Por Camilo Alejandro Palma Erices
Una duda asaltará al lector: ¿son los documentos de quien lee o los de Alejandro Zambra? ¿Son tan siquiera de él? ¿Son, cuando menos, del lector? Un título así ejerce una fuerza perturbadora, y es seguro que ustedes no sabrán decir si se trata de mis documentos, de los suyos, de los nuestros. Acaso sean de cualquiera que esté leyendo y que haya leído a Zambra, o que quiera leer a Zambra y esté leyendo esto, da igual el orden o la alteración de los factores. Pero esta, aunque pudiera serlo, no es la cuestión, o no es una que deje de valer lo que cualquier otra.
La cuestión, si la hay, es la que sigue: con Mis Documentos, Zambra evoca una realidad que se sustenta en la ficción, o una ficción que se sustenta en la realidad, pero que se parece tanto a la ficción -o a la realidad- como la ficción -o la realidad- misma, y al revés, y viceversa. Cierto escritor uruguayo -Onetti, para qué andar con medios días- dijo que “la literatura es mentir bien la verdad”; y hay, en estas palabras, un algo plausible, mucho mayor a cualquier cosa que se pudiera decir sobre Zambra o sobre cómo oficia la escritura, en un acontecer que no está exento de dudas ni palpitaciones.
¿Esto es, en suma, “Verdadero o falso”? El lector no lo sabrá de buenas a primeras. En el libro se genera una extraña e interesante simbiosis entre un relato aparentemente ficticio y una realidad aparentemente verídica, donde el narrador opera en distintos niveles de la escritura. “Es verdad, debió ser antes, tuvieron que pasar como dos mil palabras para que saliera al baile, pero es que Max olvidaba con frecuencia la existencia del niño”, “Lo digo como disculpa: ni siquiera sé el nombre de mi personaje”; son frases que marcan la tendencia del narrador por desvelar el artificio, la mentira -propiamente dicha- literaria; pero frases que también se condicen con el acto de hacerse partícipe del embuste y representarlo como una verdad indolente e inevitable. Y para qué decir cómo se ve reflejado lo anterior al término de “Camilo”, si es el mejor ejemplo que se podría citar y el que con más afán debe buscar el lector si quiere entender esto a lo que me refiero.
El computador enciende, hace su aparición alguna postal, los archivos se despliegan. Ahí está la vida, y quién sabe cuántas otras vidas de las que nadie sabe ni intuye nada. ¿Qué sería del ser humano si no tuviera un confidente? El silencio, cómplice, se aferra al teclado como si el solo teclado conociera las palabras que habrían de romper el sello, no importa cuáles ni por qué. Entre la maraña de documentos y carpetas podría también haber un libro, y ese libro podría ser “el” libro, igual a un archivo cualquiera, un archivo entre tantos otros archivos; podría incluso confundirse con la carpeta en la que se almacenan los documentos restantes, quizá por el alcance de nombre o por algún impulso inconsciente que se nos escapa.
Pero sí, en efecto, a simple vista parece una carpeta, aun cuando su mínima fisonomía, al menos en pantalla, acaba por ser la de un epub. Uno posiciona el mouse por encima, hace click, y la abre, y al instante ve barajar ante sus ojos los once cuentos que dan constitución al libro. Nadie se percata inicialmente, pero son once -favor reprimir el chilenismo- cuentos; once, como quien se sienta a la mesa y espera, al borde de la taza, que la tarde pase y que el té se enfríe. Y cada cuento almacenado en el libro se convierte así en parte de una carpeta; cada cuento, como arrastrado por el curso de una memoria que bien podría ser la del autor, se abre paso entre Mis Documentos, de Alejandro Zambra.
Los archivos de Zambra, ¿son ficción o no? He aquí el dilema. Parecen ser, ante todo, memorias, fuentes casi que composicionales de una experiencia tanto individual como en conjunto. Sin embargo, más allá de cualquier posible definición, la particularidad de estos cuentos es que, tal como hace Max con las palabras cuando escribe la carta que podría traer a Claudia de regreso, son relatos mil y un veces contados, historias que se dan y que pueden darse a destajo dentro de la cotidianidad de nuestra civilización tecnológica, pero que conservan el matiz de la intriga y que el narrador, para retratar así el vasto universo de las relaciones humanas, reelabora a su antojo. Y si parece cierto que la idea de múltiples archivos, de experiencias acumuladas, da vida a esta obra, no parece menos cierto que también da vida a la vida de los que leemos, por cuanto ninguno puede elidirse ni dejar de reconocer entre sus propios archivos una sucesión similar de acontecimientos, ligados al amor, la familia, la política, los deseos, y la muerte.
Lo cotidiano, cosa que son estos cuentos, no implica necesariamente sencillez, y más de alguno estará a favor de esta sentencia. Nadie vaticina la desesperación ni el resultado que traerá la búsqueda de una mascota perdida, como le ocurre en “Vida de familia” a Martín; nadie puede predecir tampoco que el término de una relación se hará definitivo gracias a un correo electrónico, como es el caso de Max y Claudia en “Recuerdos de un computador personal”. Pero la cotidianidad no es compleja porque quiera serlo, sino porque el ser humano es complejo, terriblemente complejo, y porque dos seres humanos que hacen contacto son como dos fuegos que se buscan, se abrasan y se extinguen.
