El diablo estaba caliente. Charles Bukowski.

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Bueno, fue después de una violenta discusión con Fio, y yo no estaba como para emborracharme o ir de putas. Así que me monté en el coche y me fui conduciendo hasta la playa. Estaba anocheciendo y conduje despacio. Llegué a la feria, aparqué y entré. Paré un rato en los arcos de tragaperras, jugué con algunas máquinas, pero el lugar hedía a orina, así que me largué.
Era demasiado viejo para montarme en el tiovivo, así que pasé de largo. Por la feria paseaban los tipos habituales: un gentío indiferente y somnoliento. Fue entonces cuando me apercibí de un sonido monótono que salía de un edificio cercano.
Una cinta magnetofónica o un disco, sin duda. Me acerqué. Había un charlatán vociferando en la entrada:
—¡Sí, señoras y caballeros. Entren, entren aquí… Nosotros hemos capturado al diablo!
¡Está aquí dentro a su disposición, para que ustedes lo vean con sus propios ojos! Piensen, sólo por un cuarto, veinticinco centavos, pueden ustedes ver al diablo… el mayor perdedor de todos los tiempos! ¡El perdedor del único intento de revolución que ha habido en toda la historia del Cielo!
Bueno, estaba listo para tragarme una pequeña comedia, y olvidarme de los insultos y humillaciones de Fio. Pagué mi cuarto y entré junto con otros seis o siete imbéciles en pelotón. Tenían a este tío metido en una jaula. Lo habían pintado de rojo, y llevaba algo en la boca que le hacía resoplar bocanadas de humo y chorros de fuego. No era un gran espectáculo. El tío sólo daba vueltas y más vueltas, diciendo una y otra vez:
—Condenada leche. ¡Tengo que salir de aquí! ¿Cómo han podido meterme en esta jodida jaula?
Bueno, he de decir en honor a la verdad que el tío si parecía peligroso. De repente, dio seis rápidos aleteos con la espalda. En el último aterrizó de pie, miró a su alrededor y dijo:
—¡Oh, mierda, me siento como un gilipollas!
Entonces me vio. Se vino muy resuelto hacia donde yo estaba, se paró delante mío, al otro lado de los alambres. Estaba caliente como una estufa. No sé cómo lo conseguían.
—Hijo mío —me dijo—. ¡Por fin has venido! Te he estado esperando. ¡Treinta y dos días llevo en esta jodida jaula!
—No sé de qué me está hablando.
—Hijo mío —dijo— no bromees conmigo. Vuelve aquí a medianoche con unas tijeras de cortar alambre y libérame.
—Deja de darme el coñazo, tío —le dije.
—¡Treinta y dos días llevo aquí, hijo mío! ¡Por fin llega mi libertad!
—¿Quieres decir que pretendes ser realmente el diablo?
—¡Que me encule un gato si no lo soy! —me contestó.
—Si fueses el diablo, podrías utilizar tus poderes sobrenaturales para salir de aquí.
—Mis poderes se han desvanecido temporalmente. Este tío, el charlatán de la entrada, estaba conmigo en la celda de los borrachos. Le dije que era el diablo y pagó la fianza de los dos. Yo había perdido mis poderes en esa celda, si no, no hubiera necesitado su ayuda para nada. Bueno, afuera el cabrón me emborrachó de nuevo, y cuando me desperté estaba metido en esta jaula. El hijo de mala puta me alimenta con comida para perros y mantequilla de cacahuete. ¡Hijo mío, ayúdame, te lo ruego!
—Estás loco —dije—, eres un chiflado.
—Vuelve más tarde, esta misma noche, hijo mío, con las tijeras para alambre.
El charlatán entró y anunció que la sesión con el diablo había finalizado, y que si alguien quería verlo más, tendría que pagar otros veinticinco centavos. Yo había visto ya suficiente diablo. Salí afuera junto con los otros seis o siete imbéciles en pelotón.
