Foto de Sebastián Cristóbal Henríquez Pérez
Por Hugo Dimter P.
Todo sigue igual en Osorno: El musgo en las baldosas, las sabanas hechas de sacos de harina, los animales en el matadero. Nada parece cambiar sustancialmente desde el 27 de marzo de 1558.
Es difícil encontrar algo más horrible que la entrada hacia la ciudad por la carretera. Dan deseos de coger las maletas y devolverse al punto de partida, sea norte o sur, lanzando los pasajes por la ventanilla. Escapar como quien huye de un lugar tétrico y brumoso. Un buen consejo sería susurrar que no le hace bien al viajero recalar en una locación de estas características. El castillo de un vampiro bien podría ubicarse en la entrada de la ciudad de Osorno. Cambiemos el castillo por una ruca: la bruma en invierno es la misma.
No. No voy a escribir de una ciudad fantástica pues todos saben que en la ciudad que describiré no hay vestigios de honor ni gloria, salvo casos puntuales que no viene al caso citar ahora. Pese a ser un terreno de cultura ancestral; hoy no hay héroes ni derrotados cerca de Rahue. Todo sigue igual. El sol apenas se vislumbra en la explanada.
Uno no debería nacer en determinadas ciudades por una cosa de salud pública: hay ciudades que le hacen mal a un depresivo, hay ciudades caóticas que le hacen mal a un tipo que busca el orden o un poco de paz. Osorno le podría hacer daño a estos dos estereotipos de ciudadanos modernos y afiebrados.
Pero en la ciudad que trataré de describir la gente apenas camina entre las pozas y el lodazal, lo que impide un desplazar fluido. Los obstáculos te detienen, el avanzar se hace difícil. Algunos se quedan ahí petrificados. Al osornino de hierro lo han deslavado bajo la lluvia. Otros, más localistas, no desean alejarse de sus raíces, lo que es muy respetable sin duda. El que quiera alzar el vuelo allá él. La puerta es ancha y los que se han marchado tienden a señalar que “están todos desquiciados estos osorninos”. Lo que no saben es que ese “todos” involucra a los que se han quedado pero también a quienes se han ido. Empezando por el que escribe, me incluyo.
A la mayoría se les nota la mirada pérdida pues es evidente que nada cuerdo puede generarse en estas tierras. Parecen muy compuestos pero basta intercambiar unas palabras para darse cuenta que hay una dicotomía muy grandes entre los osorninos y quienes dicen serlo; pero no lo son. El osornino verdadero es en cierta forma solidario, cariñoso, insidioso, aburrido, con cierta dosis de sana envidia. Podría ser un buen ejemplo el maestro del Liceo, o el carabinero de la esquina. Analizándolo bien, un osornino se parece bastante a los chilenos. No es el descubrimiento de la pólvora, pero aquellos chilenos inmortales ya parecen no existir, se extinguieron después de los 70, sobrevivieron en los 80, y en los 90 perecieron con la aparición de la nueva cofradía que trajo la pseudo democracia. No podemos ser nostálgicos, señores. Los tiempos han cambiado. Ya nada es lo de antes. Nos cambiaron la harina tostada por cereales, las cartas por los correos electrónicos, y el naipe cedió su lugar al casino. Aún así mantengamos la frente en alto. No miremos hacia atrás porque podemos caer. Hagámosle un guiño a nuestro héroes y antihéroes será mejor. Rubén Marcos, el gran futbolista, le hace un enganche a la muerte mientras Martín Vargas noquea a la vida con su estirpe de fiero boxeador. El periodista Julio López Blanco le miente a quien puede y Héctor Llaitul, el mapuche más consecuente y solidario, levanta la voz con fuerza. Los fantasma mapuches -que son un cuarto de la población de la ciudad- se ponen de pie en una marcha que da mil vueltas simbólicas por el Centro. Un poco más allá unos jugueteros alemanes ponen en marcha el engrasado corazón eléctrico de la urbe.
