Cuando el avión se posó en la losa del aeropuerto Cumbicá, Osmar Santos –el famoso locutor radial de Sao Paulo, apodado “O pai da materia”, algo así como “el rey de lo real”- estaba esperando.
Santos era un distinguido comentarista de fútbol, mitad empresario mitad periodista. Él sabía que podía obtener beneficios de Roberto Rojas, el arquero recién contratado por Sao Paulo. Había decidido llevarlo a un programa como invitado especial. No lo iba a entrevistar él; pero sí uno de sus periodistas.
Santos -un playboy pese a su estatura media, y su nariz partida al final- tenía facciones refinadas, y se le catalogaba como un hombre que dejaba una estela de elegancia y sofisticación.
Rodolfo Vallejos era un chileno que se fue a Sao Paulo el 77. Después de diez años había incursionado laboralmente con un compatriota que fabricaba vitrinas, con otro que hacía empanadas, en una peña sudamericana como garzón, en una pulpería uruguaya, en un restaurant francés; pero fue en el Hotel Transamérica donde Rodolfo conoció a Roberto Rojas.
El arquero chileno, quien debutó en Aviación para luego pasar a Colo Colo, había realizado una estupenda Copa América en Argentina el 87, donde Chile le ganó a Brasil por 4 a 0, llegando a la final. Los brasileños habían quedado maravillados con el “Condor”. Y el Sao Paulo lo contrató confiando en sus condiciones. La apuesta no era osada: Rojas había demostrado ser uno de los mejores guardavallas del mundo. Los directivos del club paulista se frotaban las manos, después de una temporada lo podrían vender a algún equipo europeo en millones de dólares.
El Hotel Transamérica es uno de los más modernos del continente: cinco estrellas, excelentes dependencias y servicio, contaba hasta con una mini cancha de golf, amada sobretodo por los turistas orientales. En este hotel el Sao Paulo Futebol Clube almorzaba antes de los partidos. Como quedaba lejos del Centro de la ciudad, era muy tranquilo, y tenía un buen equipo de seguridad. Todo esto influyó en que el presidente del club y Roberto Rojas decidieran que era el mejor lugar para que el arquero viviera, mientras llegaba su familia.
Un buzo blanco con ribetes rojos era lo que llevaba Roberto Rojas al momento de aparecer en el hall del hotel. Con paso lento, pero seguro, desplazó las Adidas blancas con ribetes azules y rojos. Pero algo no encajaba en el rostro del deportista, sus facciones denotaban angustia. Rojas apuró el tranco. No se veía bien. El arquero levantó la vista observando unos tipos vestidos con el uniforme del hotel. Veloz se acercó a uno de ellos.
– ¡Hola!- gritó-. Perdone pero ¿dónde puedo comer carne? Carne ¡Carnicinha!
– Hola- respondió el garzón-. No me hable en portugués. Yo soy chileno.
– ¿Chileno? Que buena compadre. Oye, ¿dónde hay un restaurant con buenas carnes? Donde me pueda comer un bistoco, o un lomo a lo pobre…
– En ese restaurante –indicó con el dedo-, anda al Grill, ahí hay carnes. Queda al final de este pasillo. Hay un letrero de neón.
– Vale. Me salvaste. ¿Cuál es tu nombre?
– Rodolfo. Rodolfo Vallejos. De Santiago, de Recoleta.
– Bien, cuando ande por aquí pregunto por ti.
– Ya, pero mejor anda directo al restaurant donde trabajo.
– Ya compadre Vale. Gracias. Me salvaste: en las concentraciones nos dan puro pescado y masas. Necesito carne.
– Para eso estamos- sentenció Rodolfo y le alargó la mano. Se saludaron amistosamente para luego emprender rumbos disimiles. Así se conocieron Rodolfo y Roberto Rojas. De forma casi casual, una jugada del destino. Rodolfo lo admiraba como jugador…sus voladas, su rapidez, el juego aéreo, su valentía al salir a achicar. Era un arquero completo, que duda cabía. Algunos lo comparaban con Seep Maier; pero Rojas era más alto y espectacular. Sin embargo no había ganado nada, y no lo ganaría jamás.
Después de unas semanas Rojas buscaba directamente a Rodolfo para que lo atendiera. Carne, carne, carne. Rojas siempre pedía carne: de cerdo, vacuno, polllo, cordero, jabalí. Carne. El portero del club paulista era el prototipo de los 80 del carnívoro por excelencia. Un día sábado Rojas entró al restaurant y advirtió algo raro. La música, habitualmente clásica, era ahora rock. Pink Floyd con “The Wall”. El volumen era moderado, bastante suave, de hecho apenas se escuchaba así que no le molestaba a nadie. Excepto a Rojas que llamó a Rodolfo y le pidió que la cambiara. Quería música clásica, piano, violines, órgano. Nada de la estridencia del rock, por muy despacio que estuviera. Rodolfo lo escuchó con extrañeza pero se dirigió a la caja y colocó un cassette con temas de Brahms.
