Por Jorge Fornet
Cagliari 1
El rostro es hermoso y perfecto, demasiado tal vez, casi un perfil sobrehumano en sus proporciones. Me quedo extasiado mirando sus labios levemente entreabiertos, la nariz y los pómulos exactos, el mentón único. Pero al desviar la mirada apenas unos centímetros no puedo evitar el choque que me produce el ojo izquierdo salido de su órbita, o para ser preciso, dentro de ella pero despojado de párpados y carnes que dejan al descubierto el globo, y luego la piel levantada y el cráneo seccionado, como si el estallido de una granada hubiera producido un corte perfecto de ese ángulo de la cabeza. Al lado, vientres abiertos, manos y pies, órganos expuestos, cuerpos mutilados. La luz del sitio es tenue y las vitrinas están iluminadas por unas lámparas minúsculas, algunas de ellas defectuosas. El joven de la puerta me dice que puedo auxiliarme con la linterna del teléfono pero prefiero forzar la vista y descubrir lo que la penumbra pueda ofrecerme. La colección es imponente, y en varias de las piezas se transita en segundos del asco a la fascinación. Me detengo a mirar a los escasos visitantes y advierto las muecas en sus caras; los veo acercarse buscando detalles, señalando, reconociendo en sus propias manos, por ejemplo, el realismo de las manos de cera. Los cortes parecen remitir, en principio, más que a incisiones anatómicas, a formas de tortura. Detrás de ellos no parece encontrarse el bisturí del médico sino el cuchillo del carnicero o el hacha del verdugo.
La sobrecogedora colección es única en el mundo. Con precisión milimétrica, el artista florentino Clemente Susini elaboró, entre 1803 y 1805, veintitantas piezas en las que se reproducen músculos, huesos, órganos, tendones, venas, nervios, vísceras, piel. Uno de los valores que se atribuyen a las «ceras anatómicas» de Susini es que ni una sola de ellas fue realizada sin tener delante un cadáver que le sirviera de modelo. Sabiendo eso, el vientre embarazado es parti-cularmente sobrecogedor. Durante más de un siglo este conjunto fue el auxiliar perfecto para las clases de anatomía. Aunque la colección se exhibe en la Cittadella dei Musei, donde coexis-ten exposiciones arqueológicas, etnográficas o de arte oriental, pertenece a la Universidad de Cagliari; me lo dice, casi a modo de disculpa, el joven de la puerta, tal vez para que comprenda los problemas de iluminación y lo anticuado de la museografía.
Al salir de allí me deslumbra la intensa luz del mediodía y me detengo un instante a la sombra del arco de entrada para adaptar la vista. Repaso mentalmente la extraña muestra que acabo de ver mientras camino, medio extraviado, por el laberinto de callejuelas del Castello para llegar al Caffé Tramer, al que he tomado la costumbre de ir en busca de un capuchino, un pastel y el aire de los cafés decimonónicos.
El Tramer exhibe orgulloso su año de fundación, 1857, pero ya nada –salvo la desvaída fotocopia de un periódico, semioculta en la estantería– recuerda al más conocido de sus parroquianos, que era en realidad quien me había llevado hasta allí: Antonio Gramsci. Me ilusionaba pensar que en las varias semanas que estaría yo en la isla podría conciliar mis clases con la lectura de sus textos, pero el azar me condujo por otro rumbo. Ahora pienso en la ironía de haber imaginado que venía a Cerdeña buscando a Gramsci y solo haber encontrado el Tramer. Pronto supe que él era respetado por sus paisanos pero muchos le reprochaban que nunca se hubiera interesado por la causa sarda. Había nacido en la isla, sí, pero sus preocupaciones poco tenían que ver con ella. Me enteré, casualmente, aquel mismo día, al salir del Tramer y llamar a un colega de la universidad para comentarle mi impresión de las ceras anatómicas.
Quedamos en encontrarnos en un café concurrido donde estaba con otros amigos viendo, me explicó, Sa Sartiglia, una colorida fiesta popular que se celebraba anualmente en Oristano, un pueblo distante una hora de camino. Me sumé a ellos y por un rato intenté concentrarme en la pantalla para ver aquella fiesta cuya atracción principal eran unos jinetes con atuendos de vértigo que intentaban ensartar desde sus caballos, a todo galope, una estrella colgante cuyo orificio central no era mayor de una pulgada. Cuando el ritual comenzó a resultarme reiterativo, aparté la vista de la pantalla, comenté mis persistentes visitas al Tramer y pregunté por Gramsci. Fue entonces cuando supe que el nacionalismo sardo no había sido una de sus preocupaciones; sí lo era, al parecer, entre mis compañeros de mesa, empeñados en marcar distancias de Italia, como si se tratase de algo particularmente lejano. Uno de ellos, que usaba una barba de anarquista ruso, gesticulaba con tal ímpetu –incluso para hablar de lo más nimio– que en un momento tuve que separar la cabeza ante el riesgo de que fuera a golpearme. En lo único que nos parecemos los italianos y los sardos –dijo entonces– es en que si nos amarran las manos enmudecemos, ni unos ni otros sabemos hablar sin manotear.
