Por Ricardo Paredes Vargas
Si usted lee esto, seguramente pensará cómo un perfecto desconocido puede escribir un título tan pretencioso. Intentaré explicarlo a partir de un aserto: hay episodios intranscendentes que con el tiempo adquieren dimensiones que nunca imaginamos. Esto que relataré, en mi humilde opinión, corrobora la aseveración anterior de que eventos sin ninguna importancia o a los que les atribuimos escasa relevancia en su momento, al final, terminan por imponerse y lo marginal, finalmente, desplaza a lo central.
En 2001, tuvo lugar el “Encuentro Internacional de Poetas – Chile Poesía” que reunió a algunas de las principales figuras de la poesía contemporánea mundial. Fue un acontecimiento que tuvo gran repercusión en Chile y también fuera de nuestras fronteras. Este encuentro se realizó, entre el 20 y el 26 de marzo, en diferentes ciudades de la zona central de nuestro país, una de las cuales fue Cartagena. El tradicional balneario de la Quinta Región, recibió el día sábado 24 la “Visita al litoral de los poetas” parte del programa oficial que consistía en un par de actividades, primero en la tumba de Vicente Huidobro y continuaba después en la casa del poeta. Sería un día soleado y caluroso como lo son en la zona central en esa época del año, cuando apenas ha terminado el verano.
Había llegado a Cartagena el día anterior gracias a una invitación del entonces alcalde don Luis Alberto García Rojas. Ese día, ansioso, me había levantado para dirigirme al lugar donde se realizarían las actividades. Tomé un colectivo hasta el lugar en que se encuentra la mencionada tumba en una colina frente al mar. El chofer, muy amable y orgulloso de su ciudad, se mostró contento de la visita de tantas personas importantes.
Como aún era temprano, no había visitantes, sólo algunos trabajadores municipales que daban los últimos retoques a la ornamentación del sitio, limpiando y acomodando los pastelones de pasto que contrastaba con el color amarillo de la hierba reseca del cerro. Recorrí con total tranquilidad el lugar. La tumba y los muros que la rodean lucían impecablemente blancos como lo permite un trabajo de pintura reciente. Hoy, casi veinte años después, miro las fotos, un tanto descoloridas, y reconstruyo la visita a ese lugar. Casi veinte años, que no son nada y son tanto; todos hemos cambiado y algunos ya no están.
La lápida que cubre la tumba señala “Aquí yace el poeta Vicente Huidobro 1893 – 1948. La que está erguida en la cabecera contiene la célebre inscripción “Abrid la tumba. Al fondo de esta tumba se ve el mar.” Detrás hay un muro en cuyo centro está el nombre del poeta, manuscrito, en gran tamaño y en cada lado hay un libro abierto. El del costado izquierdo, en su página izquierda contiene el texto que dice “Guiado por mi estrella / con el pecho vacío / y los ojos clavados / en la altura / salí hacia mi destino.” La página derecha continúa el texto: “Oh mis amigos / aquí estoi[1] / vosotros sabeis[2] acaso / lo que yo era / pero nadie sabe lo que soy.” Abajo se lee “El paso del retorno” (1948), que alude al título del poema publicado por la hija en forma póstuma. El libro que está en el costado derecho del muro está abierto pero ambas páginas están en blanco.
Mientras esperaba que pasara el tiempo apreciando el bello entorno, conversé con el jefe de los trabajadores, Director del Departamento de Ornato, si no recuerdo mal. Un hombre joven, simpático, quien me conversó acerca de los trabajos que realizaban y de las actividades que se realizarían esa mañana, y con el cual, a medida que avanzaba la conversación, fuimos encontrando afinidades. Entretanto, se veía llegar a algunas personas.
Quizá la hospitalidad natural, estimulada por mi aspecto de afuerino o la simple curiosidad que causaba mi presencia llevaba a aquellas personas a acercarse y hablarme. Así se produjo el contacto con Lonko Kilapan, pero yo no sabía de quién se trataba. Seguía siendo temprano. Recuerdo que un hombre mayor se me acercó con evidente intención de establecer una conversación. Era un hombre alto, robusto y de rasgos caucásicos. Vestía un largo abrigo de color negro y un sombrero blanco. También, recuerdo que llevaba un maletín. En la foto donde creo reconocerlo se ve de costado, sentado en uno de los bancos al lado de la tumba.
