Por Eduardo Vega Rodríguez
Hace un par de años –y por motivos que no vienen al caso- me hice muy cercano de las ferias libres. Primero, como muchos, fui uno de los “caseros”, ya saben… Moviéndome entre cachureos, fingiendo desinterés por aquello que tanto había buscado, regateando por lo que necesitaba desde hace tiempo pero cuyo valor me mantenía a distancia de la oportunidad, para luego –con absoluto orgullo- pasar a ser uno más de la comunidad de “los de la lleca”. Cada día que podía, extendía “mi pañito” sobre el cual se podían encontrar libros, comics y algo de ropa de la estación.
En un comienzo tuve muchas dudas, no he de negarlo. Siempre se hablaba de las ferias como lugares de riñas y problemáticas y, pese a que no era lo que yo conocía, no dejaba de inspirarme algo de desconfianza.
El primer día que me instalé en la ya desaparecida feria de la Plaza Brasil recibí fruta y agua por parte de un desconocido, además de buenas charlas y mucha camaradería. Cuando otro vendedor de libros se me acercó, en vez de increparme por competir contra él, me saludó de buena gana y pasamos la tarde ñoñeando sobre autores e historias que quisiéramos que más gente hubiera disfrutado. Fue así como conocí al Profe.
El Profe era uno de muchos que –si bien más que apto- se encontraba cesante desde hacía mucho tiempo, cosa que sumada a una hija enferma de gravedad, lo habían llevado a deshacerse de sus tesoros. No siempre quedábamos uno cerca del otro, pero siempre, semana a semana, nos saludábamos y compartíamos unas latas de cerveza mientras hacíamos recomendaciones a los jóvenes lectores, sonriendo por ese placer que entrega la no dependencia y el orgullo de hacer algo que nos hacía felices. Pero no todo era alegría. Ambos –y en más de una oportunidad- nos habíamos visto expulsados y multados por carabineros. La posibilidad de perder la principal fuente de ingresos era un miedo que bombardeaba de forma constante al Profe y ¿por qué no decirlo? A mí también. Claro, el caso del Profe era mucho más complicado, las medicaciones y el tratamiento de su hija –en un país como éste- significaban esfuerzos sobrehumanos por su parte y yo no podía dejar de sentir un poco de lástima por él y su situación. Estos miedos no duraban mucho, ya que apenas algún “casero” nos escuchaba hablar del tema, se acercaba para decirnos que eso no pasaría, pues “había que ser weón pa’ reclamar por algo que a todos nos conviene”, como lo era la feria.
Cierta mañana que me topé con el Profe entre los coleros del parque Portales. Pude ver que se veía en extremo contento, las noticias buenas habían llegado su vida: por una parte la salud de su hija mejoraba ¿qué podía ser mejor que eso? Pues nada. Y si a eso le sumaba las prontas elecciones municipales, pues eran pocas las razones que tenía el Profe para no sonreír. Verán, para quienes no recuerden (o no les haya interesado), la municipalidad de Santiago estaba en manos de la coalición de ultraderecha (UDI-RN), por lo que el trabajo callejero se había vuelto cada vez más complicado, razón que llevó a la centro-derecha (llamada Concertación) a ponerse el obsesivo objetivo de recuperar la comuna a como diera costa. Y no era raro ver a la postulante a alcaldesa, la señora Carolina Tohá, recorriendo los barrios con sus puerta-a-puertas junto a sus colaboradores, conversando con la comunidad sobre sus problemáticas e intereses. ¿Cómo ayudaba esto al profe y a todos los feriantes? “Sencillo”, como me dijo él, “porque hablamos y me reconocieron el valor del trabajo honrado y de los tradicionales coleros; ella va a proteger a los feriantes, porque se preocupan de la gente”. Y ¿saben algo? Me sentí bien.
Y así hasta que llegó el día de la votación… El (ex) alcalde Zalaquett dejó la municipalidad… Y de pronto, carabineros “dejó” de molestar (un poco) a los feriantes y coleros. La plaza Panamá, la Brasil, en Portales, la Yungay… Por todo Santiago Centro los vecinos que necesitaban dinero y no podían pagar las (degeneradas) patentes salían a las calles, a tomarse los espacios públicos y recuperar algo de la dignidad que un modelo violento les había robado. Ese breve periodo ha de haber sido uno de los más alegres de mi vida. No por el hecho de poder “tirar un paño”, sino por lo que acabo de decir: la recuperación de espacios, de dignidad, de libertad y autonomía… Sí, o al menos lo fue… Hasta ese día.
