Por Irma del Aguila
La muerte de Mario Vargas Llosa ha tenido el efecto de un resorte que al momento de liberarse expulsa una energía contenida que es la de muchas voces que parecen irreconciliables. Voces expresan un desencuentro profundo en torno a la figura de Mario Vargas Llosa. Los juicios más extremos están desprovistos de memoria y, por lo tanto, de grises.
Para unos, Mario Vargas Llosa fue un nefasto fascista sin más, para otros, un soberbio narrador del Parnaso. No pues, ninguna de las anteriores. Con el afán de salir de los juicios binarios sería bueno echar mano del concepto «ch’ixi» (gris en aimara), de la académica boliviana Silvia Rivera Cusicanqui. En un tejido, sostiene la autora, a la distancia vemos el color gris de un manto pero, si acercamos la vista -la condición es que lo hagamos-, descubriremos el detalle, una urdimbre densa, enrevesada, hecha de finos hilos negros y blancos. Esos colores “puros” y “agónicos”, el negro y el blanco, dan nacimiento al color jaspeado, el “impuro” color gris.
Mario Vargas Llosa tuvo una deriva conservadora, reaccionaria incluso, en los últimos años. De una larga vida, hay que anotarlo, dedicada a la defensa de sus principios liberales y también de derechos fundamentales. Que Mario Vargas Llosa se subiera al carro del fraudismo (rectificó muy tarde) en 2021 y aceptara la Orden del Sol de manos de Dina Boluarte dejó una honda herida en el país. También aupó a Jair Bolsonaro, Javier Milei y otros impresentables.
De ahí que resulte emocionalmente complicado mirar y reconocer lo que hizo el Nobel en años previos por la defensa de las víctimas del conflicto armado que hoy lo recuerdan con respeto y el respaldo que brindó al trabajo de la CVR; las simpatías que mostró por la causa de la comunidad LGTBI+ en el Perú, como subraya la activista Vero Ferrari; la voz a favor del Lugar de la Memoria enfrentada al inefable Alan García; la denuncia de la ilegal ocupación de los territorios palestinos por parte de Israel y la violencia que cruelmente ejerce contra población gazatí y cisjordana.
Entonces ¿cuál es el perfil “real” de Mario Vargas Llosa? Todos los anteriores, mal amalgamados. Aceptar los grises “impuros”, el «ch’ixi», es un ejercicio cognitivo importante que permitiría admitir que estamos ante una realidad densa y conflictiva. Y tomar distancia de las consignas más planas (fulano de tal es “bueno”/ “malo”) que se reproducen por contagio emocional.
El discernimiento crítico del legado de MVLL ayudaría, entre otros, a desarmar malos entendidos que sostienen que Vargas Llosa “descalificó” a José María Arguedas y a su obra (¿dónde?, ciertamente no en “La utopía arcaica”). No pues, MVLL respetó a Arguedas, le dedicó incluso una cátedra en la Universidad Harvard, recuerda Félix Reátegui. Lo citó en el discurso de aceptación del Nobel. Y, sin embargo, hizo crítica literaria de la obra y del indigenismo de JMA que juzgaba idealizante del sujeto indígena. Un actocomplicado entre quienes creen que una novela o un cuento es un texto hagiográfico (algo así como versículos del Nuevo Testamento). Quienes admiramos la obra de JMA, coincidimos con Jesús Cossio en que se puede abrir a discusión el llamado canon arguediano. Y también el lamadocanon vargasllosiano.
Finalmente, entre quienes se hacen preguntas por la contrastante trayectoria política del gran escritor que fue MVLL, podrían (podríamos) conversarlo en la escuela, entre amigos, con los colegas. Abordar estas luces y sombras y también nuestra propia subjetividad involucrada. Si esto fuera posible, ya sería una gran cosa. Sería un buen ejercicio ciudadano.
Y de paso, regresar a la obra literaria de Mario Vargas Llosa llena de virtuosismo, experimento formal, variedad léxica y hondura. De contrastantes tonalidades. Y a lo lejos, una urdimbre de grises.