La misma noche de noviembre de 1969 en que el prestigioso doctor osornino Manuel Grossling celebraba el cumpleaños de su joven y adorado hijo mayor, a unas cuadras de ahí, era asesinada, a cuchilladas, una muchacha en el potrero de la intersección de las calles Manuel Rodríguez con Brasil.
A contraluz, sin ornamentos, los brazos en alto, un aleteo y un grito sin raíz ni final. Un animal y su presa al aire libre, sin mayor protección que la del viento y el resplandor de los ojos que vibran y palidecen. Eso fue lo que sucedió. O es probable que eso sucediera esa noche de nubarrones y gorjeo de aves de mal canto y peor suerte.
Como acontece en estos casos la noticia, aumentada con ribetes siniestros e inverosímiles, se esparció por todos los rincones de Osorno y el diario tituló “Macabro asesinato” en sangrientas letras rojas para luego ser voceado por los jóvenes suplementeros con sus pantalones cortos y voz ronca, agotándose la edición de aquel día antes que las cocineras tuvieran listo el almuerzo.
Un solitario poste de luz y las sombras de los cuerpos fueron los únicos testigos del hecho que nunca pudo ser explicado de forma coherente aumentando el mito y las diversas teorías acerca del asesino. En aquella época esa parte de la ciudad era un potrero donde deambulaban los borrachos, los pendencieros y la escasa gente de mal vivir. La joven -menor de edad- vivía cerca y también era pobre pero, presumiblemente y a diferencia del asesino, tenía una familia que la amaba y que no entendía cómo alguien podía cometer un acto tan cruel.
Las posibilidades son escasas. Un nombre común. Una vida que se extingue sin lograr emprender el vuelo. Victoria Santelices se llamaba la muchacha y como estudiante esa tarde vestía un abrigo azul y unos pantalones gruesos. El cuerpo, aún tibio, lo encontraron dos panaderos muy temprano en la mañana cuando la escarcha aún estaba dura y los madrugadores comenzaban a encender los braseros y las cocinas a leña. Los que vieron el cuerpo, señalaron que, pese a los golpes y los cortes, su rostro irradiaba la lozanía de aquellos que son jóvenes y de piel tersa. Un rostro más cercano al de una santa que al de una muchacha en la flor de su juventud.
Con inusitada naturalidad un trío de carabineros conversaron en el lugar de los hechos con los vecinos quienes respondieron a regañadientes. No se podría decir que los interrogaron sino hicieron preguntas al azar sin poner mucha atención a las respuestas. A ratos estaban serios; a ratos bromeaban. Cuando la sirena de los bomberos anunció el mediodía y las trompetas de una banda escolar se colaron por las ventanas de una cercana y descolorida Iglesia Adventista, el cuerpo de la muchacha fue recogido por el Servicio Médico Legal en una camilla tan escarchada como el cuerpo que transportaban. La escena, con la triste música incluida, se asemejaba más a una marcha fúnebre que a una canción tradicional chilena. Era el efecto momentáneo de la muerte en una ciudad que crecía con absoluto relajo.
A poca distancia de ahí, y luego de desvelarse, el doctor Grossling se levantó temprano y tras tomar desayuno, escuchando en el tocadiscos a Monk, salió al patio como lo hacía habitualmente. Le gustaba recorrer el jardín y mirar los helechos y las nalcas que estaban adquiriendo buen tamaño y que mágicamente le llevaban a su niñez durante las vacaciones de antaño en la costa. El jardín estaba espléndido. Y fue ahí, en el césped del patio de su casa, cerca de las rosas y las hortensias, que encontró un pañuelo de color celeste que aún tenía el suave y delicado perfume de su dueña. No le pareció conocido, y no le dio mayor vuelta al asunto.
Terrible fue advertir algunos bichos que, junto al frío, podrían alterar el crecimiento de las flores al lado de la fuente, cuyas aguas habían dejado de desplazarse debido al frío. Aún alterado por este imprevisto guardó el pañuelo en su bolsillo y siguió revisando las rosas y los brotes de diversas flores que con cuidado y esmero había plantado y deseaba ver crecer con inusitado amor para un hombre de su edad y situación.
Los niños del sector, que acompañaban a sus padres en la diaria venta de leche, leña o verduras, se detenían a mirar el cuidado jardín donde destellaban los colores amarillos y fucsia. En silencio, más asombrados que pensativos en cómo era posible una maravilla así, los pequeños disfrutaban de ese pequeño instante de alegría. La ciudad era tan extraña: pese a lo gris poseía lugares hermosos donde ellos se sentían protegidos pese a la reja que dividía su mundo del de los afortunados habitantes de ese inmueble, que para ellos era un palacio mágico, como el de un cuento.
