesada evidencia, / no tengo el trasero de la Cindy Crawford… / Pero decime: / ¿Cuántas veces has tenido a la Cindy Crawford / a tus pies? / ¿Cuántas veces te ha ofrecido, como yo, ternura en la mañana / besos en la nuca mientras dormís… / y termina diciendo: Pensalo bien. Evalúa lo que te ofrezco. / Cerrá esa revista / y vení a la cama. Cuando dispuse retirarme una de las peruanas se me acercó y en forma confidente me dijo que era muy feo decir que he vivido en una barriada, esos lugares habitados por delincuentes y prostitutas, que hago quedar mal a nuestra patria mencionando esos poblados con gente de mal vivir. Tienes que decir que vienes de Miraflores. Aquí todos venimos de Miraflores. Pero muchos de los alemanes no tienen ni idea donde queda el Perú. Se ubican mejor cuando les hablamos de Latinoamérica. A pedido de una compatriota casi me convierto en miraflorino, sin embargo, al final, de peruano me transformé en latinoamericano. La patria grande.
Las primeras palabras que en Alemania todo extranjero debe aprender son scheiße y verboten. Mierda y prohibido. Todo está prohibido. Prohibido hacer bulla. Prohibido entrar. Prohibido salir. Prohibido pisar el cesped. Prohibido botar basura. Prohibido fumar. Prohibido pasar. Por suerte hacer el amor no está prohibido, si eso fuera así Eduardo González Viaña no hubiera escrito El amor de Carmela. Scheiße se convierte pronto en la expresión con la cual se demuestra descontento, sorpresa, cólera. Impotencia. Si algo esta caro, ¡scheiße! Si la novia nos deja, ¡scheiße! Si llegas tarde, ¡scheiße! ¿Y qué dirá El santo cura de Elga Reátegui?
Me había prometido leer en su idioma original a Hermann Hesse, a Goethe, a Thomas Mann, y cuando me cansaba de estudiar esos gordísimos libros de medicina interna y cirugía, empezaba a leer Die Leiden des jungen Werthers de Goethe, Der Zauberberg de Thomas Mann, y por supuesto he leído, ya no sé cuantas veces, Der Steppenwolf de Hermann Hesse. Era para mí una inmensa alegría cuando al llegar a casa me encontraba con paquetes recibidos de Lima o con la notificación para recoger “carta” en el correo más cercano a casa. Recuerdo que los primeros libros que leí muy cómodo en mi sillón Voltaire de Aachen fueron El rincón de los muertos de Samuel Cavero, Sarita Colonia viene volando de Eduardo González Viaña, Historias para reunir a los hombres y Los ermitaños de Antonio Gálvez Ronceros, Canto de sirena de Gregorio Martínez, Indios, mestizos y señores de José María Arguedas, No, mi general de Guillermo Thorndike y La generación del 50 de Miguel Gutiérrez. Recostado en la tibieza de Susanne, quien a fuerza de cariño me hizo olvidar que era un extranjero en la tierra de Heinrich Böll, le leía las aventuras de Eva nibelunga de Miguel Rodríguez Liñan.
Pero en alemán también existe una frase mágica que hay que aprenderla. Du gefällst mir. Tú me gustas. Como cholo, como indio, tenía un éxito inesperado entre las alemanas y para eso me ayudó mucho el Du gefällst mir. Las muchachas buscaban amores exóticos y yo era uno de sus favoritos para ser favorecido con sus favores. En una fiesta, luego de bailar, le dije a Karen: Du gefällst mir. Ella hundió unos hoyuelos graciosos en su rostro a la hora de sonreír contestó, en perfecto castellano, que tenía novio. Entonces me hice el gracioso y le dije que yo no era celoso. Eres un atrevido simpático, contestó siempre con esa sonrisa marcada por unos hoyuelos en los costados de sus mejillas. En esos días estaba leyendo una edición peruana de Prosas apátridas aumentadas de Julio Ramón Ribeyro. Posteriormente, la casualidad hizo que nos cruzáramos a la salida de la biblioteca de la universidad y fuimos a tomar café y conversamos sobre Perú. Karen y un grupo de estudiantes apoyaban a la Confederación Campesina del Perú y, para mayor envidia, conocían personalmente a don Andrés Luna Vargas. También me explicó que su novio vivía en Londres con su ex novia, quien había intentado suicidarse en dos oportunidades. En otra oportunidad me invitó a su casa y ahí hablamos de la lucha de los pobres, de la miseria de los políticos peruanos y, por supuesto, un poco del tiempo hablamos de literatura. Le mencioné el librito Harta cerveza y harta bala de Luis Nieto Degregori y ella me habló de Grimms Wörter – Eine Liebeserklärung del famoso Günter Grass, un libro fabulosamente alegre sobre el idioma alemán y la historia de Alemania. Luego, en pocas palabras, me puso al tanto de su relación sin compromisos, sin obligaciones con Frank y, sin preámbulos, agregó, “eso tú no lo entiendes”. En verdad yo sólo entendía lo que quería entender. Frank vivía en Londres cuidando a su ex novia y cada cierto volvía a Münster para visitar a Karen. Ya lo vas a conocer, es un buen tipo. Y así fue. Un día me llamó por teléfono muy temprano para invitarme a tomar café en su casa y, por primera vez, me encontré con Frank, su novio sin compromisos ni obligaciones. Ella hizo de traductora. “Karen es una chica muy buena y no me gustaría que le hacieras daño, quiérala bonito”, me dijo a boca de jarro. Era verdad, era buena y estaba mucho más que muy buena. De pronto me sentí como En corral ajeno de Roberto Reyes Tarazona y casi grito ¡Oh Generación! con la voz de Zein Zorrilla. Después en casa me puse a leer Nacimiento de una utopía de Manuel Burga y, tiempo más tarde, amando a Karen recordaba las memorables páginas de Doña Flor y sus dos maridos de Jorge Amado.
excelente amigo.