Podría decirse que el ser humano es intrínsecamente destructivo; sin embargo, se debería pensar, al menos basándonos en los cuentos de Zambra, que es intrínsecamente incomunicante, intrínsecamente incapaz de expresarse ante los otros, al tiempo que los otros -tanto como el primero- son intrínsecamente incapaces de comprender y enlazar a los suyos el propósito y/o el efecto de la labor comunicativa. Nadie se entiende, lisa y llanamente; quizá a nadie le interesa entenderse; quizá nadie se cree capaz de darse a entender. Alguna vez, la especie se entendió lo necesario como para erigir una civilización, pero no lo suficiente como para ahondar en las impresiones del resto. Y, hoy por hoy, como si el mundo se hubiese percatado de tanta negligencia, la humanidad se halla al borde de un colapso que trasciende las generaciones, que va más allá de los planos de la comunicación y de la actividad puramente humana porque nadie logra liberar las palabras justas, porque profundas represiones y recriminaciones aún más profundas no logran dar pie en el insondable abismo del entendimiento mutuo.
La necesidad de comunicarse, así como esta imposibilidad, en apariencia, preexistente, son temas recursivos en la obra. Hay problemas de comunicación que impiden a los personajes interrelacionarse de manera prolongada; los hay, también, que confunden las lenguas de los personajes, arruinando el acto comunicativo. Las palabras, en muchos casos, se enredan, se olvidan, faltan. No llegan nunca a la boca o llegan cuando ya es demasiado tarde. Y es que, muy por el contrario de lo que se pensaría deseable, la vida carece de signos y de pausa, pues es un frenesí que va y corre alrededor, que pasa sin fin, que es, siempre es, en un eterno presente que solo a veces aparece sesgado por algunos lapsus de memoria o de olvido. Dice el narrador al final del primer cuento: “Mi padre era un computador, mi madre una máquina de escribir. Yo era un cuaderno vacío y ahora soy un libro”. Y es que, en efecto, los narradores, el narrador, que no es ni computador ni máquina de escribir, sino el libro mismo, escribe -se escribe- a pulso, rellenando sus páginas con las circunstancias que le toca afrontar, conservando sus infinitas tachaduras y correcciones, redactando sus experiencias sin mayores rimbombancias o floreamientos, sin letra cursiva o negrita, tampoco con una tipografía demasiado estática, pero con una neutralidad y una sutileza que ciertamente alcanzan para desgarrar el corazón, pues sabe lo que es ser y hacer al mismo tiempo. Y si acaso sobreviene una verdadera disposición de pausa, de quietud, solo entonces se puede encender un cigarro y poner los signos de puntuación ausentes, dar por concluido un viaje o por iniciado otro.
No podemos desligarnos de lo verdadero y lo falso porque todas las cosas se decantan por uno de los dos. El cigarro, como en “Yo fumaba muy bien”, es verdadero, sin duda, y también lo son la vida misma y el presente en que se desarrollan los hechos, siendo tan verdaderos como la casa en que uno se vio crecer y alcanzar las distintas dimensiones de los muebles. Pero el tiempo es falso, las memorias son falsas, las relaciones son falsas, y llega el punto en que no se sabe a qué aferrarse en la vida o si tan solo vale la pena aferrarse a algo. O bien puede que todo sea verdadero y que la vida sea falsa, apenas una impostura del cuerpo, pero eso ya dependerá del gusto del lector. Elegir, entonces, y ni siquiera elegir, sino discernir, se convierte en una necesidad vital, porque de otro modo se perdería la cordura. Este artículo, ¿es verdadero o falso? Quien escribe, ¿verdadero o falso? Quien lee, ¿verdadero o falso? Y si no diéramos una respuesta, ¿cómo se articularía la vida? ¿Se podría siquiera seguir viviendo? ¿Habría un mundo en el que vivir?
Pero se vive, qué duda cabe, pues de otro modo nadie se enteraría de nada.
Y si se vive, puede que no sea más que por el sentimiento que reconecta a la humanidad con su existencia.
“Y en las noches de luna imaginaria / sueña con la mujer imaginaria / que le brindó su amor imaginario / vuelve a sentir ese mismo dolor / ese mismo placer imaginario / y vuelve a palpitar / el corazón del hombre imaginario”. Repaso el poema de Nicanor Parra, y pareciera que, al trasluz de estos once documentos, todo hombre, toda mujer, todo ser humano es en cierta medida el hombre, la mujer, el ser humano imaginario. Cualquiera puede leer el poema y percatarse de cuáles son las dos únicas cosas que no están sometidas a ese fantasma, que se materializan verdaderamente a la vera del personaje: el dolor y el corazón. “La falsedad no significaba menosprecio”, dice el narrador en “Verdadero o falso”. Ciertamente: el dolor verdadero equivale al placer imaginario, y el corazón verdadero no sería nada sin un cuerpo, por más imaginario que este fuese. Por debajo de todo lo falso hay algo verdadero, y por debajo de toda incertidumbre hay una certeza. ¿La falsedad qué podría ser, entonces, sino una verdad a medias, una verdad latente que se deja estar en la mentira? Y el sentir, la emoción, la ilusión de una emoción, cuando menos, hacen de tal modo valedera la necesidad de vivir, de seguir andando por más complicaciones que se hallen en el camino, que uno cree y confía en que, efectivamente, vale la pena seguir andando.
