Por José Miguel Carrera
Caminando por la vida -hace mucho tiempo, joven- encontré un libro escrito por el dirigente político de Costa Rica, Carlos Luis Fallas. Llamó mi atención que su autor dijera que el libro se hizo nuevamente a la vida gracias a un chileno. Lo tomé y leí. Me impresionó saber que este “tico” se hizo escritor luego de haber sido peón, obrero, zapatero, albañil, dinamitero, tractorista y desterrado político. Fue relegado –como decíamos durante la dictadura militar en Chile-, enviado a la zona de El Limón, en la costa atlántica de ese país. Antes de dar forma a su libro, organizó huelgas con miles de trabajadores bananeros contra la United Fruit Company, transnacional bananera norteamericana. Su obra casi autobiográfica, la bautizó como Mamita Yunai, que trata del abuso y la injusticia social que sufrían los trabajadores de esa zona caribeña, “El infierno de las Bananeras” es el subtítulo de la novela transformada en un clásico de la literatura de Costa Rica y de toda América Latina. Fue publicado el año 1940 y pasó inadvertido durante mucho tiempo, hasta que, según Fallas, “el soplo poderoso del gran poeta Pablo Neruda le echó a correr por el mundo”. Chile fue el primer país latinoamericano que reeditó la novela, en 1949.
El azar hizo que yo, el año 1979, cumpliendo una misión militar, tomara contacto con una Brigada Guerrillera Tica, en los días previos al triunfo sandinista y que su jefe fuera nada menos que el hijo de este escritor. En medio de toda la contingencia guerrillera le conté que había leído ese libro y se emocionó por el recuerdo de su padre. El contacto era para organizar su ingreso al frente de guerra sandinista, donde yo servía.
La mayoría de los revolucionarios somos lectores, ya que la lectura es la mejor fuente de formación cívica y política. Conocer lo que piensa otra persona, como escritor, que con pudor o no publica sus ideas, es un preciado regalo. El uso de letras y palabras es tan amplio y diverso como mujeres y hombres existen en la faz de la tierra. Una frase puede sonar diferente en cada oído receptor, algo casi mágico. Las notas literarias son como gotas de rocío que caen en nuestro sur mapuche, unas suaves, otras espaciadas y las hay con fuerza, por ello tienen distinto sonido y volumen, ofrecen alegrías y penas al alma del lector, pero siempre entregan sabiduría.
Ejemplo de ello es uno de los libros del peruano Fernando Cueto, “Días de Fuego”. Su novela trata acerca de la cruenta guerra entre la organización político militar Sendero Luminoso y el Estado peruano, en los años ochenta y noventa. Una guerra que perdimos todos, dice Cueto. Su pluma es como una máquina fotográfica que captura y describe la brutal realidad de esos años en el Perú .
En nuestra América, la expresión oral, desde que tenemos uso de memoria, ha sido la forma de trasmisión cultural más utilizada y la escritura constituye su expresión figurada, es la imagen, que no se concibe sin su antecesora, la oralidad. La palabra Literatura viene del latín Littera que significa, “Lo escrito” y su definición más genérica es: “El Arte de la expresión escrita”. Está ligada por cierto a la cultura, como manifestación de belleza de la palabra escrita, pero ¿por qué esta definición deja fuera de la literatura a la trasmisión oral? Así fue en nuestro continente desde la llegada de los invasores ibéricos, olvidando que la palabra fue la primera manifestación literaria conocida, según la antigua mirada aristotélica.
“La literatura es un medio de tomar posición frente a los valores de la sociedad, digamos de una vez que es ideología. Toda literatura ha sido siempre ambos: arte e ideología”, qué gran definición, me interpreta, es del lingüístico búlgaro Tzvetan Todorov. En cambio, para el pensador y filósofo español Joaquín Xirau “La literatura, como el arte, es una de las formas más altas de conciencia, es una forma de conocimiento y de auto reconocimiento”. También me interpreta.
La literatura Latinoamericana, según doctos, abarca todas las obras escritas en lengua romance, el latín del pueblo llano, el vulgo, que incluye el español, portugués y francés. Pero es bueno aclarar que este arte, existió antes de la llegada de los conquistadores, su prueba palpable es el texto prehispánico Popol Vuh. Esta obra es una recopilación histórica y religiosa de leyendas de etnias que habitaron la tierra Quiché, en la actual Guatemala, sur de México y parte de Centroamérica. Los brutos conquistadores españoles quemaron estos libros para imponer su religión y cultura.
