Por Mariela Isabel Ríos Ruiz-Tagle
No rehúyo darte la mano que desde tan lejos me pedís. Pero lo que puedo decirte en una carta vale muy poco, a veces menos que lo que podría animarte con una mirada, con un café que tomáramos juntos, con alguna caminata en este laberinto de Buenos Aires. (“Querido y remoto muchacho”, Ernesto Sabato)
Mi queridísimo don Ernesto, usted sabe cuánto lo recuerdo, a cada instante en esta tierra adolorida y fugaz, y me duele el alma dejar fluir la tinta y escribirle esta última esquela con destino a la eternidad. Pero lo haré, con nostalgia, con mucho respeto y amor, y con mucha gratitud por haberme brindado años, minutos, segundos maravillosos de su tiempo a mi pequeña vida.
Lentamente me voy remontando al pasado intentando unir pensamientos.
Vuelvo al comienzo de nuestra relación, la de una joven muchacha que escribe poemas y cuentos con un personaje célebre de las letras mundiales, que derivará a la relación epistolar de una indeleble y sólida amistad entre dos seres humanos.
Yo ya había leído “El túnel”, una gran obra maestra, quedando con muchas interrogantes atragantadas en mi ser, pero cuando apareció “Sobre héroes y tumbas”, la leí rápidamente, caminé por los pasillos del antiguo Pedagógico con ella en mis manos conversando con amigos y compañeros, fue una Biblia para mí. Cada uno de sus personajes, Alejandra, Martín, Bruno, especialmente, significaron un trozo de la verdad que todos anhelamos conocer alguna vez. Se reflejaban en mí y en tantos jóvenes como un espejo de realidad en la ficción. Sentí que manejábamos un idiolecto común, compartido, que debía expresárselo a usted.
Mi primera carta al afamado escritor, a usted mi queridísimo don Ernesto, en su pleno apogeo, fue escrita en 1977. Sin esperanza alguna de recibir respuesta, la misiva fue enviada a la editorial de sus libros ya que no tenía su dirección personal. Sin embargo, el hombre generoso, humano, fraterno, respondió a la joven muchacha que lo admiraba de corazón.
El 22 de febrero de 1977, no se imagina la emoción que sentí, querido amigo, cuando abrí la puerta del pequeño departamento que compartíamos con mi ex -pareja, en la calle Mac Iver, edificio “Las Claras”, el mismo que albergó al poeta Eduardo Anguita. En el suelo estaba el sobre café, lo tomé en mis manos, el remitente decía Ernesto Sabato, Langeri 3135, 1676, Santos Lugares, Buenos Aires. Lo abrimos entusiasmadísimos y vemos la esquela con al bella ilustración de su rostro y el mirador de la casa de Alejandra al fondo, personaje mítico de “Sobre héroes y tumbas”, como si usted ya hubiera conocido mi alma, desde siempre.
Hoy apenas se lee, con el paso del tiempo:
“A Mariela Isabel, que habla mi idiolecto y que me comprende todo”.
Miles de ventanas se abrieron en mi ser bajo ese mágico y extraño conjuro.
Así fueron sucediendo los acontecimientos de la historia, de la vida, de la humanidad y paralelamente nuestras cartas.
El año 1979, habiendo yo ganado uno de los Premios Borges por un cuento breve, “La prohibición”, de la Fundación Givré, viajé a Buenos Aires. Me comuniqué antes telefónicamente con usted, nos invitó a su casa, se manifestó feliz de recibirnos.
El viaje y la semana completa que permanecimos en Buenos Aires fue una verdadera odisea, de la cual se puede escribir un libro entero, que ya está en preparación y del que estas letras formarán, de algún modo, parte. No se puede extrapolar la existencia.
Llegamos a su casa, en Santos Lugares, junto a otros poetas que nos llevaron en auto desde la ciudad a los suburbios de Buenos Aires.
Desde el jardín, miré el tupido y amplio jardín, el pequeño caminito que lleva hacia la puerta y al final una figura de hombre que rápidamente se dirigía hacia nosotros.
Me impresionó gratamente su figura varonil, no muy alto , su sencilla vestimenta, pero lo que siempre recordaré de usted, mi amado amigo, fue su voz profunda, humana, diciéndome:
“Yo pensé que vos eras una mujer y sos una pebeta”
Una voz que provenía de milenios de conocimiento y sabiduría.
Matilde, su mujer y eterna compañera, con mucho cariño nos mostró los recuerdos, las fotos, espacios de la casa y del jardín. Estaba pintando, querido amigo, en ese atelier donde disfrutamos tus bocetos y pinturas.
Una gran foto de la casa que inspiró “Sobre héroes y tumbas” llamó mucho mi atención y expresaste con voz mezcla sarcasmo, pena y rabia:
“Pronto van a destruirla, seguramente para construir algún centro comercial”
Junto a los poetas argentinos que asistían a la tertulia escuchábamos silenciosamente, salvo una que otra pregunta, que tímidamente expresábamos al Maestro Sabato. Esa tarde nos manifestó que le intrigaba enormemente el origen de la palabra “mal”, su etimología. En esa investigación, verbalmente su pensamiento, su lenguaje, viajaba desde los griegos, hasta los existencialistas, creencias religiosas, ocultismo. Erudición. Gratamente sentí que usted, además de ser un gran escritor era un erudito, un sabio, un filósofo en busca siempre de la verdad, “mi verdad, -como me escribió posteriormente-, porque la verdad absoluta no existe”.
La opinión justa y medida, casi exacta, como en las matemáticas que tanto amaba.
La ironía fina, nunca ausente, pero nunca burda ni vulgar, inteligente, la mente clara de un ser brillante, de un gran pensador que plasma en la literatura, en la escritura, sus sueños, su inconsciente, sus conocimientos, su experiencia, su vida.
Un sabio ser humano.
En mi obra favorita de todos los tiempos, “Sobre héroes y tumbas”, escribiste:
Tal vez a nuestra muerte el alma emigre:
a una hormiga,
a un árbol,
a un tigre de bengala;
mientras nuestro cuerpo se disgrega
entre gusanos
y se filtra en la tierra sin memoria,
para ascender luego por los tallos y las hojas,
y convertirse en heliotropo o yuyo,
y después en alimento del ganado,
y así en sangre anónima y zoológica,
en esqueleto,
en excremento.
Tal vez le toque un destino más horrendo
en el cuerpo de un niño
que un día hará poemas o novelas,
y que en sus oscuras angustias
(sin saberlo)
purgara sus antiguos pecados de guerrero o criminal,
o revivirá pavores,
el temor de una gacela,
la asquerosa fealdad de comadreja,
su turbia condición de feto, cíclope o lagarto,
su fama de prostituta o pitonisa,
sus remotas soledades,
sus olvidadas cobardías y traiciones.
Tal vez alguna vez mi alma emigre junto a la tuya, desde ese día del mes de agosto de 1979 hasta el 30 de abril de 2011, tu presencia insigne, tu obra maravillosa. Tu alma me acompañó siempre, en las diversas instancias de mi vida, tal como lo hicieron tus cartas, tus obsequios, esa flor, ese disco vinilo de tangos, esa postal, tu apoyo constante, todo lo que demostró nuestro mutuo afecto y amistad.
Sobre usted como escritor, escribiré más tarde, todo lo que mi espíritu y cuerpo puedan. Pero de usted como ser humano, como persona, escribo ahora, ya que su percanta, su pebeta, su promisoria escribiente, le agradecerá siempre el apoyo, el cariño y lo verdadero y fuerte que puede ser la verdadera amistad.
Gracias eternas, mi queridísimo y remoto amigo.