—Eh, él le habló —dijo un vejete que caminaba a mi lado— he venido a verle todas las noches y usted es la primera persona a quien ha hablado.
—Huevos —dije.
El charlatán me paró:
—¿Qué te ha dicho? Vi cómo te hablaba. ¿Qué te ha contado?
—Me lo ha contado todo.
—Bueno, guárdate mucho de intentar algo, capullo. ¡El es mío! No había sacado tanto dinero desde la época en que tuve a la mujer barbuda de tres piernas.
—¿Qué pasó con ella?
—Se fugó con el hombre pulpo. Ahora tienen una granja en Kansas.
—Creo que estáis todos locos.
—Sólo te digo una cosa. Yo encontré a este tío y es mío. ¡Así que ni te acerques!
Me fui hacia mi coche, subí y conduje de vuelta a Fio. Cuando llegué ella estaba sentada en la cocina bebiendo whisky. Siguió allí sentada y me dijo unos cuantos cientos de veces la miseria inútil de hombre que era. Bebí con ella un rato sin decir apenas nada. Entonces me levanté, fui hacia el garaje, cogí los cortaalambres, me los metí en el bolsillo, subí al coche y volví a la feria.
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Forcé la puerta trasera, el cerrojo estaba muy oxidado y cedió con facilidad. El estaba dormido en el suelo de la jaula. Comencé a trabajar, pero no pude cortar el alambre. Era demasiado grueso. Entonces se despertó.
—Hijo mío —dijo—. ¡Has vuelto! ¡Sabía que lo harías!
—Mira, tío, no puedo cortar el alambre con estas tenazas. Es demasiado grueso.
El se levantó:
—Dámelas. —Me cogió las tenazas.
—Dios —le dije—. ¡Tienes las manos ardiendo! Debes tener alguna clase de fiebre.
—No me llames Dios —contestó.
Cortó el alambre con las tenazas como si fuese hilo de seda y salió fuera de la jaula.
—Y ahora, hijo mío, vamos a tu casa. Tengo que reponer fuerzas. Unos cuantos bistecs con patatas y estaré de nuevo fuerte. He comido tanto alimento para perros que tengo miedo de ponerme a ladrar en cualquier momento.
Salimos fuera, montamos en el coche y lo llevé a casa. Cuando entramos, Fio estaba todavía sentada en la cocina bebiendo whisky. Le freí un huevo con tocino para empezar y nos sentamos al lado de Fio.
—Tu amigo es un guapo diablo —me dijo.
—El pretende ser el diablo —dije yo.
—Hace mucho tiempo —dijo él— que no he tenido un buen cacho de mujer en mis manos.
Se inclinó y le dio a Fio un largo beso. Cuando terminó, ella parecía en estado de shock.
—Ese fue el beso más cálido que me han dado en la vida —dijo ella— y me han dado unos cuantos.
—¿De verdad? —preguntó él.
—Si haces el amor igual que besas, puede ser demasiado. ¡Simplemente demasiado!
—¿Dónde está el dormitorio? —preguntó él.
—Sólo tienes que seguir a la señora —contesté.
Siguió a Fio al dormitorio y yo me serví un gran vaso de whisky.
Nunca en mi vida había oído gritos y gemidos como ésos, y la cosa duró unos buenos cuarenta y cinco minutos. Luego él salió solo, se sentó y se sirvió un trago.
—Hijo mío —me dijo— aquí tienes una mujer de las buenas.
Se fue hacia la salita y se tumbó en el sofá, se estiró y se quedó dormido. Yo entré en el dormitorio, me desnudé y me metí en la cama junto a Fio.
—Dios mío —dijo ella—. Dios mío, no lo puedo creer. Me puso en el cielo y el infierno.
—Sólo espero que no prenda fuego al sofá —dije.
—¿Quieres decir que se duerme fumando? —Olvídalo.
