HARUKI MURAKAMI
un relato de su nuevo libro
SAUCE CIEGO, MUJER DORMIDA
–Aquella ola estuvo a punto de engullirme una tarde de
septiembre cuando tenía diez años –empezó a decir, en voz
baja, el séptimo hombre.
Era el último a quien le tocaba hablar aquella noche. Las
agujas del reloj señalaban ya las diez. Los hombres, sentados
en círculo dentro de la habitación, podían distinguir, en la
hacia el oeste. El viento agitaba las hojas de los árboles del
jardín, hacía vibrar los cristales de las ventanas y, al fin, con
un chillido agudo como un silbato, se desplazaba a otro lugar.
–Era una ola gigantesca, muy distinta a las que había
visto hasta entonces –prosiguió el hombre.
»No logró, por muy poco, arrastrarme consigo. Pero, a
cambio, engulló lo que yo más quería y se lo llevó a otro
mundo. Y yo tardé muchísimo tiempo en volver a encontrarlo,
en poder recuperarlo. Un largo y precioso tiempo que
jamás me será devuelto.
El séptimo hombre aparentaba estar en la mitad de la
cincuentena. Era un hombre delgado. Alto, con bigote y
una pequeña pero profunda cicatriz en el rabillo del ojo
derecho, que podía haber sido producida por un cuchillo
pequeño. Llevaba el pelo corto, con algunas ásperas canas
aquí y allá. En el rostro del hombre se adivinaba la expresión
que la gente suele adoptar cuando tiene dificultades
para explicarse con claridad, pero, en su caso, aquella expresión
se adecuaba con tanta perfección a su rostro que parecía
que estuviera presente en él desde hacía mucho tiempo.
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Bajo la chaqueta de tweed gris llevaba una camisa lisa de
color azul. De cuando en cuando, el hombre se tocaba el
cuello de la camisa. Nadie conocía su nombre. Nadie sabía,
tampoco, a qué se dedicaba.
El séptimo hombre carraspeó. Y hundió sus palabras en
el silencio. Los demás esperaban, sin decir nada, a que prosiguiera
su relato.
–En mi caso fue una ola. No sé qué forma tomaría en el
suyo, por supuesto. Pero, en mi caso, accidentalmente fue una
ola. Aquello se presentó un día, de pronto, sin previo aviso,
bajo la fatídica forma de una ola gigantesca.
Nací en un pueblo de la costa, en la prefectura de S. El
pueblo es muy pequeño y es probable que ustedes no lo
hayan oído nombrar nunca. Mi padre era el médico del pueblo
y, durante mi infancia, jamás me faltó de nada. Desde
que tuve uso de razón me sentía muy unido a un amigo al
que le profesaba un enorme cariño. Se llamaba K. Vivía al
lado de casa y estaba en un curso por detrás del mío. Los
dos íbamos juntos al colegio y, a la vuelta, jugábamos también
juntos. Podría decirse que éramos como hermanos. A
pesar de que hacía mucho tiempo que nos conocíamos, no
nos habíamos peleado jamás. Yo tenía un hermano, pero
como era seis años mayor que yo, la relación con él no era
muy estrecha. Además, si les soy sincero, éramos muy distintos
de carácter y no nos llevábamos demasiado bien. En
definitiva, que sentía más amor fraternal hacia ese amigo
que hacia mi propio hermano.
K era delgado, blanco de tez, con unas facciones tan hermosas
como las de una niña. Sin embargo, tenía dificultades
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en el habla y le costaba expresarse. A los desconocidos podía
parecerles incluso un poco retrasado mental. Era muy frágil
y, por esa razón, tanto en la escuela como cuando jugábamos
a la salida, yo me había erigido en su protector. Porque
yo era más bien grande, se me daban bien los deportes y
todos me respetaban. Que yo prefiriera estar con K se debía,
básicamente, a la dulzura y bondad de su corazón. Su inteligencia
era normal, pero, a causa de sus dificultades orales,
sus notas no eran buenas y le costaba seguir el ritmo de las
clases. Sin embargo, para el dibujo tenía un talento excepcional
y, ya fuera con lápiz o con pinturas, hacía unos dibujos
tan hermosos y llenos de vida que incluso los profesores
se quedaban boquiabiertos. Había ganado muchos concursos
y había sido galardonado innumerables veces. Estoy
seguro de que hoy sería un pintor famoso. Le gustaba pintar
paisajes e iba con frecuencia a la playa que se hallaba cerca
de casa, no se cansaba de reproducir las vistas marinas. Yo
solía sentarme a su lado y contemplaba admirado los ágiles y
precisos movimientos de su pincel. Me maravillaba ver
cómo, en un instante, era capaz de crear unas formas y tonalidades
tan vivas sobre el lienzo blanco. Ahora me doy cuenta
de que lo suyo era puro talento.
