Por Giorgio Agamben
Un periodista italiano se ha dedicado, haciendo un buen uso de su profesión, a distorsionar y falsificar mis consideraciones sobre la confusión ética hacia la cual la epidemia del Coronavirus está llevando al país, en la que no se tiene cuidado ni siquiera por los muertos. Así como no vale la pena mencionar su nombre, mucho menos lo vale rectificar las varias manipulaciones que realiza.
Quien quiera puede leer mi texto “Contagio” en el sitio web de la casa editorial Quodlibet. Más bien comparto aquí otras reflexiones, que, a pesar de su claridad, presumiblemente también serán falsificadas.
El miedo es un mal consejero, pero hace aparecer muchas cosas que se fingía no ver. La primera cuestión: que la ola de pánico que ha paralizado al país muestra con evidencia que nuestra sociedad no cree más en nada que no sea la vida desnuda. Es evidente que los italianos están dispuesto a sacrificar prácticamente todo, las condiciones normales de vida, las relaciones sociales, el trabajo, incluso las amistades, los afectos y las convicciones religiosas y políticas frente al peligro de enfermase. La vida desnuda —y el miedo a perderla— no es algo que una a los hombres, sino algo que los enceguece y separa. Los otros seres humanos, como en la pestilencia descripta por Manzoni, son ahora vistos solamente como posibles untadores que hay que evitar a cualquier costo y de los cuales es necesario tener distancia al menos de un metro. Los muertos —nuestros muertos— no tienen derecho a un funeral y no está claro qué sucederá con los cadáveres de las personas que nos son queridas. Nuestro prójimo ha sido eliminado y es curioso que las iglesias hayan callado al respecto. ¿En qué se convierten las relaciones humanas en un país que se acostumbra a vivir de este modo sin que se sepa cuánto tiempo? ¿Y qué es una sociedad que no tiene otro valor más que la sobrevivencia?
La otra cuestión, no menos inquietante que la primera: que la epidemia hace aparecer con claridad que el estado de excepción, al cual los gobiernos se han acostumbrado desde hace mucho tiempo, se ha convertido verdaderamente en la condición normal. En el pasado ha habido epidemias más graves, pero ninguno hubiera jamás pensado en declarar por ello un estado de emergencia como el actual, que nos impide incluso movernos. Los hombres se han acostumbrado de esta forma a vivir en condiciones de crisis perennes y de perenne emergencia que no parecen darse cuenta que su vida ha sido reducida a una condición puramente biológica, la cual ha ocupado toda dimensión -no solo social y política, sino también humana y afectiva-. Una sociedad que vive en un perenne estado de emergencia no puede ser una sociedad libre. Nosotros de hecho vivimos en una sociedad que ha sacrificado la libertad por las así llamadas “razones de seguridad” y se ha condenado por ello a vivir en un perenne estado de miedo e inseguridad.
No sorprende que para el virus se hable de guerra. Las medidas de emergencia nos obligan de hecho a vivir en las condiciones de un toque de queda. Pero una guerra con un enemigo invisible que puede anidarse en cualquier otro hombre es la más absurda de las guerras. Es, en verdad, una guerra civil. El enemigo no está afuera, está dentro de nosotros.
Lo que preocupa no es tanto o no solo el presente, sino el después. Así como las guerras han dejado en herencia para la paz una serie de tecnologías nefastas, desde el alambre de púas a las centrales nucleares, así también es muy probable que se buscará continuar, incluso después de la emergencia sanitaria, con los experimentos que los gobiernos no han renunciado antes a dejar de realizar: esto es, que se cierren las universidades y las escuelas y las lecciones se dicten solo on line, que se deje de una buena vez de reunirse y de hablar por razones políticas o culturales y nos intercambiemos solamente mensajes digitales, que por todas partes sea posible que las máquinas sustituyan todo contacto —todo contagio— entre los seres humanos.