Bueno, el tío empezó a hacerse el amo. Yo tuve que dormir en el sofá. Tuve que escuchar a Fio gritando y gimiendo en el dormitorio todas las noches. Un día, mientras Fio estaba de compras y nosotros estábamos bebiendo una cerveza en la mesita de la cocina, tuve unas palabras con él.
—Escucha —le dije— a mí no me importa ayudar a alguien a salir de un encierro pero ahora he perdido mi cama y mi mujer y voy a tener que pedirte que te vayas.
—Creo que me voy a quedar aquí por algún tiempo, hijo mío, tu señora es una de las mejores piezas que he tenido nunca.
—Mira, tío —le dije— no me hagas tomar medidas extremas para sacarte de aquí.
—¿Un chico duro, eh? Bueno, mira, chico duro, tengo que darte una pequeña noticia. Mis poderes sobrenaturales han vuelto. Si tratas de joderme te vas a quemar los cojones. ¡Mira!
Teníamos un perro. Old bones; no era muy noble, pero ladraba por la noche, era un buen perro guardián. Bueno, él apuntó con su dedo a Old bones, el dedo hizo una especie de sonido chasqueante, se hinchó y una fina línea de fuego surgió en dirección a Old bones. El perro se quedó rígido y con el pelo erizado, y entonces desapareció. Ya no estaba allí. No había ni huesos, ni cenizas, ni siquiera ningún olor. Sólo aire.
—De acuerdo, hombre —le dije—. Puedes quedarte aquí un par de días más, pero luego tendrás que irte.
—Fríeme un buen filete —dijo— estoy hambriento, y me temo que mis reservas de esperma están disminuyendo notablemente.
Me levanté y eché un filete en la sartén.
—Hazme algunas patatas fritas para acompañarlo —dijo— y unas rodajas de tomate. Café no, no quiero. Ando con insomnio. Sólo me tomaré un par de cervezas más.
Cuando le estaba sirviendo la comida, Fio regresó.
—Hola, amor mío —dijo ella—. ¿Cómo estás?
—Muy bien —contestó—. ¿No tenéis algo de catsup?
Yo salí, subí al coche y me fui hacia la playa.
Bueno, el tío de la barraca ahora tenía un nuevo diablo. Pagué mi cuarto y entré. Este diablo era muy poca cosa. La pintura roja que le habían pulverizado le estaba matando, y se estaba bebiendo una botella para no volverse loco. Era un tipo grande y fuerte, pero no tenía ninguna cualidad demoníaca en especial. Yo era uno de los pocos clientes. Había más moscas que personas allí dentro.
El charlatán de la entrada se me acercó:
—Me estoy muriendo de hambre desde que me robaste al verdadero. Supongo que lo exhibirás ahora en algún sitio, ¿no?
—Escucha —le dije—, daría cualquier cosa por poder devolvértelo. Yo sólo trataba de ser una buena persona.
—¿Ya sabes lo que les pasa a las buenas personas en este mundo, no?
—Sí, acaban recorriendo la Séptima Avenida y Broadway vendiendo gacetillas.
—Mi nombre es Ernie Jamestown —dijo—, cuéntamelo todo. Tengo una habitación ahí en la parte trasera.
Seguí a Ernie a la habitación. Entramos. Su mujer estaba sentada en la mesa bebiendo whisky. Levantó la mirada y me vio.
—Escucha, Ernie, si este bastardo va a ser el nuevo diablo, es mejor olvidarlo todo. Para eso es lo mismo presentar un triple suicidio —dijo.
—Tranquilízate —dijo Ernie— y pasa la botella.
Le conté a Ernie todo lo que había pasado. El escuchó con atención y luego dijo:
—Yo puedo quitártelo de encima. El tiene debilidades, dos debilidades esenciales: la bebida y las mujeres. Y otra cosa. No sé cómo ocurre, pero cuando está encerrado, como lo estaba en la celda de los borrachos o en la jaula de ahí fuera, pierde sus poderes sobrenaturales. Bien, vamos a sacarlo de tu casa.