Él partió con la presentación, seguí yo con mis datos. Mostró su agrado cuando le conté que era profesor y cuando le dije que iba desde Osorno, le sorprendió que hubiera llegado desde tan lejos. Se había presentado, como ya anticipé con el nombre de Lonko Kilapan, y en la conversación que siguió le dije que en la lengua mapuche el nombre Lonko significaba cabeza, jefe. Me dijo que no era mapuche, aludiendo tanto al término como a él mismo, sino araucano. Debiendo de haber notado mi incredulidad y para ahorrar explicaciones, supongo, sacó una cédula de identidad –de aquellas tarjetas plastificadas de color gris claro y con una foto en blanco y negro, que hace años quedaron en desuso- y me la mostró. La miré con suma detención, sin notar rastros de adulteración, y comprobé que, siendo original el documento, su verdadera identidad estaba acreditada. Ése era su nombre. A continuación, profundizó en la diferencia de fondo, a su juicio, entre mapuche y araucano. La primera diferencia era notoria a simple vista y consistía en la estatura. Mientras los mapuches en general somos bajos, los araucanos según su descripción son altos. En cuanto al origen, los mapuches son precolombinos, pero los araucanos son descendientes de los griegos, llegados por tanto de Europa. Eso explicaba las demás diferencias. Él se consideraba a sí mismo como araucano. No retengo los detalles de la conversación, pero hubo alusiones al continente perdido de la Atlántida. Kilapan -cuyo nombre original era César Navarrete- se veía sumamente convencido de la veracidad de su teoría que a mí ya me sonaba tan novedosa como inverosímil. A esta hora ya habían empezado a llegar los vehículos que traían a los poetas y me despedí de Lonko Kilapan. Hay cosas de las cuales uno se lamenta y esta es una de ellas: no haber tomado una foto de mi interlocutor ese día. ¿La razón? Supongo que en ese momento no lo consideré.
Alisté mi vieja y fiel cámara Olympus, una máquina de fotógrafo amateur, y me dispuse a guardar un registro personal de estas visitas ilustres. Hoy puedo reconocer en las imágenes a Ferreira Gullar, poeta brasileño, sonriente con su melena blanca; a Alberto blanco, de México, a los peruanos Antonio Cisneros y Carlos Germán Belli; a los chilenos Gonzalo Rojas y Raúl Zurita, grandes poetas del último tiempo. También tomé unas fotos a esos enormes poetas Yevgueni Yevtushenko, de Rusia, y Hans Magnus Enzensberger, de Alemania, quienes descendieron del mismo vehículo y se trataban como dos grandes amigos.
Me dirigí al vehículo que transportaba a Ernesto Cardenal, de prisa, porque ya se empezaba a agrupar, expectante, la gente. Le presenté unos libros que había llevado para su firma y que atesoro desde mis tiempos de estudiante universitario. La mayoría de ellos los había comprado en librerías de Bariloche –que eran verdaderos paraísos para los lectores- con la plata que ganaba trabajando en las vacaciones como peón de la construcción junto a mi padre, un obrero que había tenido que aprender albañilería en el exilio-. Los miró, los hojeó con mucha atención y le parecieron interesantes algunas ediciones. No le conté que para el examen de grado para optar al título de profesor había escogido parte de su obra poética. La razón fue que el trabajo lo perdí y pensé que si me lo pedía iba a estar en apuros.[3] De este encuentro con Ernesto Cardenal me quedé con una foto de recuerdo. Era una de las personalidades por las cuales me encontraba ahí ese día.
Concluido el acto en la tumba de Vicente, tendríamos que trasladarnos hasta la casa, que, afortunadamente, queda cerca. Bajamos por el camino de tierra hasta la casa donde los garzones estaban sirviendo bebidas, y comida también. El cóctel era afuera de la casa donde los poetas brindaban junto con el público y donde también estaban los obreros municipales junto a su jefe. En esa reunión de amantes de la poesía, creadores, lectores, estudiantes, trabajadores –el lenguaje del pueblo es la poesía- pude conocer a Juan Gelman, hombre simpático, pausado, marcado por la tragedia pero luchador indoblegable por la verdad, la justicia y la vida. Dueño de un gran sentido del humor, compartimos unas copas de vino y mientras nos tomaban fotos Gelman pidió más vino y alguien dijo que otro alguien podía pensar que era un borracho y él, muy suelto de cuerpo, dijo he hecho tantos méritos toda la vida para que ahora no me lo reconozcan, y reímos y bebimos. Un honor conocerlo.