Un mes de septiembre, un gran tifón asoló la región
donde yo vivía. Según la predicción meteorológica de la
radio, aquél tenía que ser el tifón de mayor envergadura de
los últimos diez años. Se suspendieron las clases y las tiendas
cerraron bien sus puertas metálicas en previsión. Desde
primeras horas de la mañana, mi padre y mi hermano tomaron
un martillo y clavos y fueron fijando todas las contraventanas
de la casa, y mi madre, de pie en la cocina, no paró
de cocer arroz para preparar onigiri.* Llenamos botellas y
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* Bolas de arroz rellenas de diversos alimentos. (N. de la T.)
cantimploras de agua y cada uno de nosotros metió sus
objetos más preciados dentro de una mochila, por si de
repente teníamos que refugiarnos en algún lugar. Para los
adultos, aquellos tifones que se presentaban casi cada año
eran una molestia y un peligro, pero para los niños, tan alejados
de la realidad de todo aquello, eran una especie de
espectáculo que nos producía una enorme excitación.
A primeras horas de la tarde, el cielo empezó a cambiar
rápidamente de color. Se tiñó de una serie de tonalidades
irreales. Yo salí al porche y estuve observándolo hasta que
el viento empezó a ulular y la lluvia comenzó a azotar la
casa con un extraño ruido seco, como si arrojaran puñados
de arena contra las paredes. Nuestra casa permanecía con
las contraventanas cerradas, sumida en la oscuridad, y toda
la familia se había reunido en una habitación con el oído
pegado a la radio. Por lo visto, la cantidad de agua que
había descargado el tifón no era mucha, pero los daños
provocados por el vendaval eran muy grandes. El fuerte
viento había levantado los tejados de la mayoría de las
casas y había hecho zozobrar un gran número de barcas.
También habían fallecido, o resultado gravemente heridas,
muchas personas al ser alcanzadas por pesados objetos que
volaban por los aires. El locutor advertía, una y otra vez,
que no saliéramos de casa bajo ningún concepto. A causa
del fuerte viento, la casa rechinaba como si una mano
gigantesca la sacudiera. De cuando en cuando se oía cómo
algunos objetos pesados golpeaban con estrépito las contraventanas.
Mi padre dijo que tal vez fueran tejas que
habían salido despedidas de los tejados. Pendientes de las
noticias de la radio, almorzamos los onigiri y el tamagoyaki*
que había preparado mi madre y esperamos con paciencia
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* Especie de tortilla. (N. de la T.)
a que el tifón pasara por encima de nuestras cabezas y se
fuera.
Pero el tifón no acababa de pasar de largo. Según la
radio, al llegar a la prefectura de S había disminuido bruscamente
la velocidad y, por entonces, se dirigía despacio hacia
el nordeste a una velocidad equivalente a la de un hombre a
la carrera. El viento rugía, incansable, haciendo volar todo
cuanto se hallaba en la superficie de la tierra y arrastrándolo
hasta el fin del mundo.
Debía de hacer una hora, aproximadamente, que había
empezado a soplar el viento. De repente, todo se sumió en
el silencio. No se oía nada. Incluso llegó de alguna parte el
canto de los pájaros. Mi padre entreabrió la contraventana y
atisbó por la rendija. El viento había amainado y ya no llovía.
Los grises nubarrones iban desapareciendo despacio.
Entre los jirones de nubes empezó a asomar el cielo azul.
Los árboles del jardín, empapados de lluvia, dejaban que el
agua goteara desde sus ramas.
–Ahora estamos en el ojo del tifón –me explicó mi
padre–. Durante un rato, unos quince o veinte minutos más
o menos, continuará la calma. Luego volverá a desencadenarse
la tempestad, igual que antes.
Le pregunté a mi padre si podía salir afuera. Me respondió
que sí, a condición de que no me alejara mucho.
–Pero al primer soplo de viento vuelve corriendo a casa
–me dijo–.
Yo salí y miré a mi alrededor. Parecía increíble que hasta
hacía unos pocos minutos hubiera estado rugiendo la tormenta.
Alcé la vista al cielo. Me dio la impresión de que flotaba
en él un enorme «ojo» que nos miraba con frialdad.
Aunque no había nada semejante, por supuesto. Nosotros
sólo nos encontrábamos dentro de una calma fugaz creada
en el núcleo de un remolino de presión atmosférica.
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Mientras los adultos rodeaban sus casas comprobando si
el tifón había ocasionado algún desperfecto en ellas, yo me
encaminé solo hacia la playa. El viento había arrancado y
hecho volar por los aires muchas ramas que ahora estaban
en mitad del camino. También había arrojadas por el suelo
gruesas ramas de pino que un adulto no habría podido
levantar solo. Había fragmentos de tejas por todas partes. Y
coches con grandes grietas en los cristales debidas al impacto
de alguna piedra. Incluso había una caseta de perro que
había venido rodando de no se sabía dónde. Al ver todo
aquello uno podía pensar que una gran mano se había
extendido desde el cielo y había provocado el caos en la
superficie de la tierra. Cuando iba andando por el camino,
K me vio y salió afuera. Me preguntó que adónde iba. Al
responderle que me acercaba un momento a la playa, K me
siguió sin decir nada. Tenía un perrito blanco que también
empezó a corretear detrás de nosotros.