La plaza de armas atrae la lluvia en la mañana cuando los árboles provocan un cauce de goterones. caen sobre los colegiales y sus paraguas. La atraviesan alegres los garzones del Club Alemán y la pastelería Rhenania. ¿Qué se puede hacer con esta gente? Mandarla al paraíso es poca cosa. Ya no está el Banco Osorno y La Unión. ¿Dónde quedaron esos oficinistas y empleados públicos que te saludaban por tu nombre? Hay que ir a buscarlos al cementerio.
Adentrémonos en sus calles: Es harto huaso y buena gente el osornino que vive en los barrios de Ovejería y Francke. No sea blasfemo, mi buen amigo. Pero es más simpático el de Rahue y La Cantera. La plebe va al liceo y después a sus trabajos agrícolas cargando mochilas y viandas. Todo gira en torno a la leche y la carne. El último gran monumento en la Plaza de Armas de Osorno es un toro. Ahí está: día y noche olisqueando el pasto con su figura de bronce. Está tan gordo el pobre que apenas se mueve con pereza. A nadie se le ocurre jubilarlo. Pobrecito, en cuarenta años más tal vez. Cuando esté viejo y arrugado. Chileno tenía que ser el pobre. Aún así mejor suerte que vérselas con un torero. El Canelo, arbol sagrado de los mapuches, plantado por Gabriela Mistral en los 60 fue arrancado de cuajo. Ni a una premio Nobel la respetan. Y no le echen la culpa al toro.
Domingo por la tarde. Los muchachos juegan fútbol en equipos miserables donde los barristas son los borrachos de un bar -cuya entrada tiene aserrín y colillas de cigarros-, quienes se han ido sin pagar un par de cervezas. Algunos han enloquecido en el camarín. Falta de trabajo, el sentirse inútiles. La cercanía de la bebida y el desamor han acelerado el proceso.
Los mayores juegan al cacho en el Club de Artesanos. Los dados giran por la mesa. La comida es buena: conejo escabechado, empanadas fritas de un molusco al que llaman “loco”, lengua con puré. Los más pudientes su buen salmón, un entrecot con papas fritas. Es cierto. En Osorno se come de primera. Un exquisito asado de cordero en casa de amigos. Dulce chicha de manzana y de uva. Se brinda con los amigos. A cada vaso la ciudad se vuelve más atractiva. En la mente de los parroquianos de las shoperia de Lynch aparecen las putas. “Que todo se vaya a la mierda”, piensan los obreros. Son los sentimientos de aquel que se ve en la cuerda floja. Hay que ser valiente para vivir en Osorno. La vida es más dura para quienes tienen los bolsillos agujereados y la espalda curva.
Una gran marcha de iluminados hombres corre por Ramírez, la arteria principal de los desdichados. Son los obreros y los cesantes, los campesinos pobres y los mapuches discriminados, son los muertos de Forrahue, los ciegos que cantan tangos. Todos juntos van a pedirle pan y trabajo a los grandes hacendados. No hay nadie despierto a esta hora en los fundos. Es muy temprano. Más tarde los latifundistas se codearán con Edwards en los rodeos.
-¡ Sí a la vida; no a la muerte!- parecen gritar los desdichados. Pero sólo es un sueño, no es en serio. La respuesta no llega pues eso nunca ocurriría en los sueños del más afiebrado.
Llueve. Sigue lloviendo. No es justo. La catedral se ve tan majestuosa y uno tan impotente de ver caer esa llovizna endemoniada. Llluvia y más lluvia. ¿Cuándo acabará esta pesadilla? “Un poco de sol por favor”, parecen rogar los osorninos. “Un poco de sol, por favorcito”. Los borrachos de Ovejería ven caer relámpagos en el suelo, infestado de hormigas y ciclistas pobres que pasan embarrados. La vieja estación de trenes se cae a pedazos y nadie hace nada por afirmarla. Abajo, muy abajo, el río Rahue se ve ancho y navegan los botes con familias enteras sumidas en el frío paisaje de nalcas y polvo de los caminos. La ciudad a lo lejos mira con disimulo como sí no quisiera meterse en líos. La escena es bella y cruel. Como si la belleza de esos parajes residiera en lo gris, en un paisaje que con cada nube se vuelve más amenazante. Una cosa es cierta: la naturaleza hace ver pequeña a la ciudad y quienes deambulan en ella. Osorno es diminuto a los ojos de Dios. Una diminuta arboleda entremedio del inmenso bosque. Una moneda dentro del cofre de un asaltante.