“El cliente siempre tiene la razón”, pensó.
– ¿Ahí estamos bien con la música?- preguntó Rodolfo.
– Sí, bien… gracias.
Rojas odiaba el rock, sea cual fuere el grupo. U2, Men at work, Madonna, Black Sabbath, Pero Iron Maiden era el que más detestaba. Pasaba algunos grupos de rock latino: Los Prisioneros, Virus, Charly García. Y toda la culpa la tenía ese compañero suyo en las juveniles que aparecía con esas poleras negras de Iron Maiden. El maldito se creía el centro del universo, cómo caminaba, cómo hablaba, cómo trataba a las niñas que acudían a ver los entrenamientos. Definitivamente era un posero, se juraba una estrella del rock y sólo era un pelele. De aquella época Rojas odiaba el rock. Y lo odiaba desde lo más remoto de su alma. Sus cadenas, sus zapatones negros, los cinturones con puntas, los dibujos diabólicos. Todo en él era una mierda. Esa era una de las cosas que detestaba; la otra era las tricotas amarillas. Siempre que había jugado con poleras amarillas le habían hecho goles tontos, con un alto grado de responsabilidad suya. Prefería el gris, ese color le daba suerte. Tal vez porque admiraba a Dino Zoff. El portero italiano era su ídolo. Siempre quiso ser como Zoff en el Mundial de España. Campeón. Campeón Mundial.
Pasó cerca de un mes y Rodolfo supo, por parte de Rojas, de la llegada de su familia desde Santiago. No iban a arrendar una casa sino que iban a vivir en el hotel, en una habitación más grande de lo normal. Iba a ser por un tiempo, hasta que encontraran una casa de su agrado, no muy lejos del estadio Cícero Pompeu de Toledo, en el barrio de Morumbí.
Rodolfo conversaba todos los días con el arquero quien después de una semana del arribo de su esposa e hijo, lo invitó a almorzar. Rojas estaba solo, no tenía amigos; sólo conocidos. Se llevaba bien con el defensor uruguayo Darío Pereira. Pero Rodolfo era más cercano y confiable.
– Nosotros vamos a tener un solo problema- le había dicho Rodolfo al arquero paulista-. Yo soy de la Universidad de Chile, y tú de Colo Colo. Pero bueno, el fútbol es así. Algún defecto debías tener.
Rojas se había reído de buena gana moviendo su enorme cabeza de lado a lado. Una cabeza depositada en un cuerpo alto y musculoso, casi delgado.
Rodolfo aceptó el ofrecimiento de Roberto Rojas y se compró una chaqueta para tal acontecimiento. Llegó el domingo, se levantó temprano, se arregló y partió al hotel. Algunos de sus compañeros lo miraron con extrañeza pero no preguntaron nada, seguramente andaba en algún trámite laboral.
Rodolfo enfiló hacia el ascensor, donde presionó un botón. Las puertas se abrieron, saliendo tres japoneses con camisa y corbata. Hacía calor, el tiempo era esplendido.
El garzón entró y marcó el sexto piso. Pero antes de que las puertas se cerraran huyó fuera. Se dirigió a la recepción.
-Ricardinho, podrías avisar al 604 que Rodolfo Vallejos está subiendo.
– Claro, no hay problemas.
– Gracias- sentenció Rodolfo sonriente.
Cuando entró a la habitación de Roberto Rojas su esposa e hijo estaban sentados. Lo saludaron amables mientras el portero pedía algo de comida a la recepción del restaurant.
-Siéntate Rodolfo- le manifestó Rojas.
-Ya, gracias.
-Estoy pidiendo algo para comer… ¿Adivina qué?
– Carne.
– Exacto. Un rico costillar de cerdo con papas doradas. Y puré de manzana, si es que deseas.
– Gracias.
-¿Tienes hambre?- preguntó Rojas.
– Lo normal. Pero me gusta mucho el costillar.
– Roberto ¿coloco algo de música? – preguntó su esposa.
– Ya.
– ¿Qué?
– Rock Latino.
– ¿Qué?
– Los Prisioneros.
– Ya.
Escucharon varios temas conversando acerca de Santiago, mientras Rojas terminaba de preparar un pebre. Un olor a ají impregnó la sala. El sol atravesaba las cortinas pintando de naranja el ambiente. Definitivamente era un espléndido día.
Cuando la voz de los niños que jugaban en el jardín del hotel se apagó, la esposa preguntó por un cassette de Virus.
– Está en la caja dorada- respondió Rojas-, al lado de los naipes.