–Al primer soplo de viento nos volvemos corriendo a
casa –le dije, y K asintió en silencio.
El mar estaba a doscientos metros de casa. Había un malecón
tan alto como yo ahora y tuvimos que subir las escaleras
para bajar a la playa. Todos los días íbamos a jugar allí y
conocíamos cada rincón de la arena. Pero, en el ojo del tifón,
todo era distinto. El color del cielo, el color del mar, el rumor
de las olas, el olor de la brisa, la amplitud del paisaje. En aquella
playa, todo había cambiado. Nos sentamos en el malecón
y permanecimos unos instantes contemplando la escena en
silencio. Pese a hallarse en medio del tifón, el mar parecía una
balsa de aceite. La línea de la costa se había adentrado en el
mar. La blanca arena se extendía hasta donde alcanzaba la
vista. Ni siquiera con la marea baja retrocedían tanto las
aguas. La playa estaba tan vacía que recordaba una enorme
estancia de la que hubieran sacado todos los muebles. Obje-
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tos de diversa índole que habían llegado flotando a la deriva
se alineaban en la orilla formando una especie de cinturón.
Bajé del rompeolas, empecé a andar por la seca orilla
estudiando con atención todo aquello. Juguetes de plástico,
sandalias, láminas de madera que parecían haber formado
parte de algún mueble, ropa, una botella de forma curiosa,
una caja de madera con una inscripción en una lengua
extranjera, cosas cuya naturaleza era imposible de determinar,
todo se extendía hasta donde alcanzaba la vista como si
fuera el escaparate de una pastelería. Probablemente, las
altas olas levantadas por el tifón habían transportado todo
aquello, hasta allí, desde muy lejos. Cuando veíamos algo
que nos llamaba la atención, lo cogíamos y lo estudiábamos
con detenimiento. El perro de K permanecía a nuestro lado
agitando el rabo y olisqueando cada una de las cosas que
encontrábamos.
No creo que permaneciéramos allí más de cinco minutos.
Sin embargo, a la que nos dimos cuenta, las olas ya habían
alcanzado el punto donde nos encontrábamos. Las
olas, en silencio, sin previo aviso, alargaban furtivamente la
resbaladiza punta de su lengua hacia nuestros pies. Nunca
hubiera podido imaginar que el oleaje se acercara con tanto
sigilo, de un modo tan repentino. Yo había crecido al lado
del mar y conocía sus peligros. Era consciente de la imprevisible
violencia de sus embates y, por lo tanto, los dos íbamos
con grandes precauciones y nos manteníamos en un lugar
que se podía considerar seguro, muy alejados de donde rompían
las olas. Pero éstas, en un momento dado, sin que lo
advirtiéramos, habían llegado a unos escasos diez centímetros
de nuestros pies. En aquel momento, el oleaje retrocedía
de nuevo, con sigilo. Aquellas olas no volvieron. Las que
vinieron a continuación nada tenían de amenazador. Eran
unas olas que bañaban dulcemente la orilla. Pero el terrible
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infortunio que se ocultaba en ellas, parecido al tacto de la
piel de un reptil, hizo que un escalofrío me recorriera la
espalda. Era un terror injustificado. Pero auténtico. De
forma instintiva, percibía que estaban vivas. No me cabía
duda. Podía asegurar que aquellas olas tenían vida. Aquellas olas
me habían avistado a mí y ahora se disponían a engullirme.
Como un enorme carnívoro que me acechara, conteniendo
el aliento, en medio de la pradera, soñando con el instante
en que me clavaría sus afilados colmillos y me devoraría.
«¡Tenemos que escapar!», me dije.
Me dirigí a K y le dije: «¡Vámonos!». K estaba a unos
diez metros, de espaldas a mí, acuclillado sobre algo. Yo
creía haber gritado, pero parecía que mi voz no había llegado
a sus oídos. O quizás él estuviera tan absorto en lo que
había encontrado que no me había oído. Solía sucederle.
Cuando se entusiasmaba por algo, se olvidaba de cuanto lo
rodeaba. O quizás es que mi voz no había sido tan potente
como yo pensaba. Me acuerdo muy bien de que no la había
reconocido como mía. Me había parecido que pertenecía a
otra persona.
Entonces oí un rugido. Tan fuerte que hacía temblar el
suelo. No. Antes del rugido oí otro ruido diferente. Una
especie de extraño goteo, como si grandes cantidades de agua
estuvieran saliendo por un agujero. Ese goteo continuó por
unos instantes, cesó y luego llegó, entonces sí, aquel bramido
siniestro. Pero K siguió sin levantar la cabeza. Estaba
inmóvil, en cuclillas, contemplando algo que se encontraba
a sus pies. Se hallaba totalmente absorto en ello. K no debía
de haberlo oído. No comprendo cómo pudo no percibir
aquel estruendo que hacía vibrar el suelo. O quizá yo fuese
el único en oírlo. Sonará raro, pero es posible que fuera un
ruido de una naturaleza especial que únicamente yo podía
percibir. Lo digo porque ni siquiera el perro de K, que estaba
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allí, parecía haberlo captado. Y los perros, como ustedes
sabrán, son seres particularmente sensibles a los ruidos.