Los hijos del doctor Grossling tenían una extraña pasión momentánea: el correr tras un hermoso balón, tal vez profesional, y en muy contadas ocasiones salir fuera de la casa a una plaza cercana, la Plaza Suiza, donde jugaban fútbol con improvisados amigos, todos de su edad y quienes nunca habían visto una pelota de las características de aquella, sino de esas de cuero rojo que pesaban una enormidad, además de ser peligrosas cuando se mojaban, pues un pelotazo dejaba las carnes coloradas e incluso podías desmayarte si te impacta a en el estomago u otras partes más íntimas. Las horas se iban rápidas y más de algún vecino observaba a lo lejos los encuentros, que siempre eran fieles al lugar: entre la quincena de jóvenes un par tenían buena técnica y valentía para encarar y tirar dribblings que casi siempre acababan en gol. El manifiesto era la diversión, el placer, y la amistad independiente de la condición social de los involucrados. Pero la sociedad chilena y osornina no era como estos muchachos. Y el doctor Grossling no escapaba de esta regla. Muchas veces le había advertido a sus hijos acerca de no involucrarse con la “masa”. Así los denominaba: “la masa”. Y en ella confluían todos menos sus pares que alguien había denominado clase alta. “Pero es muy difícil hacer separaciones de esa índole en los niños”, le criticaba su esposa a lo que el doctor señala con cierto fastidio que “la vida es así; yo no la hice”. Y entonces estos muchachos -quinceañeros algunos; otros aún menores- jugaban fútbol sin hacer caso a las divisiones en las cuales caían sus familias insertas en un determinado sector socioeconómico o ámbito político-partidista. El doctor Gossling algunas veces iba y a gritos llamaba a sus hijos quienes cogían el balón y la pichanga acababa. Grossling estaba asustado ante la irrupción de diversos colectividades de izquierda. Sabía que estaba creciendo una extraña efervescencia en el campo. Se venía venir el pueblo desde la entrañas de la ciudad y de los alrededores.
Qué terrible. En el expediente policial se certificó que Victoria Santelices tenía tres cuchilladas en el vientre y diversos cortes en las manos y los brazos. Es decir había tratado de defenderse impidiendo las estocadas. De plano se descartó una agresión sexual. Gracias a Dios.
Qué había ocurrido para tan fatal y cruel desenlace? La Prensa, el diario local, no se atrevía a emitir elucubraciones, quizás temiendo hacer el ridículo. Como siempre en estos casos se dijo que, tal vez, era probable que la víctima conociese al asesino. Tal vez era un caso similar al de aquellos dos vagabundos que asesinaron a la señora María Teresa un año antes y que solo buscaban robar sus joyas y dinero.
El doctor Grossling leyó el diario mientras echaba agua caliente a una taza de porcelana. Luego, como si de tratara de un ritual adoptado desde siglos, escogió algunos puñados de té desde una pequeña caja metálica y con una cuchara los introdujo en la taza. El aroma, denso pero agradable, alivió su expectativa diaria de aquel brebaje. Cuál casi una adición era imposible no beberlo. Luego, sin mayor apuro y con un gesto que podría definir su espíritu, es decir como un gesto casi mecánico, miró la hora en su antiguo Loengrin. Cuerpo y alma se regocijaron con el sorbo de la infusión.
-Ayer casi atropellé a un ciclista- dijo el doctor sin darle mayor importancia a sus palabras-. Era un viejo y se movía desde un extremo de la calle. No me gustan los ciclistas borrachos- dijo riendo el doctor a Mercedes Waisser, su esposa.
-Sería bueno saber por qué ese hombre se emborrachó, no crees?- le contestó ella.
-Era difícil saberlo en ese momento- respondió él. La mujer sonrío y guardó silencio mientras arreglaba su collar ligeramente inclinado en un cuello que se tornaba reseco con los años y el aire tibio de la cocina.
-Crees que es buena idea enviar a los niños donde mi hermana a Buenos Aires para las vacaciones de invierno?- preguntó ella.
-Tendrías que acompañarlos- respondió él.
-Y dejarte solo? Ni lo sueñes. Conociéndote. No… La naturaleza de los leones siempre es devorar antílopes. No. Vamos todos o no va nadie.
El doctor siguió revolviendo el té hasta que masculló un “entonces nos quedaremos en casa y seremos felices”, y en ese momento la conversación finalizó.
El jefe de la policía fue enfático: el crimen de la muchacha no había sido cometido por un loco. La tesis del detective iba por otro lado. Los periodistas le hicieron innumerables preguntas pero él argumentó que la investigación iba en curso y que no podía entregar mayores detalles para no entorpecerla. Eso fue lo que publicó el diario local. Que no habían mayores avances pero el crimen no lo cometió un enajenado.