– Ya- respondió la mujer y comenzó a buscarlo. Era un cassette original de los tiempos en que eran pololos. La mujer se agachó en la esquina del mesón de la recamara y removió algunos papeles. La caja dorada estaba en el extremo derecho junto a unos diplomas. Lo abrió y sacó con cuidado el cassette. Pero algo anormal había aparecido: una enorme caja metálica de bombones. A la mujer le llamó la atención, pues nunca la había visto. Su marido nunca le había regalado bombones de esa marca. Sintió deseos de abrirla pero se contuvo. ¿Qué pensaría su esposo? Nada. ¿Por qué no hacerlo? ¿Qué tenía de malo? Cogió el envase y lo destapó. Al ver su interior el corazón le comenzó a latir con más intensidad, sintiendo las piernas desfallecer. Un raro objeto yacía inerte sobre un pañuelo. El pañuelo lo reconoció de inmediato pues se lo había regalado su tío de San Miguel un par de años antes. Pero el objeto ¿por qué? y ¿para qué? La mujer estaba transpirando, y el calor de la habitación le molestó. Y le molestó mucho. Sintió rabia. No se aguantó.
– ¡Roberto! ¿Qué hay en este envase de bombones?- gritó a lo lejos.
Se produjo un silencio y de improviso apareció el arquero.
– No lo sé. Es un encargo de un amigo. Pásame ese envase.
– Ya… ¿Y de qué amigo?
– Un amigo. Tú no lo conoces.
– Hummmmmmm.
– ¿Viste lo que había dentro?
– No- respondió seca la mujer.
– Bien, acompaña a Rodolfo, no lo dejes solo.
– Ya.
La señora Rojas volvió al living y colocó el cassette de Virus, pero subió el volumen.
– ¿Puedes bajar el volumen, por favor?
La mujer no respondió. Bajó el volumen.
– ¿Te gusta esta música, Rodolfo?
– Claro. Acá hay grupos muy buenos, hay un cantante muy bueno que algunas veces atiendo. Se llama Caetano Veloso…- respondió Rodolfo.
– Hummm-, respondió el arquero desinteresado-. Oye, y ¿acá cómo es la situación económica?.
– La situación siempre ha sido buena en este país, para el que quiere trabajar. Acá sólo en el carnaval, que se hace en todas partes, la gente no trabaja ni una huevá- respondió Rodolfo.
– Roberto ¿metiste la cuchara con azúcar en el café?- se quejó a lo lejos la mujer.
– No.
– Hay restos de azúcar.
– No, mi amor, no la he metido
– Roberto, sabes que odio las mentiras.
– Tranquila. No la he metido.
El portero comenzó a rascarse la oreja. Rodolfo pidió permiso para ir al baño y desapareció de la habitación.
– ¿De quién es esa cosa, Roberto?- preguntó de improviso la mujer enojada y cabizbaja.
– De un amigo, ¿qué pasa?, tiene una finca, practicaba con el, no quería que su ex mujer lo supiera y se la guardé. Eso es todo. No sé qué tiene de malo-.Rojas miró el suelo fijamente-. No tiene nada de malo ¿no es cierto?- preguntó. La mirada de su esposa pudo haber petrificado a cualquiera-. ¿No tiene nada de malo, no es cierto?- volvió a preguntar el guardameta.
– … No Roberto. No tiene nada de malo.
Los rayos del sol desaparecieron de la habitación del hotel y también del estacionamiento, y de la recepción, y del río Tie Te, y de todo Sao Paulo.
Después de unas semanas de continuas visitas de Rodolfo al hogar de Rojas, éste ya iba en cualquier momento. Incluso en horario de trabajo Rodolfo se pegaba sus escapadas para descansar. Tocaba, lo recibían y se ponía a ver a ver televisión en el sillón con un buen jugo de piña. Se soltaba el botón del cuello de la camisa y veía a Silvio Santos, su programa favorito de la tarde en SBT, el sistema brasileiro de televisao.
Con lentitud estuvo buscando sus guantes Reush en el interior de. bolso. Metió la mano derecha al fondo y sacó una caja de cartón. Rojas empezó por colocarse la polera, luego los pantalones cortos, luego las medias, luego los zapatos Puma, y finalmente abrió la caja de cartón y sacó los guantes. Era su debut en el Sao Paulo. No estaba nervioso pero sí inquieto. Faltaban 40 minutos y eso era demasiado. Se puso en pie y comenzó a trotar moviendo los brazos formando círculos. Curiosamente el primer partido en su nuevo club iba a ser frente a Corinthians, su archirrival paulista. Las cerca de 80 mil miradas se iban a concentrar en él. A pocos kilómetros cerca de una centena de buses se desplazaban por la avenida 9 de julio con seguidores de Sao Paulo, y otros tantos por la 23 de maio con barristas de Corinthians. Pero nada de eso sabía el “Condor”. Por una inexplicable razón recordó sus idas al estadio de Aviación en el 35 de Gran Avenida. Tenía, en ese entonces, 16 años. Se iba en Micro, en la Intercomunal 24 y luego en Vespucio tomaba otra. Algunas veces iba con los cuadernos y un sándwich. “Saldremos adelante, te lo prometo” le había dicho a su madre y ahora, en tierras brasileñas, le estaba cumpliendo. Y este partido era el inicio de una nueva era.
