Un adiós al descontento.

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UNA NOVELA DE LÍMITES Y DEVENIRES

Por Cristián Vila Riquelme

El escritor magallánico (y, por supuesto, meridianista) Eugenio Mimica Barassi, reedita Un adiós al descontento (Ediciones Universidad de Magallanes; 2021, 130 páginas), cuya primera edición (Mosquito Editores, 1991) pasó casi desapercibida. Se puede decir que después de La amortajada de María Luisa Bombal, Casa de Campo de José Donoso, de 2666 de Roberto Bolaño o, ahora último, de las novelas y relatos –no sólo sobre el ya mítico Puerto Peregrino sino también con otros lugares y personajes como en el libro de relatos Paganas Patagonias del también magallánico Oscar Barrientos Bradasic, hace mucho que en la narrativa chilena falta considerablemente esta unión entre el delirio, la capacidad fabuladora, el imaginario barroco y un lenguaje o estilo abierto hacia la multiplicidad (el estilo es el lenguaje) y con un idioma, como en este caso, coloquial y no por eso menos creativo. Sabemos que la escritura de ficciones siempre tiene al acecho la tentación del realismo más lineal (en el estilo de a true story) o si nos salimos de este, tenemos como única posibilidad el género de la llamada ciencia-ficción, sobre todo en Chile, donde parece estar prohibido salirse de la tradición del criollismo, de la novela social, del costumbrismo, de la novela experimental demasiado cercana, claro está, a los cánones cortazarianos, y cayendo, incluso, en una especie de reivindicación de un topos que, muchas veces, forma parte de un estereotipo de lo chileno o de lo latinoamericano. A pesar de los ya nombrados o a pesar de Juan Emar, de Manuel Astica, de Carlos Droguett, de Mercedes Valdivieso, de Marta Brunet o del Enrique Lihn novelista. Claro que sí, la literatura de un Nicomedes Guzmán, de un Manuel Rojas, de un Francisco Coloane, y –entre los fundadores de la chilena literatura– de una Rosario Orrego o de un Blest Gana, nos muestran una variada y poderosa tradición narrativa que, de algún modo, escribe lo que somos. Y son imprescindibles. Pero, hay que decirlo, la crítica literaria se ha ido anquilosando en su mayor parte en una especie de personalismo a la Alone o en un acrítico tributo a la academia que asfixia todo atisbo que enriquezca la escritura nacional o la renueve, si se quiere así. Por eso no es inexplicable que la aparición de esta novela, en 1991, no haya sido saludada como se merecía.

Con esta novela de Mimica Barassi, nos encontramos frente a un despliegue notable no sólo de imaginación y de capacidad fabuladora, sino que de la búsqueda y encuentro de las herramientas narrativas adecuadas a ese despliegue. Tenemos un argumento que puede prestarse para acercarnos a los mundos de la utopía o de las distopías (constantemente al acecho), o al siempre tentador mundo de las ucronías, el cual, de alguna manera, está porfiadamente presente, aunque sea como un entrometido o como parte de las obsesiones del autor: ¿cómo sería si eso hubiera sido así? Pienso en Auster, por ejemplo. Pero digamos que cuando se trata de una imaginación desbordante, utopía, distopía y ucronía se imbrican y juegan entre sí, enmascarándose y multiplicándose como suele ocurrir en un Murakami o en un Phillip Roth, sin ir más lejos (y ni que hablar del viejo Borges), o más todavía, ¿no están ellas allí para poner todo patas arriba en ese libro infinito que es el Quijote de maese Cervantes? Sí, el argumento, decía, podría ser enfocado de manera muy realista o incluso didáctica o, sencillamente, como un relato de ciencia ficción. Se trata de un personaje, Emilio Trinalba (si aplicamos el método huidobriano, este apellido es una combinación de trinos y de alba), hijo de don Audecio y doña Tedemista, y no por nada fotógrafo autodidacta, el cual se presenta con un eficiente recurso biográfico para explicarnos su sueño o utopía mayor, que es la fundación de una nueva república (ubicada, no hay duda, en la actual Magallanes o Patagonia chilena), de nombre Meridionia, con su capital Césares (en evidente alusión a la mítica Ciudad de los Césares). Porque su obsesión independentista o, más bien, de creación de otro país, comienza desde la infancia, con actividades que se imbrican con la escultura, el paisajismo, la artesanía, la albañilería, la ebanistería, la arquitectura, pero con el elemento común de la recuperación de desechos y trastos, como dejando en claro que partiendo por allí, con el dominio de múltiples oficios y con el arte de la recuperación de sobras, se construye el alma y la carne de un país: “quizás en ese entonces comenzó a incubar la idea de Césares, capital de Meridionía, el nuevo país ubicado en los pies del mundo, se me ocurre aventurar” (p. 21). Por esa razón hace sus “diseños de esculturas públicas sobre la base de desechos, sus dibujos de casas y edificios desafiantes de la gravedad, su plan de un mercado de ideas, donde se intercambiarán desde comunes formas para quitar manchas rebeldes de la ropa hasta proyectos de bajo costo para aprovechar al máximo la energía eólica” (p. 77), diseños que dan cuenta que dicho proyecto está deseado y proyectado minuciosamente, hasta en sus detalles más nimios. De hecho, quien narra esta historia, René, evoca al comenzar esta historia una tarjeta postal “que muestra un trozo de cielo libre de nubarrones y esa bandera con dos franjas azules, dos gualdas y una roja, flameando al viento” (p. 17), dejando acotada la trama de la acción, como algo que fue más allá del acariciar obsesivo de un sueño y comenzó a plasmarse como una realidad indetenible donde todo puede ser posible o probable de estar sucediendo (y no puedo dejar de recordar ese film extraordinario de Woody Allen, La rosa púrpura del Cairo, donde el protagonista de una película sale de la pantalla y toma de la mano a una espectadora, para volver a entrar, esta vez con ella, en el escenario y la trama de aquella película al interior de la película de marras, dicho sea de paso). A nuestro protagonista no le gusta la realidad en la que vive, no le gusta ese país (que para no llamarse Chile se ficcionaliza con el nombre de Administrativa), ni sus costumbres ni lo que depararía el futuro, de seguir así, porque a René, el narrador, le “confidenció aquel episodio infantil con los buques de guerra en la bahía y la forma como fue creciendo ese malestar dentro de él, ese desacuerdo ante todo lo que fuera impuesto por el país al cual debía pertenecer por ley pero no por propio gusto y voluntad (p. 47),  e incluso cuando dice “Una cosa es la vida y otra muy distinta la supervivencia, a merced de algo impuesto como castigo, como cadena perpetua, mientras hacen y deshacen con nosotros aquellos que nos obligaron por ley a una nacionalidad, y nos impusieron venerar una bandera, un himno, un baile, junto a sus decretos, sus propias ataduras que debemos cargar a cuestas como si no bastaran las locales” (p. 35). Están allí expuestas las razones suficientes para tratar de impulsar un cambio de ruta, un golpe de timón. Amén de situaciones de abandono, de pueblo abandonado, de la talla de este episodio: “Le relató entonces el caso patético ocurrido hacía poco, protagonizado por un hombre que insistía en morder a las adolescentes a la salida de liceos y que todos creyeron enajenado sexual, pero al interrogársele tras su detención confesó haber hecho eso porque estaba cansado de comer carne de perros y gatos, y deseaba variar el menú” (p. 47).

