Por Andrea Jeftanovic
Hay libros que susurran transformaciones al oído, es el caso del libro de relatos La composición de la sal de la autora venezolana- boliviana Magela Badouin. Libro ganador de la III versión del Premio de cuentos García Márquez, el año 2015, y que desde entonces ha sido editado en varios países, como México, España, Colombia, Argentina, y ahora, en Chile por editorial Catalonia.
No deja de ser significativo que este libro arribe a esta orilla del continente desde el momento en el que hay un personaje, el padre que protagoniza el relato “La composición de la sal”, que se sumerge en una tina con sal de mar. Ese mar que relaciona a Bolivia con Chile de un modo tenso que a veces toma forma de rabia, forma de culpa y que la literatura puede nombrar desde lo simbólico. La misma autora ha dicho, en las lúcidas respuestas en entrevistas, que esa historia está motivada por una imagen: un hombre mayor llorando la muerte de un hijo que busca sanación en un baño de mar. Pero ella misma agrega: «Pero esta receta resulta imposible para un boliviano. No tenemos mar… Solo después que lo escribí entendí que ese hombre había encontrado algo diferente. Que, para los bolivianos, todo se resolvería si recuperáramos el mar. Que su proeza personal era contener el agua, pero, como todos sabemos, el agua no se puede contener».
Los cuentos de Magela Badouin tienen ese poder, el condensar en una imagen plástica lo que dará paso a una transformación en sus protagonistas: contener el agua, portar una cinta roja, habitar cumbres borrascosas, sumergirse en la selva. Es que en esta sutil colección de relatos reconocemos la marca de la condensación de la poesía. La autora afirma acerca de su tono: “A mí me gusta que el cuento tenga el latigazo eléctrico de una anguila, pero que tenga profundidad en esa corta distancia de la lectura”. Sugerente ecuación compuesta por el impulso brusco y el efecto duradero.
La lectura de sus relatos me hizo pensar en las fotografías- instalaciones del artista visual argentino Charly Nijensohn, en especial, en su obra “El naufragio de los hombres”, donde sitúa, en medio de la inmensidad del salar de Uyuni, a seres de pie sobre los cristales. Un salar es un paisaje de la adversidad, un espejismo, un desierto extendido por luz y alquimia. Los cuentos de este libro son como los salares, están hechos de la condensación de salares y exhiben las grietas por las que se entra al cambio de las materias. Badouin ha dicho, “En una pequeña grieta puede verse un mundo, puede verse un imaginario, puede verse una fuerza psicológica apenas con una imagen que evoca y alude muchas más cosas”. De este modo, pareciera que como lectores nos pide ser geólogos y contemplar las superficies lisas que nos enceguecen y luego nos motiva a sumergirnos en sus líneas quebradizas, “al buscar en lo profundo, se puede buscar algo que se está pudriendo muy abajo. Las resonancias de ese hedor es lo que podemos leer en el presente sin saber bien de qué va, o de dónde viene”.
Veo a sus personajes como figuras erguidas en la desolación del paisaje pero transmitiendo una enorme fortaleza interior. Ahí de pie en el piso quebradizo en rombos, están las figuras recortadas a contraluz: una abuela y una nieta, un padre de duelo, una niña provinciana que llega a vivir a La Paz, una pareja de recién casados que se encuentra con la muerte, una mujer en crisis que busca sanación.
Hay grietas y transformaciones en el cuento “Dragones dormidos” donde una mujer semi extranjera- viaja por los Andes, junto al guía Víctor, hasta “La curva”, la tierra de los kallawallas para sanarse y encontrar sus raíces. Hay más grietas en el relato “Amor a primera vista”, una pareja busca comprar su primer apartamento pero la dueña de casa es una enferma terminal: fuma y tiene peluca. Mención aparte merece “Cumbres borrascosas”, una bella metáfora emocional que se construye entre una abuela y una nieta en un día de playa con mucho sol. Pienso en otro cuento donde las materias se transmutan, como lo hacen las sales, no olvidemos que la sal es una reacción química entre una base y un ácido, cuando la narradora, de “La cinta roja”, alude al cambio de estado de las aguas, dice: «Su voz fatigada me hizo pensar en la nieve, en el dolor de mi piel congelada y en la desaparición del hielo convertido en agua. ….Diecisiete años es un poco tarde para un chica citadina, pero no para una muchacha de provincia, demasiado cuidada y demasiado apurada por saltar».
También, la autoa recorre la superficie agrietada de nuestras realidades latinoamericanas, por ejemplo, cuando esboza: «La pobreza puede molerlo todo: las niñas indias se entregan por exiguas cantidades de monedas, desde edades impronunciables, en los márgenes urbanos. ¿Y cuánto es una cantidad exigua?, pregunté. Natalia contestó sin poesía: «Son dos pesos». O superpone los sistemas de creencia de nuestro heterogéneo tejido de culturas y tiempo: «le habían dicho los expertos, que la chica provenía de una cultura originalmente concupiscente. Tratamos de desentrañar qué querían decir los expertos con “concupiscente” y tradujimos así: un pueblo amazónico de cazadores, nómada, tejedor, en el que las virtudes carnales son virtudes cardinales».
El proyecto narrativo de Magela Badouin nos recuerda la pequeña y gran hazaña de Lispector, a las mujeres diáfanas de Alice Munro, a las chicas vividora de Lucía Berlín. Autoras que buscan la carnada, esa materia o hebra inasible que nos sumerge en el misterio de las epifanías delicadas y heroicas. Cierro este libro mientras se suceden significativas imágenes-carnadas en mi mente, hasta que de pronto me deja ver una transformación que me hace contener la respiración y siento el latigazo en la superficie de sal. Leer “La composición de la sal” es una reacción química.