Decidí acercarme corriendo a K y arrastrarlo fuera de allí.
Era lo único que podía hacer. Yo sabía que se acercaba una
ola y K no lo sabía. Pero me encontré con que mis pies
corrían en una dirección completamente distinta a mis decisiones.
Yo me estaba dirigiendo al malecón, estaba huyendo solo.
Creo que lo que me hizo obrar de ese modo fue el terrible
pánico que sentía. El pánico había sofocado mi voz y, en
aquel momento, movía mis piernas a su antojo. Corrí dando
traspiés por la blanda arena, llegué al malecón y desde allí
llamé a K.
«¡Cuidado! ¡Que viene una ola!», esta vez el grito no se
ahogó en mi garganta. Había dejado de oírse el bramido. K,
finalmente, me oyó y alzó la cabeza. Pero ya era demasiado
tarde. En aquel instante, una gigantesca ola se erguía hacia
lo alto como una enorme serpiente y se disponía a atacar.
Era la primera vez en mi vida que veía una ola tan horrenda.
Era tan alta como un edificio de tres plantas. Y, sin un sonido
(al menos yo no recuerdo que lo hubiera y en mi memoria
siempre avanza en silencio), se alzó a las espaldas de K,
tan alta que tapaba el cielo. K miraba hacia mí sin comprender
qué estaba sucediendo. Luego, como si se hubiera dado
cuenta de algo, se dio la vuelta de súbito. Intentó huir. Pero
ya no había escapatoria posible. Un instante después, la ola
ya lo había engullido. Fue como si hubiera chocado de frente
con una locomotora cruel que corriera a toda máquina.
Con estruendo, dividida en innumerables brazos, la ola
rompió de forma salvaje contra la arena y un mar de salpicaduras
voló por los aires, como producto de una explosión, y
alcanzó el malecón donde yo me encontraba. Refugiado
detrás del malecón, dejé que las salpicaduras me pasaran por
encima. Aquella rociada de agua que había sobrepasado el
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rompeolas sólo alcanzó a mojarme la ropa. Luego, subí apresuradamente
a lo alto del malecón y dirigí la mirada hacia el
mar. Las olas habían rotado sobre sí mismas y, en aquel
momento, retrocedían llenas de energía hacia alta mar con
un rugido salvaje. Parecía que, en el fin del mundo, alguien
estuviera tirando con todas sus fuerzas de una gigantesca
alfombra. Agucé la vista, pero la silueta de K no se veía por
ninguna parte. Tampoco se veía el perrito. Las olas habían
retrocedido de golpe hasta tan lejos que daba la impresión
de que el mar se hubiera secado y que, de un momento a
otro, fuera a aflorar todo el fondo del océano. Me quedé
petrificado en lo alto del malecón.
Había vuelto la calma. Un silencio tan desesperado
como si le hubiesen arrebatado los sonidos a la fuerza. La
ola se había ido muy lejos llevándose a K. ¿Qué debía hacer
yo? No lo sabía. Contemplé la posibilidad de bajar a la
playa. Quizá K estuviera allí enterrado en la arena. Pero me
lo pensé mejor y no me aparté del malecón. Sabía por experiencia
que, tras una gran ola, suelen venir dos o tres más.
No recuerdo cuánto tiempo transcurrió. Creo que no demasiado.
Diez o veinte segundos a lo sumo. En cualquier caso,
tal como había previsto, las olas volvieron. Igual que antes,
aquel estruendo hizo temblar con furia el suelo. Y, una vez
hubo desaparecido, otra ola no tardó en erguir su enorme
cabeza. Exactamente igual que antes. Ocultó el cielo y se
levantó ante mis ojos como una pared de roca mortal. Pero
esta vez no huí. Me quedé paralizado en lo alto del rompeolas,
como embrujado, esperando inmóvil a que atacara. Me
daba la sensación de que, como K había sido atrapado, ya
no tenía ningún sentido escapar. No. Quizá sólo estuviera
petrificado a causa de aquel pánico abrumador. No recuerdo
bien cuál de las dos cosas me pasó.
La segunda ola no fue menor que la primera. No. Fue in-
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cluso mayor. Se fue acercando hasta reventar despacio,
distorsionándose la forma, por encima de mi cabeza, como
cuando se desploma una pared de ladrillo. Era tan grande
que no parecía una ola real. Se diría que era algo completamente
distinto que había adoptado la forma de ola. Algo distinto
con forma de ola que procedía de otro mundo muy lejano.
Lleno de resolución, aguardé el instante de ser engullido por
las tinieblas. Mantuve los ojos bien abiertos. Recuerdo que,
en aquellos momentos, oía cómo me latía el corazón con
fuerza. Sin embargo, en cuanto llegó frente a mí, la ola perdió
de repente todo su vigor, como si se le hubieran agotado
las fuerzas, y se quedó suspendida en el aire. Duró apenas
unos instantes, pero la ola, rota, permaneció inmóvil justo en
aquel punto. Y en la cresta, dentro de su lengua transparente
y cruel, distinguí con toda claridad la figura de K.