Pero quizá esta no sea sino una más entre tantas medias verdades, y quizá Zambra no desee otra cosa que hacer dialogar, bajo el gesto entre esperanzador y existencialista que acostumbraba Camus, su obra con la frase del novelista francés: “Créeme, no hay gran dolor, grandes arrepentimientos, grandes recuerdos. Todo se olvida, incluso los grandes amores”.
Porque todo, absolutamente todo, sea percepción o sentimentalismo, se nos manifiesta en los cuentos como puramente circunstancial. El amor es, pero no dura lo suficiente. Lo mismo la tristeza y el deseo. Pero lejos de creer que las percepciones o los sentimientos se acaban porque sí o porque es imposible hacerlos prevalecer, creo ver en la naturaleza del ser humano, en su infinita cobardía, la frustración de cualquier aproximación duradera a la existencia del otro, a la mirada que el otro redirige como si quisiera revelar una parte de su ser en conjunto con la porción de mundo que lo circunda. Todo personaje -y toda persona- se halla en una línea a “Larga distancia” con respecto a los demás, y es esa línea invisible lo que los separa y lo que los vuelve impotentes, gozando de placeres cuya aparente satisfacción resulta infundada, absurda, falsa. El dolor, volviendo sobre Parra, se obtiene a partir de la alquimia de placeres que no satisfacen a nadie porque no duran más que el suspiro, y todo ello, aunque no lo parezca, acaba pasando por el corazón para instalarse en el correlato de la historia.
No sería extraño que la tecnología se manifestara aquí como una escapatoria a la insatisfacción inherente del ser humano y a la inviabilidad del acto comunicativo. En los cuentos de Zambra, los computadores, los teléfonos, incluso la escritura, son elementos que propician el entendimiento mutuo y que falsean la humanidad que hay tras cada línea. Pero la verdad, se quiera o no, se deja ver tarde o temprano y más temprano que tarde. Nada anticipa el desencadenamiento de los hechos, y solo cuando todo se cae a pedazos es posible percatarse de cuán frágiles eran las relaciones y cuáles se cimentaban en la verdad o en la mentira.
Son memorias, cuentos verdaderamente fantásticos los almacenados en los documentos de Zambra; no hay punto de inflexión. En un mundo donde nada se sostiene, donde todo es circunstancial, donde el pasado puede alterarse desde todos los ángulos posibles, se vuelve necesario aprender a perder, a ser derrotado, a dejar ir, porque a todos, invariablemente, les llega la hora de confrontar a la vida, y en ese cruce de pasiones es seguro que nadie tiene al alcance la victoria.
“Ahora tengo dos paraguas, el azul para el equilibrio y el negro para la lluvia, repite mientras empieza a caminar sin más propósito que ese, simplemente: caminar”. Esta frase, extraída de “El hombre más chileno del mundo”, se asemeja sobremanera a la siguiente de Manuel Rojas, hallada en Hijo de ladrón: “Parecía preguntarse, asustado, ¿qué haré?, como si él fuese el primero que se lo preguntaba. Vivir, hermano. Qué otra cosa vas a hacer”. Coincidirán en el regusto amargo que queda después de leer una y otra. Pero sí, efectivamente, hay que caminar, sentir, vivir, porque de otro modo todo se acaba, y no hay forma de retroceder el tiempo. No importa qué, ni las circunstancias ni lo circunstancial que parezca la vida, hay que vivir y despertar las verdades latentes en cada cosa.
Confrontar a la vida es confrontarse a uno mismo, y confrontar también al mundo. Buen ejercicio hace el narrador de “Instituto Nacional” cuando le deja la mirada fija a uno de tantos banales representantes del progreso y la deshumanización. En ese acto se concentra todo acto de revolución contra la sociedad y contra la vida misma, y nace así, de entre los cimientos de la civilización y ante la necesidad de comunicarse, una voluntad nueva, que aspira a dialogar con lo verdadero que hay en cada ser humano.
Si hubiese que sacar alguna pequeña moraleja de todo esto, yo extraería de los cuentos de Zambra el deseo por vivir, que no es deseo, sino necesidad; que no es necesidad, sino un impulso, un arrebato inconsciente por sobreponerse a la transición del día a día. Vivir, para discernir entre lo verdadero y lo falso. Vivir, para preservar la condición humana. Vivir, para no dejarse consumir por el mundo. Y vivir, en suma, porque ¿qué más se podría hacer?
Camilo Alejandro Palma Erices