En ese camino por la construcción ideológica y toma de conciencia, como expresan los eruditos mencionados cuando definen literatura, se cruzó también en el camino de este lector, la novela La Vorágine, del escritor José Eustasio Rivera, un clásico de la literatura colombiana, publicada en 1924, un viaje alucinante por la espesa selva tropical caribeña. Se desarrolla la trama por una especie de infierno terrestre: las plantaciones de caucho. El autor expone dramáticamente las duras condiciones de vida de los colonos y esclavos indígenas durante la fiebre del caucho. Es una persecución novelada para castigar bandoleros y liberar a los explotados caucheros.
En la época colonial de nuestro país y seguro del resto de Nuestra América, la lectura fue un privilegio otorgado a una minoría, sus relatos eran escritos por cronistas oficiales y luego por las monjas en los conventos. Debió pasar mucho tiempo, y el fin del coloniaje español, para que en el territorio llamado Chile esto fuera cambiando. Varios intelectuales a mediados del siglo XIX impulsaron la formación de una sociedad lectora, para ellos, la lectura fue herramienta para la justa civilización de la nación. Era la época del Romanticismo, cuyos escritores buscaban un retrato más realista de la sociedad, vinculándolo a una mirada ética y moral. Esa Sociedad Literaria de 1842, fue creada para formar jóvenes y desarrollar una literatura nacional y estaba relacionada al proyecto político de los ilustrados chilenos, Francisco Bilbao y Antonio Varas.
Avanzó el tiempo y llegó el Realismo a la literatura chilena, la novela Martín Rivas en 1862, fue muestra de aquello, luego entramos al tiempo del Criollismo con Baldomero Lillo, autor de una clásica obra muy formadora para mi persona, Sub-Terra, en 1904. El autor describe las precarias condiciones de trabajo en las minas del carbón en Lota a fines de ese siglo. En Sub-Terra, es muy claro y emotivo el capítulo -Los Inválidos-, especialmente por el discurso del líder minero que recibe al caballo que es botado de la mina carbonífera:
“¡Pobre viejo, (caballo de arrastre) te echan porque ya no sirves! Lo mismo nos pasa a todos. Allí abajo no se hace distinción entre el hombre y las bestias… ¡Camaradas, este bruto es la imagen de nuestra vida!”. Y continúa, “Si todos los oprimidos estuviéramos con las manos atadas, y así, marcháramos contra nuestros opresores, quebraríamos prestamente el orgullo de los que nos beben la sangre y nos chupan la médula de nuestros huesos. Son tan pocos esas alimañas y nosotros un ejército innumerable, que poblamos los talleres, las campiñas y las entrañas de la tierra”.
Sin duda, es literatura para adoptar una posición ideológica y de toma de conciencia para los jóvenes que nos educamos con esos libros, ha sido importante la literatura en nuestras vidas, nos va dotando de identidad y de historicidad.
No se puede obviar al Vanguardismo posterior, la corriente que buscaba renovar la literatura chilena de principio del siglo XX, en ello destaca Gabriela Mistral, mujer admirable, en todos los sentidos, la poetisa del Premio Nobel de 1945. La mayoría de los chilenos comunes y silvestres, como yo, solo la conocíamos por sus Sonetos de la Muerte y su poema Piececitos: “Piececitos de niño, azulosos de frío, ¡cómo os ven y no os cubren, Dios mío!”. Ella fue una gran escritora internacionalista, respetada en el mundo y Embajadora Benemérita del Ejército de Soberanía Nacional de Nicaragua, en la época de la lucha antiimperialista del “General de Hombres Libres”, Augusto C. Sandino, quien la destacó en ese nombramiento.
Debo destacar también la lectura de la obra de Pablo de Rokha, quien, junto a Gabriela, Vicente Huidobro y Pablo Neruda son considerados los cuatros grandes de la poesía chilena. De Rokha, “el poeta errante”, de visión anarquista y luego comunista, era polémico y fue crítico de Pablo Neruda. Con su obra buscaba la unidad entre lo poético y la política de la época. Alejandro Lavquén escribió de este bolchevique de la literatura, en la Revista Punto Final .