Fue un sábado.
Recuerdo que entré a un supermercado a pedir unas bolsas a los empaquetadores antes de llegar a la plaza Brasil y una de ellos me miró con… Una extraña mirada de tristeza, de incomodidad. Seguí mi camino y de pronto entendí la mirada del empaquetador; una sensación de angustia me embargó: En mitad de la plaza, vehículos de carabineros y muchos, muchísimos efectivos policiales resguardando “la seguridad” de los vecinos, impidiendo con multas y detenciones a cualquiera que intentase tirar su pañito… En los alrededores de toda la plaza, rostros tristes de mujeres demasiado mayores para obtener empleo, madres solteras y chicos independientes observaban sin poder creer lo que ocurría… Más de una lágrima que nadie quiso ocultar se hizo presente ante las risas y chistes de “las fuerza del orden”. Cuando pregunté a uno de los oficiales “¿qué onda, por qué hacen esto?” él respondió “por orden directa de la municipalidad”. Recuerdo a un “criminal” vendedor de tacos vegetarianos al cual se llevaron detenido y cuyos productos fueron arrojados al suelo mientras hacían alusión a su “marginal condición”. Intento no recordar a una mujer que se parecía a mi abuela, llorando porque eso significaba que no tendría para comer…
Corrimos, sí, corrimos, pero no huyendo sino buscando llegar a la plaza Yungay para instalarnos y salvar el día. Corrimos y corrimos sólo para descubrir lo que vaticinaba un futuro peor: más carabineros prohibiendo cualquier clase de feriante. Uno de los vecinos –desde una panadería- salió a repartirnos empanadas gratis. Con rostro triste y una voz resquebrajada que apenas pudo soltar un “lo siento” nos dio un regalo y se retiró. Comimos en silencio y esperamos que se alejaran de la plaza. A eso de las ocho de la noche, con la plaza aún llena de carabineros, partí al hogar. Recién en casa, intentando conciliar el sueño, me pregunté que sería del Profe. Luego de eso, la historia fue la misma. Cada semana, desde temprano, uno podía ver a los carabineros patrullando las plazas y parques para evitar que “esos flaites que no pagan impuestos” siguieran con “su criminalidad”. Los espacios recuperados, ya no lo eran más. La lucha de la alcaldesa por destruir la posibilidad de trabajar de forma autónoma, la lucha “por el orden y la seguridad” se había declarado. Y gracias a la brutalidad de sus carabineros, estaba ganando.
Meses después, de vuelta de una reunión por los alrededores del barrio Mapocho, me topé con el Profe. Se veía mal, muy mal. Me saludó, lo saludé. “¿Sigue yendo a la feria?”, le pregunté. Apenas negó con la cabeza… No quise preguntar por su hija. Con manos tiritonas y evidente vergüenza sacó unas papelinas de su bolsillo y me ofreció pasta base, su nuevo ingreso, uno por el que no era acosado por la municipalidad. Al igual que él, sin decir algo, negué con la cabeza… Le regalé una leche que había comprado para mí inventando que la había encontrado pero que mi (falsa) intolerancia a la lactosa me impedía tomarla. Bajó su rostro enrojecido y la aceptó. Sentí un nudo en la garganta. Estoy seguro que al día de hoy sigue siendo un gran profe, aunque no haya alguien a quien se lo pueda demostrar. Nunca más lo volví a ver.
El recién pasado domingo (16 de Noviembre) –como muchos ya han de saber- ocurrió otro (violento) desalojo a los feriantes de la ya tradicional feria de las pulgas del parque Forestal y no dejo de pensar en el Profe.
Camino de vuelta a casa y cierto olor químico golpea fuerte; veo los chispazos de los encendedores en la obscuridad, esos que se esconden bajo afiches de una alcaldesa que, al ser elegida, ni siquiera se preocupó de retirar. Una niña que no tiene ni quince años me pide una moneda “pa’ fumar unas weás”… Trato de fingir que no es así, pero me lleno de rabia. A duras penas me aguanto. Sus ojos reflejan la absoluta falta de esperanza; por un instante recuerdo al Profe.