Con ellos estaba una mujer de ojos color miel, hermosa y delgada, cuya ropa ampliaimpedía, sin embargo, adivinar su figura. Tenía un aura un tanto misteriosa que acentuaba su atractivo. Como me tocó sentarme cerca de ella, intenté hablarle en un italiano rudimentario con la esperanza de que mi acento le pereciera al menos gracioso, y ella respondió con una precisión que no dejaba lugar a dudas. Era española, pero no logré ubicar su acento atenuado, sobre todo por-que me distraje mirando sus ojos. Aun cuando sonrió me pareció que tenía una mirada triste. Me interrumpió la exaltación de uno, a quien sin duda le atraían las artes de la provocación, que intentaba aclararme que no me dejara engañar por el patriotismo de los otros, que no existía la lengua sarda sino un montón de dialectos, muchas veces incomprensibles entre sí, que cada vez contaban con menos hablantes. A la vuelta de unos años, aseguraba, el sardo sería poco más que un acento y ciertos vocablos incrustados en la peculiar variante del italiano que se hablaba en la isla. Los otros, enardecidos, contratacaban. Para restablecer la concordia alguien pidió una botella de nepente con el argumento de que –parecía citar de memoria– adormecía el dolor, calmaba la cólera y hacía olvidar todos los males, como las aguas del Leteo. Y además, añadió, es una bebida literaria que aparecía ya en la Odisea. Brindamos y probé: era un licor delicioso. Miré la etiqueta y leí una frase de D’Annunzio: «Non conoscete il Nepente di Oliena neppure per fama? Ahi lasso!!». Por decir algo, para llenar el vacío entre ella y yo, tal vez para impresionarla, comenté a mi compañera de mesa: «entonces esto es lo que D’Annunzio tomaba para escribir Los novios». Ella esbozó una sonrisa que no dejaba margen para mucho más, así que devolví mi atención a lo que se discutía en la mesa. Otro aseguraba que Cerdeña debió haber sido española. Dije lo obvio, que de haber sido así hoy estarían renegando de España y peleados a muerte con ella. Naturalmente, respondió el de barba de anarquista ruso, pero dado que no ocurrió de ese modo, preferimos, de las dos penínsulas, a la ibérica. La discusión parecía dirigirse a un callejón sin salida, así que insistí en sacar algo en claro de mi vecina de ojos color miel. Me contó que estaba de paso en la isla pero que había vivido un tiempo en Alghero, una ciudad medieval que en algún tiempo fue catalana, en el norte, a unas tres horas de Cagliari. Me dijo que no debería perdérmela, y comenzó a hablar con tal entusiasmo, hasta entonces extraño en ella, que logró contagiarme. De paso me recomendó un lugar donde comer unos deliciosos spaghetti ai ricci. Debo haber puesto cara de asombro: ¿ricci? Erizos, aclaró, espaguetis con erizos, tienes que probarlos. ¿Y a qué saben? Me di cuenta de que todos escuchaban cuando me dieron una respuesta unánime: a mar.
Los sardos –fue mi única conclusión clara– son incansables, así que inventé cualquier excusa para retirarme y me iba a levantar cuando uno de ellos, tomándome del brazo, me preguntó si estaba al tanto de la extraña aventura sarda de Feltrinelli. ¿Qué Feltrinelli, el editor? El mismo, sí, ¿no conoces esa historia? Yo no tenía idea, en verdad, y allí la escuché por primera vez. La vida tiene esas ironías: vine buscando a Gramsci, rectifico, y me encontré con Feltrinelli. Escuché la historia, que me parecía delirante, y pensé que no podía abandonarla, que debía averiguar más. Ahora era yo el que estaba sentado mientras los otros se levantaban para despedirse, entre gritos y manoteos, cuando adiviné en su gesto que la mujer de ojos de miel quería decirme algo. Me pareció por un momento que la mirada antes triste se tornaba pícara, acompañada por una levísima sonrisa que iluminaba su rostro; pensé que era una pena el hecho de que probablemente no volviera a verla nunca. Me acerqué, al tiempo que ella se inclinó un poco hacia mí, hasta casi rozar mi oreja con sus labios. Los novios, escuché entonces que susurraba, no es de D’Annunzio sino de Manzoni. Volvió a separarse, sonrió una vez más y se perdió entre la gente.
Madison
Viajo con Marcelo, un amigo poeta, a Spring Green, un pueblo a unos sesenta kilómetros al oeste de Madison donde pareciera que nunca ocurre nada, porque quiere que conozca Arcadia. La señal que anuncia la entrada al pueblo advierte que habitan allí 1628 almas. A diferencia de ese sitio apacible, Madison vive la comedida agitación de las ciudades universitarias. Llevo ya varios días impartiendo un curso sobre un tema que cada vez me interesa más: el de las relaciones entre el intelectual y la revolución. En los últimos años, me doy cuenta, he ido separándome de la literatura a secas, y el cruce entre los escritores y la historia (quizá debería escribir Historia) me atrae de manera particular. Tal vez sea una reac-ción a ese rechazo que provoca en los escritores de las últimas décadas la idea del compromiso. Mientras más despolitizados se presentan los de hoy, más atractivas me parecen aquellas épocas en que los intelectuales se veían arrastrados por el huracán de la historia y la política, y el modo en que intentaban conciliar una pasión individual con un proyecto colectivo con el que, a menudo, entraban en colisión. Por puro azar yo venía llegando prácticamente de la patria chica de Gramsci. Si bien aprendí poco de él allí, me parecía que aquel podría ser el sitio ideal para hablar de esos temas sobre los que volvería en Madison.
