Por Marcelo Mendoza Prado
Foto de Marcelo Ramírez M.
No recuerdo por qué motivo yo me encontraba allí. Y más encima solo. También se me borró la fecha, pero es posible que haya sido terminando el verano o llegando el otoño del 68 o del 69. Yo debo haber tenido 15 años como mucho. Era una suerte de almuerzo o cóctel, no lo vislumbro bien, al borde del mar, en una playa insignificante del sur. Nunca antes había estado allí. Toda la gente era mayor, autoridades, como se dice, y no sé qué festejo los congregaba. Algo debe haberse inaugurado. Estaba un intendente, un alcalde y al parecer también la primera dama de la nación. Ahora pienso que fue de cierta importancia. El lugar era una pequeña caleta perdida que nunca habría sido escenario de algo a no ser que ocurriera una cosa memorable. Pero, excúsenme, ni idea tengo. Lo peor: tampoco idea tuve.
Los invitados estaban vestidos de terno, de ternos provincianos, y las invitadas de trajes y pelucas. Casi todos fumaban. El decorado, si se puede llamar así, eran varios mesones cubiertos de manteles plásticos con diseño de cuadrados escoceses. Y numerosas chuicas de vino. Por lo que ahora veo, no era cóctel, sino un asado, pero no conservo ninguna imagen de parrillas ni de platos con carne recocida aunque estoy seguro que a la gente le gustaba la chamusca.
Lo importante de todo esto es que en algún momento me salí de la celebración porque me era tan ajena como un zepelín varado en un árbol y comencé a caminar por la playa. ¿Qué hacía yo allí? Tenía una sensación incómoda porque no sabía tampoco cómo llegué a ese lugar ajeno a mi circunstancia. A nadie parecía importarle el paisaje. Todo pasaba en los mesones de comida y bebida, dando espaldas al mar. La gente se ponía ebria. Salirme de esa situación extraña, tan extranjera, donde no conocía a nadie y tampoco tenía de qué ni con quién hablar, es lo que me hizo dar vuelta la mirada para otra parte y sólo así pude darme cuenta del mar. Sin que mediara palabra ni inquietud alguna, nada más que situándome a la inversa, me salí de ahí. Del grupo. Ponerme luego a caminar por la arena, y alejarme, resultó natural e imperceptible. El mar estaba serenamente encrespado. Con esto quiero decir que parecía calmo, pero sólo aparentaba: cuando empecé a fijarme bien noté que ondulaba de un lado para otro, que decenas de olas pequeñas y rudas, en direcciones caóticas, se movían con aceleración. En verdad el mar estaba bravo: un ser vivo que con habilidad quería mostrarse ante los ebrios comensales nada más que como el fondo del cuadro. Nunca antes había visto el océano de esa manera. Una sorpresa. Engañosamente, el poderoso mar se hacía el muerto con alguna oculta intención.
Llegué hasta las rocas y me detuve. La espuma del oleaje dio en mis zapatos. Me quedé descalzo. No me importó que se mojasen los pantalones. Tuve certeza de que algo sucedía. Era todo muy raro. De pronto, aparecieron dos comensales. Unos tipos de 50 o 60 años que también habían dejado los mesones de celebración. Uno vestía chaqueta gris desaliñada por el alcohol y camisa celeste con dos manchas de grasa a la altura del estómago. El otro, además de una negra chaqueta, conservaba intacta la corbata de rombos con la que llegó. Quedaron como a veinte metros de mí y me hicieron señas de saludo. De pronto, como si nada, entraron conversando mar adentro, sin importarles que comenzaran a empaparse sus ropas, porque parecían haber visto algo asombroso abajo del agua que los hipnotizaba.
Supe que no podía restarme. Que por algo había llegado hasta ahí. El mar llamaba. Así que los imité y me metí sorteando el leve oleaje. No recuerdo qué tan fría estaba el agua; mis calcetines, calzoncillos, pantalones y camisa ya totalmente mojados. Seguía adentrándome superando la resaca. ¡Habían desaparecido los dos comensales! Unos cien metros mar adentro, con olas cada vez más grandes, no podría decir si yo nadaba o flotaba. Ahora que lo escribo, no sé explicar por qué yo estaba así y allí, aunque mucho más raro es lo que apareció después: un buzo, un buzo de traje pobre, que emergió del fondo del mar casi pegado a mí. No tuve tiempo para el asombro porque inmediatamente de salir él a flote se me acercó para que viera lo que estaba pasando a mi lado. Yo, que siempre supe que el mar estaba tramando algo, ahora podía verlo: una enorme masa sobresalía desfigurada del cercano horizonte marino. En segundos me di cuenta que parecía ser una ballena azul gigante. Había leído que las más grandes pueden llegar a los 30 metros de largo, pero ésta pasaba de sobra los 50. Parecía rabiosa. El buzo desapareció. Me encontraba solo, pero no perplejo. ¿Miedo? No: desolación. Que no es terror ni menos pánico. Sí soledad.
Hoy he tratado de reconstruir la escena, tantos años después, y ha sido imposible recordar cómo salí de allí, pues me veo de nuevo en la orilla, con la ropa seca, en medio de la gente con sus vasos de vino, todos borrachos. Una mujer de unos 60, rubia de ojos azules, hablaba en inglés con un colono descendiente de alemanes. Era la madre de una diputada de gobierno, alguien dijo. Acompañaba a la primera dama, como traductora y amiga, adonde quiera que ella debía ir.
Tuve claro que yo no calzaba en esa circunstancia y lugar. Al saberme tan fuera de cuadro, me dirigí al camino de entrada y salida a ese sitio tan impropio de mi biografía. Quería regresar antes de que todos se levantaran para marcharse. La idea, de nuevo, era no hacerme notar. Recién ubicado a la espera de alguien que me llevase, vi salir una citroneta gris destartalada que se detuvo al verme en ese trance.
–Súbete, te hago un hueco –me dijo el conductor, sin aspavientos.
Le dije gracias y lo miré, asombrándome porque sus ojos eran los mismos que muy poco antes había visto con una mascarilla.
–Nos vimos hace un rato, ¿te acuerdas?
–Ya me doy cuenta. Eres el buzo –le dije como si no pasara nada.
Subí al asiento de copiloto, luego de que él trasladara una maraña de cachivaches a los asientos de atrás. Todo muy lleno y raído. Los vidrios de parabrisas y ventanas estaban trizados. Era muy posible que quedáramos a pie a mitad de camino. Noté que él era mucho más joven de lo que en la bruma del mar me había parecido.
–Este año termino por fin el liceo –me dijo. Pero calculé que tendría por lo menos cuatro o cinco años más que yo–. ¿Adónde vas? –preguntó cuando partimos.
–No sé. La verdad es que ni siquiera sé dónde estamos.
–Estamos a 20 kilómetros de Valdivia. Yo voy hasta allá. ¿Te queda bien?
Me quedaba bien. Supongo.
[22 de marzo de 2020]