Tal vez demasiado claustrofóbico para una persona habituada a desplazarse con comodidad. La habitación donde el doctor Grossling guardaba sus objetos personales (libros, tazas, discos y álbumes de fotos de infancia) no se correspondía con alguien de su reputación. Un escritorio de apenas un metro, un candelabro del siglo pasado y una pintura de Lucy Rosas era el esmirriado ornamento que hacía ver la habitación fría y sin alma. Las paredes deslavadas en un albor casi impuesto a regañadientes. Solo cuando se encendía la lámpara, entregando una luminosidad naranja, el cuarto adquiría algo de temeroso calor. Era “el estudio del doctor”, como lo denominaban las dos sirvientas del hogar. Un espacio al que accedían pocas personas, en una especie de ritual sagrado y austero de palabras y gestos.
En ese preciso momento Grossling leía la noticia de la muerte de la muchacha. Qué curioso”, pensó, “la misma noche del cumpleaños de Mario”. Aquel día su hijo había cumplido 17 años. El doctor recordó la champaña y la riquísima torta de plátano-manjar que se acabó en un abrir y cerrar de ojos. Los integrantes de la familia estaban en extasis con las exquisiteces y la grata conversación. La fiesta, si podría denominarse así, había finalizado a las nueve de la noche, como era su costumbre. Grossling no era un bohemio. Odiaba trasnochar y el prolongar los festejos después de las nueve de la noche rompía esa regla. Estaba seguro que la vida constaba de múltiples momentos que eran más importantes que una fiesta, que un baile o un vaso de whisky.
La luz se propaga como una epidemia desde pequeños frascos de vidrio en la Plaza de Osorno. Las amoolletas, como adornos, se entremezclan con los gruesos árboles que dan a la calle principal donde las almas caminan en círculos cual procesión impostergable. Cada uno buscando oro en lugares extraños: tiendas de juguetes alemanes, carnicerías y restaurantes con comidas exóticas y ferreterías con olor a incienso en interminables laberintos.
La ciudad bulle al mediodía y el doctor Grossling es feliz con esa marea que lo lleva a la playa de su madurez. Tiene 58 años y cree haber hecho las cosas bien. Su figura es fofa y su mentalidad obtusa para descifrar los secretos de las cosas simples de la vida: no sabe cocinar ni manejar autos, no sabe hacer su cama ni coser un botón pero ha estudiado. Eso sí lo ha hecho bien y sabe, además, los secretos del cuerpo humano. No las de la mente pero si los del cuerpo. Eso empareja las cosas. Es un hombre que ha tenido suerte, lo que unido a su inteligencia, lo ha hecho ser feliz. No es un mal tipo; pero la suerte se acaba. De pronto siente que la gente se agrupa alrededor de él en tono amenazante, como queriendo culparlo de algo que desconoce y de lo que es inocente. Siente que le falta el aire, que el sol se posa justo encima suyo y que las piernas se niegan a sostenerlo, cayendo al suelo que se abre enviándolo al confín de las tinieblas. Entonces despierta en su cama y prende la luz que genera vida. Todo parece estar en orden.
A paso lento la niebla da lugar al rocío. La humedad es vital, tan necesaria como la sangre del cuerpo, de cualquier cuerpo, tan imprescindible para el entorno como los números o las letras. Grossling se ha levantado. No ha tenido una buena noche pero el día renueva su confianza en sí mismo. Con lentitud se aproxima a la cocina donde las dos sirvientas secan platos y ollas. Las mujeres de edad están sentadas en amena charla.
-Mario bebió más de la cuenta durante su cumpleaños. Yo lo vi. Ese chiquillo se las trae- dijo de improviso una de ellas.
-Está en edad de hacerlo. Ya no es un niño- respondió a secas la otra.
-Y salió antes de la medianoche. Yo lo vi- insistió la más parlanchina.
-No deberías hablar esas cosas- sentenció la mayor.
-Por qué?
-Porque las empleadas no andan metiéndose en las cosas de los patrones.
Grossling había escuchado la conversación con asombro. Decidió interrumpirla así que abrió la puerta.
-Muy bien dicho Margarita. Las empleadas no se meten en esos asuntos- disparó sin mayor piedad. El rostro de las dos mujeres se pudieron púrpuras y bajaron la vista.
-No quiero chismes en mi casa- sentenció el doctor-. Les queda claro?
Ambas estaban petrificadas.
-Saben ustedes quienes hablan cahuines y tonterías?- preguntó el doctor.
Las mujeres no sabían qué responder.
-Los locos- respondió el doctor-. Los locos, los que no saben lo que dicen. Y los locos son peligrosos. No quiero que haya locos en esta casa- señaló Grossling levantando la voz.