En la década del 40 del mismo siglo, surgió una nueva generación de escritores la Neocriollista, que en el plano ideológico se vinculó al marxismo y a la militancia de izquierda. La Sangre y la Esperanza, del escritor Nicomedes Guzmán, habló con convicción de la injusticia, la explotación, de la pobreza de los suburbios y la siempre permanente corrupción del poder, algo así como “los PENTA UDIS y los MOP GATE” de nuestra época. La novela de Nicomedes Guzmán se ubica en medio de las protestas y huelgas de los años treinta, y relata emotivamente las luchas de los pobladores marginales del río Mapocho, junto a tranviarios, enfrentados a la autoridad y a la represión.
Obviamente no pretendo dar una clase de Literatura, no soy docto para ello, pero sí puedo decir o reafirmar, que leer, que la literatura, ha sido una de mis herramientas de auto-educación en la vida, y no solo la de Latinoamérica, otras literaturas son ricas también en sabiduría, como la rusa, por ejemplo, pero me saldría del tema.
No puedo dejar de mencionar la influencia de la Revolución Cubana, que en gran parte motivó el llamado “Boom Latinoamericano”. Sus principales escritores Gabriel García Márquez, Julio Cortázar, Carlos Fuentes y Mario Vargas Llosa, que apoyaron y luego algunos no, a esa gran revolución.
Termino recordando una de mis mejores lecturas, pues tuve el privilegio de vivir momentos épicos de esa epopeya llamada Revolución Popular Sandinista. Destaco ese libro extraordinario de los años 80, que emocionó a toda una generación de jóvenes chilenos, y los identificó con las luchas del pueblo nicaragüense, “La montaña es algo más que una inmensa estepa verde”, del guerrillero escritor Omar Cabezas. De una forma hermosa relata y nos educa, en su gestación como revolucionario, y lo que significó para él “subir a la montaña” y entrar luego de años, triunfante, en julio del 1979 a Managua, Nicaragua, con su columna de guerrilleros victoriosos. Fue Omar Cabezas uno de los primeros comandantes sandinistas, de paso por Chile, que visitó el Memorial de los Internacionalistas chilenos en el Cementerio General de Santiago y nos acompañó luego a visitar los últimos presos políticos que quedaban en las cárceles, terminada la dictadura.
Modestamente mi libro, “Misión Internacionalista. De una población chilena a la Revolución Sandinista” (2010), es un homenaje a esos jóvenes chilenos, grandes hombres y mujeres, los que conocí en la preparación militar previa y en la Nicaragua siempre recordada de esos años de guerrilla y defensa de la revolución. Y el libro “Somos tranquilos… pero nunca tanto” (2014), es una promesa cumplida y un homenaje de amor a los combatientes chilenos, que armados de lo que fuera, desafiaron al tirano y la derecha chilena, formaron parte del Frente Patriótico Manuel Rodríguez y de otras organizaciones populares. La narrativa del compañero Ricardo Palma Salamanca, con sus libros “Una larga cola de acero” y “El gran Rescate” constituyen también, sin lugar a duda, hermosos homenajes a esa gesta.
No se debe ser ingenuo, la literatura tiene fines ideológicos, y es arte también, incluso en los libros que tratan de amores. Escuché una vez a la escritora y periodista Virginia Vidal, autora de libros inolvidables como “Javiera Carrera, Madre de la patria”, “Letradura de la Rara”, “Agustina la salteadora a la sombra de Manuel Rodríguez” y tantos otros, decir que fue muy criticada por la prensa de élite chilena, debido a que sus personajes literarios, las mujeres, que con su bella pluma aman en sus obras, no eran las esposas de algún presidente o las hijas de reyes o embajadores extranjeros, sino luchadoras mujeres proletarias de los conventillos de Santiago.
Termino reivindicando la oralidad ancestral de nuestro territorio, en especial la del pueblo mapuche, y alabo la literatura comprometida con la justicia social, ellas son formadoras de conciencia, identidad y fuente de firmes convicciones democráticas y revolucionarias.