Tal vez a algunos de ustedes les resulte difícil creer lo que
les estoy diciendo. No me extraña. A decir verdad, también a
mí, incluso hoy, me cuesta hacerme a la idea de cómo pudo
suceder una cosa semejante. Tampoco puedo explicarlo. Pero
no fue ni una fantasía ni una alucinación. Ocurrió de verdad,
tal como se lo estoy contando. En la punta de la ola, como si
estuviese encerrado en una cápsula transparente, flotaba, vuelto
hacia un lado, el cuerpo de K. Y no sólo eso. K miraba
hacia mí y me sonreía. Ante mis ojos, al alcance de mi mano,
estaba el rostro de mi mejor amigo, a quien las olas acababan
de engullir. No cabía la menor duda. Él me miraba y sonreía.
Pero no era una sonrisa normal. La boca de K se abría en una
amplia sonrisa maliciosa que se extendía, literalmente, de
oreja a oreja. Y su par de frías y congeladas pupilas permanecían
fijas en mí. Entonces me tendió la mano derecha. Como
si quisiera asírmela y arrastrarme consigo a aquel otro mundo.
Por muy poco, su mano no logró agarrar la mía. Luego volvió
a esbozar una sonrisa, aún más amplia que la anterior.
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Por lo visto, perdí el conocimiento. Al recobrarlo, me
encontré tendido en una cama, en el consultorio de mi
padre. Cuando abrí los ojos, la enfermera salió a toda prisa a
avisar a mi padre y éste acudió corriendo. Me cogió la
mano, me tomó el pulso, me observó las pupilas, me puso la
mano en la frente, me tomó la temperatura. Intenté mover
la mano, pero me fue imposible levantarla. El cuerpo me
ardía y estaba tan aturdido que no lograba hilvanar las ideas.
Al parecer, una altísima fiebre me había consumido durante
varios días. «Has estado tres días durmiendo sin parar», me
dijo mi padre. Un vecino que lo había visto todo desde lejos
había cogido en brazos mi cuerpo desfallecido y lo había llevado
a casa. Mi padre me contó también que las olas se
habían tragado a K y que no había ni rastro de él. Quise
decirle algo a mi padre. Necesitaba decirle algo. Pero mi lengua
estaba hinchada, paralizada. No me salían las palabras.
Tenía la sensación de que otro ser vivo habitaba dentro de
mi boca. Mi padre me preguntó cómo me llamaba. Intenté
recordar mi nombre, pero, antes de lograrlo, volví a perder
la conciencia y me hundí en las tinieblas.
Permanecí en cama alrededor de una semana tomando
alimento líquido. Vomité muchas veces, deliraba. Mi padre
temía muy en serio que mi mente no pudiera recuperarse
jamás del violento golpe sufrido, ni de las altas fiebres. Cosa
que en verdad, dado el grave estado en el que me encontraba,
no hubiera sido nada extraño. Sin embargo, físicamente
al menos, logré recuperarme. En unas semanas pude reanudar
la vida de antes. Empecé a ingerir comida normal, estuve
en situación de ir a la escuela. Lo que no quiere decir que las
cosas volvieran a ser como antes.
El cadáver de K no apareció jamás. Tampoco el del perri-
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to. Los cuerpos de las personas que se ahogaban en aquella
parte de la costa solían ser arrojados unos días después por
las corrientes marinas a una pequeña ensenada que se
encontraba hacia el este, pero el cuerpo de K jamás apareció.
Las olas levantadas por aquel tifón habían sido tan descomunales
que, posiblemente, se hubiesen llevado el cadáver
mar adentro y era imposible que regresara a la costa. Tal vez
se hubiese hundido en las profundidades marinas donde se
había convertido en alimento de los peces. La búsqueda del
cuerpo de K, en la que participaron todos los pescadores de
la zona, se alargó durante mucho tiempo, pero un día, por
supuesto, terminó. Como faltaba el cuerpo, el funeral no se
celebró íntegramente. Los padres de K casi enloquecieron de
dolor y todos los días vagaban sin rumbo por la playa o bien
se encerraban en su casa y recitaban sutras.
Sin embargo, pese al terrible golpe que habían sufrido, los
padres de K no me reprocharon ni una sola vez que hubiese
llevado a su hijo a la playa en medio del tifón. Porque sabían
muy bien que yo siempre había querido y protegido a K como
si fuera mi hermano pequeño. Mis padres, a su vez, intentaban
no mencionar el incidente delante de mí. Pero yo lo sabía.