Mientras revisaba fotos antiguas en un álbum recordó una vez que, junto a su esposo, estaban hablando de sueños. La señora Mercedes Waisser no era proclive a los sueños. Al despertarse siempre los olvidaba a pesar que, en ciertas ocasiones, eran bonitos y deseaba atesorarlos cual algo valioso o importante. La mujer rememoró un sueño -más bien una pesadilla recurrente- de Manuel que siempre llamó su atención: un niño corre por un bosque durante una tormenta. Está anocheciendo y el muchacho está aterrado. Desea llegar a casa pero se siente perdido. Entonces ve en la copa de un árbol un águila que emprende el vuelo y el niño presiente que debe seguirla, que el águila le está indicando la salida en ese laberinto lúgubre de interminables árboles. El águila se dirige a gran velocidad a una cueva enorme y entra en ella. El niño se interna corriendo con la clara convicción de que las mañanas son el mejor momento para morir. Pero en ese sueño es de noche y la cueva es la oscuridad misma donde solo se oye el canto a la distancia de ese halcón que va directamente a su muerte. Al igual que él.
Mientras Mercedes recordaba ese sueño, que le había contado su esposo, la mañana comenzó a transformarse en algo más trivial. La existencia de las cosas y de las personas no lograban sobrevivir al fuego del sol y ellos como buenos sureños se escondían en casas, negocios y edificios públicos. El sol era un invitado extraño, mucho más cercano a un mago que a Dios. Las mujeres y los hombres lo sabían pero algo impedía que lo gritaran a los cuatro vientos.
Aquella mañana el rostro del doctor Grossling evidenciaba su poco apego al buen sentido del humor. Las patillas casi le llegaban al mentón y eso le comenzó a molestar. Nunca había sido descuidado pero esta última semana había desechado el afeitado. Sentado en el mesón de trabajo de su cuarto iba y venía en lecturas espurias, cosas sin importancia de las cuales apenas lograba un mínimo de concentración: la crónica en el diario sobre un partido del fútbol local, un reportaje en una revista sobre una actriz de Hollywood, o el extraño caso de un político griego avecindado en El Salvador. Estaba en eso cuando buscó un recibo de una reciente compra en su chaqueta. Fue entonces que apareció el pañuelo que había recogido en el jardín algunos días atrás. Lo sacó con cuidado, advirtiendo con sorpresa que aún mantenía el delicado aroma. A quién pertenecía? A una mujer sin duda. Pero quién era esa mujer? La dueña del pañuelo no era un fantasma sino alguien de carne y hueso. También existía la posibilidad que fuera de alguien que se hubiese ido de la ciudad o hubiera fallecido; pero eso era muy improbable. Más bien era casi estúpido. Grossling se quedó meditando unos segundos, tratando de unir cabos sueltos. Hasta ese instante de su vida siempre había tratado de ser consecuente con sus ideas pero las cosas no eran sencillas; aun así trataba de mantener una línea con su familia, en su trabajo y con la sociedad. A paso lento se dirigió al comedor y miró desde el umbral de la puerta. Su esposa estaba conversando con Mario, su hijo mayor. Ya no era un niño. La mujer gesticulaba y él tenía los ojos vidriosos. Era curioso pero no lo había visto crecer. Su esposa había envejecido y él apenas lo había advertido. En resumidas cuentas todo su círculo íntimo había cambiado y Grossling recién se daba por enterado. Trató de buscar una explicación pero nada era tan contundente como su descuidado actuar con quienes amaba. Ni el trabajo ni la convulsionada situación del país era excusa suficiente para justificar su negligencia. Volvió a mirar a su esposa y su hijo y recién ahí comprendió lo que había ocurrido. Ambos lloraban apoyados en el borde de la mesa. Entonces sintió que el mundo caía sobre sus hombros. Deseó llorar pero no pudo. El aire le faltaba, y la sala pareció achicarse formando la entrada de la cueva de su recurrente pesadilla. Ya sabía a quién pertenecía el pañuelo, quien lo había portado a casa y cuando había sucedido. Qué vendría? El infierno y la culpa, la caída más estrepitosa, el viaje a las mazmorras, ya nada importaba. O debía adoptar otra posición frente a la vergüenza y el daño?
Su esposa seguía hablando con Mario. Se advertía tan preocupada, amaba tanto a su hijo. Era suficiente razón eso para silenciar el rojo en la escarcha?
Osorno de Chile y cualquier ciudad del mundo -asolada por la muerte, por el crispar de las almas y los cuerpos, provocando a Dios- ejercía esa doble moral amparada por el amor, donde todos se rendían ante el mal.