Calles salvajes

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Patricio Lynch, Osorno, Chile.
Diez boxeadores y tres rancheras.
Por Hugo Dimter P.
Fotos de Sebastián Cristóbal Henríquez.
Es medianoche en la calle Lynch de Osorno. Los perros y los borrachos se fondean entre los cartones buscando un calor inexistente, lejano, injusto para quienes no lo poseen. Como en una película de novela negra un Ford Falcon del 80 dobla en la esquina de Brasil y se estaciona lento. Toca la bocina y de un inmueble emergen unas mujeres quienes suben al carro.

– ¡Elegiste un mal lugar para buscar el amor!- grita una de las muchachas desde la ventanilla del auto y éste emprende carrera rumbo al sur.
– ¡Ándate a la chucha!- le responde un hombre a lo lejos.
Dos cervezas y una piscola cobra alguien a unos parroquianos que van al baño del bar esquivando a los gatos. ¿O tal vez los gatos los esquivan a ellos? Da lo mismo. En Osorno, y en calle Lynch a medianoche, todo da lo mismo.
Osorno ha detenido su caminar, menos en Lynch. Son las seis de la tarde y Lynch huele a vino, suena a rancheras. Los vendedores ambulantes gritan palabras extrañas. Lynch te deja knock out con sus boxeadores amateurs.
La calle Lynch, como la llaman algunos, es una especie de continuación de la arteria central de Osorno: Eleuterio Ramírez. Pero es una continuación hacia abajo, de la cintura hacia abajo. Si Ramírez es la cabeza y el tronco, Lynch es el bajo vientre y las piernas. Ramírez es una zona tradicionalmente alemana, organizada y respetable; Lynch es lo mestizo y mapuche, es la clase media que vende en sus negocios y es la baja que bebe en sus bares.
Pero ¿Quién diablos es Patricio Lynch? No olvidemos a Patricio Lynch. Fue un marino chileno justo y moderado, gallardo y aventurero que peleó en la Guerra del Pacífico, pero también en la del opio en China. Definitivamente la calle no le hace honor al almirante con su desorden y peregrina pobreza. Sin duda Lord Cochranne tuvo mejor suerte con su calle en Osorno.