Que si lo hubiese intentado, habría podido salvar a K. Habría
podido correr junto a él y arrastrarlo hasta el lugar donde no
llegaban las olas. Quizá no me hubiera sobrado ni siquiera un
segundo, pero resiguiendo todo el proceso dentro de mi
memoria cabía pensar que hubiera sido posible. Pero yo, tal
como he mencionado antes, poseído por aquel pánico abrumador,
había huido solo y abandonado a K a su suerte. Que
los padres de K no me reprocharan nada y que nadie en mi
presencia tocara el tema, como si fuera un tumor, me atormentaba
más aún. Me costó mucho reponerme anímicamente de
aquel golpe. Y me pasaba los días sin ir a la escuela, sin comer
apenas, tendido en la cama con la mirada clavada en el techo.
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Me veía incapaz de olvidar a K, recostado en la cresta de
la ola, sonriéndome maliciosamente. Aquella mano que me
tendía invitadora, cada uno de sus dedos, estaba grabada en
el fondo de mi cabeza. Y cuando me dormía, su cara y su
mano aparecían en mis sueños como si me hubiesen estado
aguardando con impaciencia. En mis sueños, K salía fuera
de su cápsula de un salto, me agarraba fuertemente la muñeca
y me arrastraba hacia el interior de la ola.
También tenía otro sueño. Yo estaba bañándome en el
mar. Era una tarde soleada de verano y yo nadaba indolentemente
dando brazadas por mar abierto. El sol me abrasaba
la espalda y el agua me envolvía de un modo muy placentero.
Pero, en un momento dado, alguien, dentro del agua, me
agarraba el pie derecho. Sentía el tacto gélido alrededor de
mi tobillo. Me asía con tanta fuerza que yo no podía soltarme.
Me arrastraba bajo el agua. Y allí estaba el rostro de K.
Igual que entonces, K mostraba una amplia sonrisa maliciosa
que le llegaba de oreja a oreja y mantenía los ojos clavados
en mí. Yo intentaba soltar un grito. Pero la voz se ahogaba
en mi garganta. Sólo tragaba agua. Y el agua iba llenando
mis pulmones…
Me despertaba en las tinieblas con un alarido, anegado
en sudor, sin poder respirar.
A finales de aquel año les pedí a mis padres que me dejaran
marchar del pueblo lo antes posible. No podía seguir
viviendo en la playa donde K había sido tragado por las olas
ante mis propios ojos y donde, como ellos sabían, cada
noche me asaltaban las pesadillas. Quería alejarme, aunque
sólo fuese un poco, de allí. Si no lo hacía, acabaría volviéndome
loco. Mi padre atendió a mis razones y lo dispuso
todo para que pudiera irme del pueblo. En enero me trasla-
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dé a la prefectura de Nagano y allí empecé a ir a la escuela.
La casa natal de mi padre se hallaba en Komoro y mi familia
me dejó vivir en ella. Allí acabé la enseñanza primaria,
empecé secundaria y, luego, pasé al instituto. Durante las
vacaciones no volvía a casa. Mis padres venían a verme de
vez en cuando.
Sigo viviendo en Nagano. Me licencié en ciencia e ingenieria
por la universidad de la ciudad de Nagano y entré a
trabajar en una fábrica de maquinaria de precisión de la
zona, donde todavía sigo. Trabajo igual que todo el mundo
y llevo una vida normal. Tal como ustedes pueden observar,
en mí no hay nada extraño. Nunca he sido una persona muy
sociable, pero me gusta mucho ir a la montaña y tengo
varios buenos amigos con quienes comparto esta afición.
Poco después de abandonar mi pueblo, dejé de sufrir
pesadillas con la frecuencia de antes. Lo que no significa que
desaparecieran del todo. Llamaban de vez en cuando a mi
puerta como un cobrador. Cuando parecía a punto de olvidarlas,
me visitaban de nuevo. Siempre, absolutamente
siempre, se trataba del mismo sueño. Idéntico hasta en los
menores detalles. Cada vez me despertaba con un alarido.
Con el futón empapado en sudor.
Ésa es probablemente la razón de que no me casara. Porque
no quería despertar a quien tuviera a mi lado con mis
alaridos a las dos o las tres de la madrugada. A lo largo de mi
vida me he enamorado de algunas mujeres. Pero jamás he
pasado la noche con una sola. El pánico se me había metido
hasta la médula y me era completamente imposible compartirlo
con alguien.
En definitiva, me pasé más de cuarenta años sin volver a
mi pueblo, sin acercarme a aquella playa. No únicamente a
aquella playa, sino al mar en general. Porque tenía miedo de
que, si iba al mar, me sucediera lo mismo que en mis sue-
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ños. A mí me encantaba nadar, pero desde entonces había
dejado, incluso, de nadar en la piscina. Tampoco ponía los
pies en ríos profundos ni en lagos. Evitaba subir a cualquier
barco. Jamás había viajado en avión para ir al extranjero.
Pero, a pesar de ello, no podía alejar de mi mente la imagen
de que me moría ahogado en alguna parte. Ese negro presagio
me había agarrado la conciencia, como la helada mano
de K en mis sueños, y no la soltaba.
Volví a pisar por primera vez la playa donde desapareció
K en la primavera del pasado año.
