"El Río". Alfredo Gómez Morel.

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 Foto de Sebastián Silva P.
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Los encontrábamos acurrucados y les ordenábamos que se levantaran. Entumecidos, los chicos, abandonaban sus jergones y algunos trataban de congraciarse con el jefe de los invasores. Reían con tal estupidez y tanto temblaban que a veces los compadecíamos poniendo mucho desprecio en el sentimiento. Pero poco duraba nuestra compasión: el delincuente no tiene derecho a sentir piedad.”
(..)
“Se iban cauce adentro, pero todos volvían. Mientras más se penetre en una cloaca más aterradora es la impresión: pozos traidores que se forman al romperse las baldosas centenarias, ratones enormes, laberintos
por los que uno gira y gira, corre y corre y siempre vuelve al mismo punto de partida, oscuridad rota apenas por una semiclaridad de sepulcro, el eco estruendoso de los propios pasos, un huracán que se escucha cerca y que sólo es el sonido de la propia respiración, el vahído que producen las miasmas al exhalar gases amoniacales, túmulos de excrementos que se acercan al que huye como queriéndolo encerrar, lenta y mortalmente; goteras acompasadas y perforantes, estruendo lejano de los vehículos que
pasan por allá arriba, concavidades siniestras, gatos huraños y salvajes que jamás han salido de la cloaca y que al ver a un ser humano maúllan como hienas…y el corredor a lo lejos, inalcanzable, interminable…
Cuando regresaban, los ‘ablandábamos’ a trompadas y puntapiés, y luego los hacíamos formar en fila ordenándoles que buscaran la salida.. Temblando llegaban a la calle. Subían por la chimenea de tierra y trataban de huir nuevamente. Los dejábamos correr. Conocíamos las calles mejor que ellos, y es difícil huir de un pelusa. Al verse capturados otra vez se desmoronaban.
El ‘tratamiento’ había concluido.
De ahí en adelante podíamos hacer lo que quisiéramos.
Venía el reparto. Los jefes primero. Con los elegidos volvíamos al río.
Algunos se quedaban con nosotros para siempre. Eran motejados de ‘huecos’.
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