Entre tanto ajetreo con la llegada de los poetas a la tumba del vate, el acto, la bajada desde la tumba de Huidobro hasta su casa para un nuevo acto y un cóctel, entre tanta gente ilustre y no tanto, ya no vi más a Lonko Kilapan. En mi maletín quedó una hoja fotocopiado de su poema escrito a máquina, con su dedicatoria y autografiado. La “Visita al litoral de los poetas” continuaría con un almuerzo en la casa de Pablo Neruda en Isla Negra. Y yo, de vuelta al sur, cargado de gratas experiencias.
Pasarían los años y, como es dable pensar, una serie de hechos que no viene al caso mencionar. Las fotos, el poema y los recuerdos quedaban almacenados en sus respectivos olvidos.
En septiembre de 2009, adquirí “2666” la inmensa novela –en el más extenso sentido del término- de Roberto Bolaño, en cuyas páginas encontré una mención a ese enigmático personaje del cual ya ni me acordaba. Me refiero a Lonko Kilapan. A partir de la página 276 de la novela, Amalfitano, un profesor de filosofía, recuerda un libro de Lonko Kilapan, que lleva por título “O’higgins es araucano” y ofrece 17 pruebas.
La mente, que es rápida cuando de asociaciones se trata, me llevó al episodio de esa novela – nivola, titulada Niebla, en que su autor, Miguel de Unamuno, recibe a su personaje Augusto Pérez en su casa. Yo había estado con un personaje que seguramente ya estaba muerto[4], pero que ahora emergía como una ficción literaria. No lo vería más pero podría reencontrarlo en el libro de Bolaño. Era mi contacto efímero con la inmortalidad. También me quedaba su poema, un regalo que conservo hasta hoy y que más adelante encontrarán.
Pero ya que estamos con Amalfitano, veamos cómo reaccionó y qué pertinencia puede tener recordar sus conjeturas en estos días. Por supuesto, siempre es mejor leer la novela y sacar sus propias conclusiones. En fin. La primera vez, Amalfitano leyó el libro de Kilapan muriéndose de la risa. Después con “algo parecido a la risa pero también con algo parecido a la pena”. Se pregunta si no es un hombre de paja, un factótum, y si Kilapan no fue quien escribió el libro, y si ni siquiera existía, ni los cargos que se atribuía, y si sólo era un seudónimo, nom de plume, de Pinochet. La prosa de Kilapan -quien murió en enero del año 2003- podía ser la de Pinochet, pero también la de Aylwin, Lagos o Frei o la de cualquier neofascista de la derecha o la de los políticos socialistas elogiando la política económica de la dictadura. “En la prosa de Kilapan no sólo cabían todos los estilos de Chile sino también todas las tendencias políticas.”[5]
A continuación el poema y un anexo fotográfico:
Himno a Cartagena
Herradura hecha de cerros
Joya de espuma y arena,
Frente al horizonte azul
Despliegas tu poesía
Ciudad linda Cartagena.
Tus castillos legendarios
Impregnados de leyendas
Florcen* en el recuerdo
Tantos triunfos tantos nombres
De un tiempo que ya se fuera.
Los virtuosos del pincel
Te aprisionan en sus telas
Y tu Vicente Huidobro
Galopa sobre la historia
Con su legión de poetas
Abre tus ojos de mar
Despiértate Cartagena,
Enciende otra vez tu faro
Porque has sido y serás siempre
De todas las playas reina.
Lonko Kilapan
Casilla 39 – Cartagena
Con su dedicatoria y firma.
*Así figura en el “original”
Ricardo Paredes Vargas
Profesor de Castellano y Filosofía
[1] Así está escrito en el monumento.
[2] Ídem.
[3] En aquellos años de 1980, 1981, no se utilizaban los computadores. Además, se trataba de preparar un tema de entre un listado y no era requisito una tesis, en cuyo caso hubiese debido imprimir los ejemplares, quedando la evidencia material. En la preparación del tema había contado con la invaluable ayuda de ese gran maestro, Iván Carrasco, Doctor en Filosofía, un experto en poesía latinoamericana.
[4] Kilapan murió en enero del año 2003, en julio del mismo año murió Bolaño.
[5] Bolaño, Roberto, 2666, Edit. Anagrama. Barcelona, 2008, pág. 287.