  Y es aquí donde comienza a jugarse eso que llamamos ananké, esa fatalidad/necesidad de la que hablaron alguna vez los antiguos griegos y que rescatara el Victor Hugo de Notre Dame de Paris. Porque el transcurso de toda esta extraordinaria novela es el intento y la convicción de llevar a la praxis ese proyecto revolucionario. Proyecto en el que Trinalba es acompañado por la mujer amada, Francisca Lunares: (“Esa mujer que lo miró con sus ojos de agua marina y labios inspiradores de algo indefinido, pero inminente” (p. 22)) y que, dicho sea de paso, tampoco es un nombre cualquiera porque los trinos del alba se mezclan siempre con la presencia de la luna, aunque muchas veces sea por ausencia, claro. Proyecto en el que es acompañado también por una serie de personajes inconformistas o desadaptados o tristes –como es de rigor en cualquier proyecto de recambio–, y que tienen nombres que, de algún modo, nos evocan la inventiva del Huidobro de En la luna: Carlomoncho “Diosito” Pancaldo, Luciano “Brujo” Calhuante, Marko Grande, Guido Moscoso.

Ahora bien, hablaba recién de aquella palabra griega, ananké, que a mi juicio recorre esta novela y lo que ella nos dice, de principio a fin. Pero, no queriendo arruinar el placer del lector, sólo diré que la utopía autonomista, libertaria, épica de Trinalba, Francisca y compañía, termina fatalmente en lo que termina, a pesar de que “la sangre meridionesa es distinta, formada del cosmopolitismo, del aporte de tanta gente llegada de otras latitudes, al mismo tiempo que los administrantes nos llenaban de penados, relegados y personas de baja estofa, porque para ellos esta era y sigue siendo tierra para castigos y castigados” (p. 97) o… por eso mismo.

Y la primera señal de ese concepto de ananké que es la condición humana, de que algo no iba a funcionar en esa utopía, es la muerte accidental por asfixia del hijo nonato de Emilio y Francisca, Mortinato Trinalba Lunares. Ya que esta novela está llena de señales, desde los nombres de los personajes a la denominación de las épocas vividas, desde el oficio del protagonista hasta la aparición de un personaje misterioso y casi peregrino, desde el título de la novela hasta la escena en que Emilio y Francisca ven “a un chico correr hacia ellos, un pequeño que jamás habían divisado antes en el sector, de rostro morado quizás por el frío de la calle” (pp 122/123).

Sólo queda agradecer al equipo editorial de las ediciones Universidad de Magallanes por la reedición de esta novela formidable y que no sólo nos permite redescubrir a un gran escritor, sino que nos reafirma en la utopía y realidad de que un país son muchos países.

Algarrobito, marzo 2021

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