Mi madre era osornina. Huyó de esta ciudad para vivir y al volver murió a los pocos años. Claro, fue un accidente. Pero murió de igual forma y fue en Osorno. No quiero culpar a la ciudad de sus errores, o de su enfermedad; pero de una cosa estoy seguro: la ciudad aceleró su ida de este mundo. No es esta una acusación. Es un hecho. Solía estar a su lado en las tardes de invierno. Veíamos televisión y algunas veces me pedía que imitara a alguien de la tele. A duras penas hacía la teatralización de algún famoso y ella reía. Los dos éramos felices y nos abrazábamos. La ciudad no nos podía hacer nada. No nos golpeaba, no se mofaba de nosotros. La crueldad de Osorno se combate con amor. Con amor de madre. Con el amor que siente un hijo por su madre. Eso me hace pensar que Osorno es un padre que abandona -en cierto sentido- a sus hijos. Parece no hacerlo por ser mala persona. Sólo los deja a la deriva en mitad de la noche, sin más armas que su corazón, y despojados de toda coraza. Como deseando que se hagan hombres con insensata rapidez.
Se extinguen. Las casas de Osorno son antiguas en los escasos barrios que albergan ese olor a madera podrida. Algunas se caen a pedazos; otras han sido mantenidas por sus dueños. Reliquias. Casas enormes con corredores en el segundo piso al que se accede por anchas escaleras. Los salones y las piezas son vastos escenarios, especiales para familias con más de siete hijos. Familias que deambulaban por los jardines en verano. Jardines llenos de rosas y flores donde se encaraman las abejas y los gorriones. Aún queda el Osorno que describo. Poco a poco las viejas casas van desapareciendo ante los gigantes de cemento. Tan tristes como hospitales que nunca terminaron de construirse y que son visitados por los amantes en las tardes. Los caminos de tierra son escasas. Osorno cambia de piel y, ahora, no sé sí eso realmente sea bueno. ¿Dónde están las casas de putas? ¿Y los peluqueros que cortan con tijeras? ¿Se mataron o murieron cual el fútbol? No hay respuestas en el chiquero. Sólo un silencio de espanto con viento norte.
Quisiera que la ciudad se convirtiera en un pueblo fantasma y cada vez que voy a Osorno siento que me muevo, realmente, en un pueblo infestado de osorninos que son espectros. Ilusos de un tiempo que no parece transcurrir. Una pequeña parte de Osorno se quedó pegado en los ochenta. Es como un abuelo con la mentalidad de un niño. Tal vez -con suerte- con la mentalidad de un quinceañero al que recién le aparecen espinillas. Un joven que desea amar pero le da miedo declararse a su amada pues es hija de un leñador con pésimo humor y hacha afilada.
La plazuela Yungay alberga a los vendedores ambulantes con sus conchayuyos y sus frutos. Un rostro moreno ofrece sus mercaderías. La gente compra lo indispensable. Con mucha suerte y gran ingenio harán platos deliciosos para los niños. Un kuchen de manzana, una torta de merengue. Un postre de leche. Manzanas asadas, murra alemana, dulce de mosqueta, alfajores con manjar. Un poco de leche con harina tostada para recuperar fuerzas.