El año anterior, mi padre había muerto de cáncer y mi
hermano mayor había vendido la casa para disponer de
capital; y al vaciar el trastero encontró, metidas en una caja
de cartón, mis pertenencias de cuando yo era pequeño y me
las envió a Nagano. La mayoría eran objetos que no valían
la pena, pero, entre ellos, encontré unas pinturas que K
había hecho y que me había regalado. Posiblemente, mis
padres me las hubiesen guardado como recuerdo. Pero a mí,
el terror me dejó sin aliento. Me dio la sensación de que, a
través de aquellas pinturas, el espíritu de K resucitaba ante
mis propios ojos. Decidí deshacerme de ellas de inmediato,
volví a envolverlas en el fino papel y las metí dentro de la
caja. Sin embargo, fui incapaz de tirarlas. Tras unos días de
vacilaciones, volví a abrir el papel y tomé con resolución las
pinturas en la mano.
La mayoría eran paisajes, y el mar, la arena, los pinos y
las calles del pueblo que yo conocía aparecían pintados con
aquel colorido tan nítido propio de K. Resultaba asombroso
comprobar cómo los colores de las pinturas habían conservado
toda su brillantez y cómo se mantenía intacta aquella
impresión tan viva que me habían producido en el pasado.
Mientras las sostenía en la mano y las iba mirando, me
embargó una gran añoranza. Aquellas pinturas estaban eje-
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cutadas con mayor destreza y poseían una calidad artística
aún mayor de lo que yo recordaba. En aquellos dibujos se
traslucían los sentimientos más profundos de K. Reconocí
con toda claridad, como si fueran míos, los ojos con los que
él miraba el mundo que lo rodeaba. Contemplando aquellas
pinturas, fui recordando vívidamente cada una de las cosas
que había hecho junto a K, cada uno de los lugares que
había visitado con K. Sí. Aquéllos eran también los ojos de
mi propia infancia. Aquellos días junto a K, hombro con
hombro, ambos contemplábamos el mundo con una mirada
idéntica, llena de vida y sin una nube que la empañara.
Todos los días, al volver de la empresa, tomaba asiento
frente a la mesa, cogía cualquiera de las pinturas de K y la
contemplaba. Hubiera podido quedarme mirándola para
siempre. En ellas estaban presentes los añorados paisajes de
mi infancia que yo me había obstinado en apartar de mi
memoria durante tanto tiempo. Al mirar aquellas pinturas
podía sentir cómo algo se iba infiltrando en silencio dentro
de mi cuerpo.
Y un día, tal vez habría transcurrido una semana, se me
ocurrió de súbito. Que quizás había estado equivocado durante
todos aquellos años. K, tendido en la punta de aquella ola, tal
vez no me mirara con odio o resentimiento, quizá no desease
arrastrarme a ninguna parte. Es posible que su sonrisa maliciosa
no hubiera sido tal, sino una mera impresión producida
por algo y que K, en aquellos momentos, ya estuviese
inconsciente. O también era posible que K estuviera sonriéndome
dulcemente por última vez, que estuviera anunciándome
su despedida eterna. El violento odio que había
creído descubrir en su expresión había sido sólo producto
del profundo pánico que me dominaba en aquellos instantes.
Cuanto más observaba, hasta el mínimo detalle, las pinturas
que K había hecho en el pasado, más me reafirmaba en
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mi opinión. Podías mirarlas tanto como quisieras, pero en
las pinturas de K era imposible descubrir algo más que un
alma pura y pacífica.
Después permanecí allí sentado, inmóvil, durante largo
tiempo. El sol se ponía y las pálidas tinieblas del atardecer
fueron envolviendo lentamente la estancia. Pronto llegó el
profundo silencio de la noche. Ésta avanzó sin fin hasta que,
para equilibrar el gran peso de tinieblas acumuladas, llegó el
amanecer. El nuevo sol tiñó el cielo de una tonalidad rojiza,
los pájaros se despertaron y empezaron a cantar.
Entonces decidí que tenía que volver a mi pueblo. Sin
pérdida de tiempo.
Puse cuatro cosas dentro de una bolsa de viaje, llamé a la
empresa diciéndoles que un asunto urgente me impedía acudir
al trabajo, tomé el tren y me dirigí al pueblo donde había
nacido.
Mi pueblo ya no era el tranquilo pueblo costero que
recordaba. Durante el periodo de expansión económica de
los sesenta había crecido en los alrededores una ciudad
industrial y el paisaje había experimentado una transformación
enorme. Delante de la estación, donde antes había únicamente
una tienda de regalos, ahora se alineaban bloques
de tiendas y el único cine de la ciudad se había convertido
en un supermercado. También mi casa había desaparecido.
La habían derruido unos meses atrás y, en su lugar, sólo quedaba
un solar desnudo. Los árboles del jardín habían sido
talados en su totalidad y en la tierra negruzca sólo crecían,
aquí y allá, hierbajos. Tampoco estaba la vieja casa donde
vivió K. En su lugar había un aparcamiento de hormigón
donde se alineaban los turismos y las furgonetas. Pero no me
dolió. Porque aquel pueblo hacía mucho tiempo que ya no
era el mío.