Ernie se fue hacia el armario y sacó un manojo de cadenas y candados. Entonces cogió el teléfono y llamó a una tal Edna Hemlock. Edna nos esperaría dentro de veinte minutos en la esquina del bar Woody’s. Ernie y yo subimos a mi coche, paramos a comprar dos botellas de whisky en el almacén de licores, recogimos a Edna, y nos fuimos hacia mi casa.
Seguían en la cocina. Estaban monteándose como locos. Pero tan pronto como vio a Edna, el diablo se olvidó por completo de mi señora. La tiró fuera como a un par de medias rotas. Edna tenía de todo. Sus padres no habían cometido ni un solo error al concebirla.
—¿Por qué no bebéis los dos un poco y os conocéis mejor? —dijo Ernie poniendo un gran vaso de whisky delante de cada uno.
El diablo miró a Ernie.
—Eh, madre, tú eres el tío que me metió en la jaula, ¿no?
—Bah, olvídalo —dijo Ernie— lo pasado, pasado.
—¡Y un cuerno! —Le apuntó con su dedo y la línea de fuego surgió hacia Ernie; al instante ya no estaba allí.
Edna sonrió y cogió su whisky. El diablo hizo un gesto, cogió su vaso y se lo bebió de un trago.
—¡Magnífico! —dijo—. ¿Quién lo compró?
—Ese hombre que acaba de dejar la habitación hace un momento —dije.
—Oh.
El y Edna se sirvieron otro trago y empezaron a devorarse con los ojos. Entonces mi señora le dijo:
—¡Aparta tus ojos de esa zorra!
—¿Qué zorra?
—¡Ella!
—Tú bebe y cállate.
Señaló con el dedo a mi señora, hubo un pequeño chisporroteo y mi señora desapareció.
Entonces me miró:
—¿Y tú qué tienes que decir?
—Oh, yo soy el tío que te llevó las tenazas corta-alambres, ¿recuerdas? Estoy aquí para hacer los recados, traer las toallas y todo eso…
—Es agradable volver a disponer de mis poderes sobrenaturales.
—Sí, son muy útiles —dije yo— en cualquier caso, tenemos problemas de superpoblación…
Estaba comiéndose a Edna con los ojos. Estaba tan ciego que pude coger una de las botellas de whisky sin que se enterase. Agarré la botella, salí, subí a mi coche y regresé a la playa.
La mujer de Ernie seguía sentada en la habitación trasera. Se alegró al ver la botella. Serví dos vasos.
—¿Quién es el tío que tenéis ahora encerrado en la jaula? —pregunté.
—Oh, es del equipo de rugby de la universidad. Trata de ganarse un poco de dinero.
—Tienes unos pechos muy bonitos —le dije.
—¿De verdad? Ernie nunca me dice nada de mis pechos.
—Bebe. Es un whisky muy bueno.
Me acerqué hasta sentarme a su lado. Tenía unos muslos macizos y magníficos. Cuando la besé, no se resistió.
—Estoy tan cansada de esta vida —dijo—. Ernie ha sido siempre un negociero barato. ¿Tú tienes un buen trabajo?
—Oh, sí. Soy jefe de mozos de carga en el Drombo-Western.
—Bésame otra vez —dijo ella.
Me eché a un lado, me limpié y me tapé con la sábana.
—Si Ernie nos encuentra así nos matará —dijo ella.
—Ernie no nos va a encontrar. No te preocupes.
—Haces maravillosamente el amor —dijo— ¿pero, por qué conmigo?
—No entiendo.
—Quiero decir, en realidad ¿qué te hizo venir conmigo?
—Oh —dije— fue cosa del diablo.
Entonces encendí un cigarrillo, me tumbé de espaldas y expulsé un perfecto anillo de humo. Ella se levantó y fue hacia el baño. Pasó un minuto y oí sonar la cadena.
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