Las lágrimas de los osorninos aparecen rara vez, como sí no hubiera tiempo para sentimentalismos. La tierra es estoica, fuerte en la desgracia, no brotan lágrimas como no brota misericordia. El osornino ya tiene bastante con la lluvia que hace rebasar lagos y ríos. El néctar de Dios hace merma en los habitantes del villorrio, seres extremófilos, de profundidades abisales. Las mujeres siguen esperando -con la ropa recién lavada- que salga el sol. Allá viene un rayo presuroso que se pierde entre las nubes. Las mujeres siguen aguardando en silencio. Cae la noche en Osorno. El tiempo se detiene. Los choferes de micro vuelven a sus casas a pie, con paso cansino, la espalda quebrada, el alma implora un respiro, un golpe de suerte, algo que cambie su vida y la haga más llevadera. Ilusos todos. Nada va a cambiar. Caminan solos por las calles al amparo de un farol que tartamudea. Las paredes anuncian un circo pobre que se instala en Pampa Alegre. Dios se apiada de esta ciudad entregando un brebaje de ilusión que les viene tan bien. Los niños se preparan para el domingo. Se ponen su mejor traje: Un chaleco de lana, los pantalones anchos de un hermano mayor, los zapatos lustrados. Están ansiosos. La gente llega de barrios distantes, de Chuyaca y de Rahue Alto, de Los Notros y de Las Vegas. Se agolpan a comprar palomitas de maíz y algodón de dulce. La función va a empezar. Los payasos se pintan de rojo. Las luces se encienden en la carpa y en toda la ciudad. Una luz desde lo alto ilumina la ciudad y los alrededores. Los trapecistas se zambullen desde los postes de alumbrado y los carabineros les pasan un parte. Elefantes y tigres pasean campantes por la gris Osorno. Las guaguas lloran de susto y las ancianas -de negro- rezan ante el final de los tiempos. Un pescador de la costa mea en una esquina mientras el bullicio despierta a los disparatados que duermen en las bancas de la Plaza Suiza. El circo corre por las venas de un Osorno alegre. Una camioneta escupe palabras alocadas. Invita al circo con sus leones. Después de unas horas la ilusión finaliza. Ha sido una noche distinta. Un bálsamo entre tanta miseria para quienes merecen algo más que lluvia y viento.
Osorno no se parece a ninguna ciudad que yo conozca por más que trate de recordar. Ninguna ciudad chilena ni extranjera. Tal vez por eso me gusta. Porque es única. Lo que no desea ser un elogio. Podría ser una crítica. ¿Son todas las ciudades diferentes o algunas tienen puntos en común? Osorno es inigualable, para bien y para mal. Así cómo uno no elige su familia o sus padres, uno no escoge donde nacer. Es el destino. Y eso queda marcado a fuego en la epidermis del ciudadano común y corriente que nunca se pregunta sobre sus orígenes. ¿Y por qué debiera?
Lo antiguo y lo moderno bailan cual borrachos. ¿La vida tiene sentido?
El cementerio
Todos vamos para allá. Es lo único seguro. ¿Lo otro? Puras suposiciones: nivel de vida, estatus, auto, casa bonita -tal vez amplia-, colegio. Un árbol, una alarma que impida un robo. Conexiones laborales, supuestos amigos. Nada de eso sirve en Osorno, en Chile, ni siquiera en el mundo. El cementerio de Osorno es el más feo y despreciable del sur. Nadie lo arregla, nadie lo aprecia. Un cementerio reflejo de una actitud hacia los demás: “… Que se pudran”, parecen decir las autoridades.
Nunca me he casado con Osorno, a lo mucho he sido novio de una ciudad que al menor descuido me traiciona por la espalda. La ciudad ha sido cruel y ello me ha llevado a seguir sus actos desde lejos, desde la vereda de enfrente, mezclado entre el gentío como quien espía a una infiel. Pero quien espía ama, aunque no lo quiera aceptar. El reencuentro ha sido postergado. Los dos antiguos amantes han envejecido. Ya nada es lo mismo, y ello podría generar una relación más distendida. Sin caprichos ni rencores. Sin las alegrías y los recuerdos felices. Una relación madura, un poco incrédula, un tanto fatalista. La ciudad es como la familia: no puede perderse. Está siempre ahí, en las buenas y en las malas. Hoy y ayer, desde el pasado cuando eran 102 casas. Ahora son un poco más.