Caminé hasta la playa, subí las escaleras del malecón. Al
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otro lado, exactamente igual que en el pasado, se extendía,
amplio, sin trabas, el mar. Un vasto mar. Y a lo lejos se distinguía
la línea del horizonte. También la playa continuaba
igual que antes. En ella se extendía la arena como antes,
rompían las olas como antes, la gente seguía paseando por la
orilla como antes. Eran más de las cuatro y los dulces rayos
de sol de última hora de la tarde lo envolvían todo. El sol,
como si estuviera sumido en profundas reflexiones, iba descendiendo
despacio hacia el oeste. Me senté en la arena, dejé
la bolsa a un lado y me quedé contemplando el paisaje en
silencio. Era una vista verdaderamente dulce y apacible.
Mirándola, resultaba imposible imaginar que alguna vez
hubiera venido un gran tifón y que las altas olas me hubiesen
arrebatado a un amigo irreemplazable. Tampoco debía
de quedar casi nadie que recordara aquel suceso ocurrido
cuarenta años atrás. Parecía que todo fuera una ilusión mía,
creada por mi mente hasta en los mínimos detalles.
A la que me di cuenta, de pronto, las profundas tinieblas
de mi interior ya habían desaparecido. Se habían marchado
tan súbitamente como habían venido. Me alcé despacio de
la arena. Me dirigí a la orilla y, sin arremangarme siquiera los
pantalones, me adentré tranquilo en el mar. Y, con los zapatos
puestos, dejé que las olas me lamieran los pies. Como si
fuera una reconciliación, aquellas olas, idénticas a las de
cuando era niño, se deshacían dulcemente contra mis pies
llenas de nostalgia, tiñendo de negro mi ropa y mis zapatos.
Varias olas se acercaron apacibles, abriendo un intervalo
entre una y otra, y luego se fueron. La gente que pasaba me
miraba con extrañeza, pero a mí no me importaba en absoluto.
Sí. Después de tanto tiempo, yo había conseguido llegar
hasta allí.
Alcé la mirada al cielo. Unas pequeñas nubes grises parecidas
a copos de algodón flotaban en él. No había un solo
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soplo de viento y parecía que las nubes permanecieran clavadas
en el mismo lugar. No puedo expresarlo con claridad,
pero me daba la impresión de que aquellas nubes estaban
suspendidas en el cielo exclusivamente para mí. Me acordé
del momento en que había alzado la mirada al cielo, aquel
día cuando aún era niño, buscando el gran ojo del tifón. En
aquel instante, el eje del tiempo rechinó con fuerza. Cuarenta
años se desplomaron en mi interior como una casa medio
podrida y el viejo tiempo y el nuevo se mezclaron dentro de
un único torbellino. A mi alrededor se apagaron todos los
ruidos, la luz tembló. Perdí el equilibrio y me desplomé dentro
de la ola que se acercaba. El corazón me latía con fuerza
en el fondo de la garganta y perdí la sensibilidad de manos y
pies. Permanecí largo tiempo tendido en esa posición. No
podía levantarme. Pero no tenía miedo. No. No había nada
que temer. Aquello ya había pasado.
A partir de entonces no he tenido más sueños espantosos.
No he vuelto a despertarme con un alarido en plena
noche. Ahora me dispongo a iniciar una nueva vida. No. Tal
vez sea demasiado tarde para ello. Tal vez sea muy poco el
tiempo que me queda en el futuro. Pero, aunque así sea, me
siento agradecido por haber sido salvado, al final, de ese
modo, por haber experimentado una recuperación. Sí. Porque
yo tenía muchas posibilidades de acabar mi vida sin
haber recibido la salvación, alzando un triste lamento dentro
de las tinieblas del pánico.
El séptimo hombre permaneció unos instantes en silencio
mirando a quienes lo rodeaban. Nadie dijo una palabra.
Ni siquiera se los oía respirar. Nadie cambió de postura.
Todos esperaban a que el séptimo hombre prosiguiera. El
viento había cesado por completo y, en el exterior, no se oía
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nada. El hombre volvió a tocarse el cuello de la camisa buscando
las palabras.
–A mí me parece que lo verdaderamente temible en esta
vida no es el pánico en sí mismo –dijo el hombre unos instantes
después–. El miedo existe. Eso es indudable. Se nos
muestra bajo distintas formas y, a veces, domina nuestras
vidas. Pero lo más temible de todo es dar la espalda a ese
miedo y cerrar los ojos. Actuando de esta manera acabamos
cediéndole a algo lo más valioso que hay en nuestro interior.
En mi caso…, ese algo fue una ola.
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Libros de Haruki Murakami
en Tusquets Editores
ANDANZAS
Crónica del pájaro
que da cuerda al mundo
Sputnik, mi amor
Al sur de la frontera, al oeste del Sol
Tokio blues
Norwegian Wood
Kafka en la orilla
Sauce ciego, mujer dormida