Iban 20 minutos del segundo tiempo, y a cero. No se habían hecho daño. Partido friccionado, destructivo. Mucho volante de contención y dribbling –dentro de los márgenes del fútbol brasileño-. Rojas había cortado unos centros, parado un tiro de Eduardo de 30 metros y unos disparos desviadísimos casi cerca del córner. Los entrenadores de ambos equipos veían el partido de muy cerca, al borde del campo de juego, y gritaban una que otra instrucción de vez en cuanto. Estaban nerviosos, eso sí. Muy nerviosos. Rojas estaba concentrado en el juego, y en que su defensa estuviera bien cubierta. No sabía nada de portugués, salvo isquierda y direita (izquierda y derecha), y con eso no alcanzaba. Rojas sabía que con eso no bastaba. Los arqueros deben gritar mucho, ellos tienen la mejor perspectiva del ataque rival y deben dirigir la defensa, además de ser el último hombre para acortar.
Corinthians estaba jugando mejor y Rojas estaba nervioso. Poco a poco el rival estaba manejando los hilos del partido. Y él no podía corregirlos, gritarles, orientarlos.
-¡Direita! ¡Direita!- aullaba y en un momento se sintió como un tonto. Era imposible jugar así.
En el minuto 33 Darío Pereira despejó un centro y Rojas, por alguna extraña razón, comenzó a pensar en la pregunta de su esposa: “¿De quién es esa cosa, Roberto?”. Había respondido bien, ¿o no? Ya no importaba. La pregunta seguía en su mente: “¿De quién es esa cosa, Roberto?”. Y en un instante se le vino a la mente lo de la necrosis, el extraño efecto que les da a quienes bucean a los 30 ó 40 metros cuando adquieren una especie de emborrachamiento que los aletarga. Algunos realizan movimientos de borracho y se sacan el regulador del oxígeno. Para evitar este efecto deben subir unos diez metros para luego volver a descender, si es que uno se siente en condiciones de hacerlo. A Rojas se le vino a la mente esta curiosidad que había leído en un National Geographic antiguo. ¿Pero por qué?
¿A propósito de qué? El arquero se autosugestionó que era algo negativo, era una mal augurio, pensaba que este recuerdo tenía un significado maligno. Descender, bajar a lo más bajo. Definitivamente algo malo iba a pasar. Y él iba a estar metido en el centro de ello.
El juego siguió y Osmar Santos lo narró así: “Chirulirulá Chirulirulí. Recoge el rebote Darío Pereira, toca para Lé, Lé se da vuelta, la lleva a control remoto; pero intercepta Eduardo, toca largo para su portero Valdir Peres, Peres para Roberto, avanza, lleva el balón, mira…mira adelantado a… “.
A lo lejos ambas hinchadas alentaban tocando samba con pitos y maracas. Una música alegre y colorida, frenética y cadenciosa. La gente en las tribunas se estaba divirtiendo. Algunos niños, de unos once años, estaban arriba de la reja, sin polera, su pelo rubio se movía travieso por la brisa primaveral. Y reían, estaban dichosos. El partido estaba entretenido. La música era fenomenal. Hasta Rojas, con la música, se sintió mejor. Era un día de fiesta, de alegría. “Tonterías, no me va a pasar nada”, pensó y sacó el balón del fondo de la red y la devolvió con una patada medida; más alta que fuerte, al centro de la cancha. Lo habían pillado adelantado y le habían marcado un gol igual a los que le hacía, en las juveniles, el idiota de su compañero, ese imbécil fanático de Iron Maiden. El muy desgraciado siempre le hacía goles de sombrerito, de emboquillada. Siempre lo sorprendía adelantado. ¡Maldito desgraciado! Tenía una zurda mortífera, precisa, mentirosa. Por eso odiaba el rock; aunque la samba tampoco le gustaba mucho.
Osmar Santos siguió narrando: “Chirulirulá Chirulirulí Es un espectáculo…Corinthians es el alma de este pueblo, el pueblo de las calles… la fiesta del pueblo…Hoy más que nunca… El Timao del jardin, de las villas…de toda esta ciudad”, señaló y luego calló. Se secó la frente. Y continuó callado por unos segundos. Por varios segundos.