Lynch te noquea
Mientras todos duermen él piensa que Cipriano es apellido de boxeadores del sur de Chile. Los púgiles Cipriano de La Unión, de Purranque, de Tril Tril, y los más temibles: los de Osorno… Unos verdaderos asesinos en serie.
¿Por qué piensa aquello en el lecho junto a su esposa que ronca distraída? Una  incógnita. Piensa en sus hijos que sueñan con osos de peluche con un final incierto ante el temor de que se los coman las huiñas.
El tipo continua pensando en apellidos: Gallardo, Villegas. Uribe es un apellido ilustre en los rings de Osorno. Rings sombrios y húmedos repletos de Uribes. Cuadriláteros alejados de toda modernidad pero con tradición y empuje porque si algo tienen los osorninos es empuje. También piensa que en Osorno hay poetas, y de los buenos porque ambas artes -box y poesía- se reproducen por generación espontánea . El tipo piensa en muchas cosas. Finalmente cae fuera de combate en el lecho.
Diez boxeadores trotan por el Club México al son de los gritos de un entrenador.
-¡Baje la cabeza! ¡Baje, la cabeza, por la chita!- grita el hombre a uno de sus pupilos que pelea entusiasmado. Julio Cortázar, o su hermano gemelo, está en una esquina viendo los ejercicios cual fanático espectro. A su lado una veintena de abuelos que besaron esa lona en tiempos remotos…
El Club México, de donde salió el glorioso Martín Vargas. Martín era mini mosca pero pegaba como mula. Al segundo round chao. Metía una mano y veías al rival caer como un saco de papás. Martín tenía un pequeño defecto: era bueno para el trago. Específicamente vino. Le gustaba el vino. Fue estafado por su promotor y sedado en su tercera pelea contra el japonés Yoko Gushiken en Kobe. Martín tuvo mala suerte: peleó contra los más grandes, un mexicano, Miguel Canto que era técnico y fiero. Y con Betulio Gonzalez, un venezolano con pegada a quien Martín tuvo al borde del knock out en Maracaibo pero no pudo definir…
Bueno, Martín salió de ese ring de calle Lynch hace más de 40 años con una mano atrás y otra adelante en busca de gloria y dinero en Santiago. Y vaya que lo logró. Tenía la fortuna en sus dedos, en sus brazos, en su corazón.
Después aparecerían en ese ring de calle Lynch Óscar Monzón Benavides y Carlos Ariel Uribe pero estos no le llegarían ni al cinto a Martín. En 1977, en su pelea de revancha acá en Santiago contra Canto, fue Pinochet al Estadio Nacional, habilitado para el combate mundial. El dictador llegó con su comitiva Dina que empezaba con Manuel  Contreras que era de Fresia y había sido comandante del regimiento Arauco de Osorno. Martín perdió por puntos y Pinochet se enojó. Por unos meses le quitó el saludo. Martín se declaró  chuncho y Pinochet, dicen, era colocolino. Pero los dos eran sureños: uno bueno, el otro malo. Años más tarde Pinochet indultaría a Martín luego que éste chocara borracho. Desde ese momento Martín lo llamaría per secula “mi general”.
La carne es triste
Hoy el bar El Viajero -mítico hasta hace unos años- ya no existe. Ahora se instaló una tienda de ropa americana donde los fantasmas visten a la moda. Muchos negocios celebres de los 80 y 90 han cerrado sus puertas, pero la calle mantiene la magia de antaño. Lynch no cambia y eso la hace interesante. La hace ser reflejo de ese Osorno húmedo, frío: rural y urbano. Una calle donde afuera de las shoperias los días domingos se ven las manchas de sangre de las peleas de choros, de los combates con los golletes de las botellas. De uno que otro balazo, cuando aparece un flaite afuerino que rompe los códigos de honor, porque en Lynch se pelea a cuchillo, o a combos. La sangre se ha suicidado en esta calle y queda esparcida. Nadie le presta atención. Nadie dice nada. Nadie llora. Solo en la noche alguien la advierte a la luz de la luna. Y ahora sí, la luna llora con chaparrones gruesos, con rabia.
Seamos sinceros: Nadie quiere vivir en Lynch, nadie salvo los que han vivido toda su vida en esa calle y han llegado a amarla; no como a una madre, sino como una amante que uno esconde para si mismo, con fines oscuros al comienzo, verdaderos al final. Gonzalo Rojas hubiese escrito Perdí mi juventud  paseando alrededor de sus salones. Carlos Pezoa Véliz retrataría un duelo mortal y Teillier se hubiese emborrachado con el vino osornino de sus mesas. Sin embargo nada de ello ocurrió y el silencio fue el único y mudo testigo. La calle Lynch – querámoslo o no- es un anciano con muletas que se dirige a una hospedería, no sin antes pasar a tomar la última caña. Y si Mallarmé viviera diría que “la carne es triste”  viendo a los vagabundos abandonados en las esquinas de Lynch borrachos de pena y de desolación. ¡Dios! Claro que esa carne es triste, e insultante. Tremendamente realista. Netamente osornina.
A la muerte le gustan las rancheras
Pedro Infante, José Alfredo Jiménez y Antonio Aguilar piden algo para comer antes de tocar para los borrachitos que lloran en la mesa. Los charros se dejan acompañar por dos músicos que portan un acordeón descolorido. Jorge Negrete y Miguel Acevez Mejía discuten en la barra por Lucha Reyes. Luis Aguilar ha bebido más de la cuenta pensando en su hijo. Un poco más allá la muerte mira a los parroquianos sin saber a quién abordar. “¿No tiene día libre esta condenada?” se pregunta el dueño al saludarla y la muerte le responde irónica que sí, que su día libre es el 30 de febrero.
Don Triviño, un pequeño agricultor de las afueras de Osorno ha vendido todos sus productos en la feria libre y en su calcetín guarda los billetes. Ha dejado diez mil pesos para tomar unos tragos en “ElBarquito”, uno de los locales de Lynch. En realidad son sólo ocho mil pues ha dejado dos mil para darle a su colectivero quien lo va a pasar a buscar en unas horas más para llevarlo a casa. Don Triviño pide su primera caña y escucha las rancheras, tal vez pensando en un viejo amor. La muerte lo mira desde la otra mesa pero él no le hace caso. No la va invitar una cerveza ni mucho menos. Que se joda la condenada muerte. Que busque otro idiota pues Don Triviño no le va a pagar sus vicios. A la muerte le gustan las rancheras. A Don Triviño las cuecas.
– ¿Quiere tomarse un copete? – le pregunta la muerte a Don Triviño.
-No, gracias. Mucho compromiso. Prefiero estar solo que mal acompañado- le responde Don Triviño.
– Haga lo que quiera- le sentencia la muerte enojada y pide otra cerveza.
Marejada en Lynch
Esto no es real, es un sueño. Un hombre sueña con marejadas.También sueña que diez marineros de Bahía Mansa han naufragado y su bote yace a la deriva en una tempestad desatada hace horas. Las fuerzas se les van y ellos lo único que desean es poder escribir una carta a sus seres queridos antes de morir. Algo inalcanzable como muchas cosas que nunca han logrado. Morirán en su ley: en el océano Pacifico. Van a ser alimento de los peces y de las jaibas. Pero antes de eso tratan de comunicarse espiritualmente con sus seres queridos. Algunos parecen ver sus rostros a lo lejos luego que las olas rompen. El milagro no se dará y la muerte es mala compañía.
El sueño continua: Uno de ellos recuerda una tomatera para un cumpleaños en el local “Los colihuitos” de Lynch. Y entre las putas gordas y los toneles de vino estaba aquella muchacha con rasgos mapuches. Era tan linda, y algunas veces sonreía con timidez.Tenía un color cobrizo como si toda su vida hubiese estado tirada al sol en la arena. Cuando él la sacó a bailar ella abrió los ojos y dijo “ya”. Las rancheras sonaron sin parar aquella tarde y los dos fueron felices pese a su pobreza y su inestable presente. Ambos se querían a rabiar, así que todo estaba bien.
Una ola gigante se alza ante sus ojos y cae como una muralla de agua. El hombre se va al fondo del mar, porque en el fondo del mar también hay una ciudad donde hay una calle llamada Lynch, una calle sin policías ni miseria, una ciudad donde las ballenas te prestan cien pesos y las toninas te llevan a casa. Una casa llena de cochayuyo y jaibas en la cama.
Pero el sueño no termina ahí. El hombre sueña que esa gran marejada invade calle Lynch con una ola gigante, una ola de veinte metros. El agua avanza de sur a norte y al final de la calle arroja a los diez marineros. Los hombres están muertos, azules, con rasguños, con pequeñas heridas sangrantes. Y de pronto, de las casas, sale toda la gente que habita esa calle. Hombres, mujeres, niños, los borrachos, los músicos, las putas, los vendedores, los boxeadores, y comienzan a arrojarles flores, pétalos de rosas, los más pobres margaritas, y un anciano comienza a gritar sus apellidos: Uribe, Fernández, Vargas, Gallardo, Cipriano, Triviño. Los músicos comienzan a tocar una marcha fúnebre, más bien una ranchera triste y pausada. El sueño finaliza.
Todos duermen en Osorno  menos él. La noche se va. La vida continua en Lynch.

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