Es curiosa esta ciudad. Su centro y parte de la universidad misma se encuentran en un istmo entre dos lagos. Como es capital del estado, tiene un elegante capitolio cuya planta de cruz griega me sorprende. Los fines de semana se llena de visitantes alentados por visitas guiadas o simplemente atraídos por la majestuosidad del edificio. Decidí hacer por mi cuenta uno de los recorridos que se proponen al turista: el de los fósiles. Alguien tuvo la curiosa idea de proponer ese singular itinerario, el de las huellas del tiempo fundidas en los mármoles. En el tercer escalón de la escalera de la izquierda que conduce del segundo al tercer piso en el lado norte, por ejemplo, puede verse una estrella de mar. Perfectamente pulido por los pasos que día a día se deslizan sobre él, ese animal prehistórico atrapado en la piedra que resistía el paso de los años es el enlace perfecto entre el pasado y el presente. Me parecía una iro-nía involuntaria que el sitio donde se suponía que corría la actualidad y se decidían el presente y el futuro, le hiciera constantes guiños al jurásico. Vigilantes, aquellas extrañas criaturas preglaciares dominaban el lugar, y yo imaginaba que en las noches, cuando se vaciaba, se comunicaban entre sí, guardianas del tiempo, sabiendo que si el mundo no se acababa antes, todavía podrían vivir con varias generaciones humanas de cuyo paso serían testigos silenciosas.
Convocados por el sol, que ha salido por primera vez en Madison en muchos días, y sentados en la atestada terraza del Union Center a orillas del lago Mendota, tomo cerveza con un amigo. A un lado nos queda Picnic Point, la estrecha, larga y boscosa península que se adentra en el agua. Agradezco estar aquí en primavera y haberme ahorrado el invierno brutal de la zona, pero me habría gustado ver todo el lago congelado, y haber caminado desde donde estoy hasta la punta de Picnic Point «sobre las aguas», ahorrándome el desvío que el lago impone al descongelarse. Me cuentan, por cierto, que el deshielo produce estruendos de espanto, y cuando los hielos se par-ten generan pequeños sismos que estremecen los alrededores.
Le comento a mi amigo haber leído recientemente –al cumplirse cincuenta años de la tragedia que enlutó al mundo del soul– que, en el otro lago, el Monona, había caído la avioneta en que viajaba Otis Redding. Pero probablemente no sepas, añadió, quién pasó las últimas décadas de su vida en aquellos edificios al otro lado del agua. No tenía idea, en efecto. Eso que ves allí –señaló hacia unas edificaciones bajas, rodeadas de árboles– es un manicomio, y en él estuvo recluido hasta su muerte Ed Gein. Tuvo que deletrearme el apellido, que aun así seguía sin decirme nada. Tampoco te dirá nada, seguro, su sobrenombre de El carnicero de Plainfield, pero tal vez sí, si te digo que fue el hombre que inspiró a Norman Bates. Lo pensé apenas un segundo: Bates, claro, el personaje de Psicosis. Al parecer, la madre de este señor (así le decía mi amigo, señor) era una mujer posesiva y dominante a la que su hijo quería con devoción, y cuando la señora murió (así dijo mi amigo, señora) Gein selló la habitación, conservándola tal y como ella la había dejado, por supuesto, sin la madre dentro; lo demás pertenece a la imaginación de Hitchcock. Después de eso Gein se dedicó a profanar las tumbas de mujeres recién enterradas y robaba los cuerpos para curtir las pieles. Comparado con eso, los macabros asesi-natos que cometió, concluyó mi amigo, parecen triviales. Visto desde este lado, donde unos niños jugaban tirando piedras al agua y en que todo parecía bello, era difícil imaginar que hubiera habitado allí un ser tan siniestro.
Ed Gein. Volví a acordarme de él en el camino a Spring Green. Unos kilómetros antes de lle-gar con mi amigo poeta nos desviamos; quería mostrarme el American Players Theater. El sitio es célebre por sus temporadas de Shakespeare, y también por sus puestas de Bernard Shaw, Chéjov y Molière. Tanto, que de ciudades más o menos cercanas, de otras un poco más alejadas del medio oeste, y hasta de Nueva York, viajan multitudes para ver sus espectáculos. Visitarlo en abril, cuando aún no ha comenzado la temporada teatral, puede ser sorprendente. Su anfiteatro al aire libre y una sala menor bajo techo se encuentran regadas en un bosque levemente montañoso en que los árboles y la topografía no permiten extender la vista a mucha distancia. Así que el poeta y yo decidimos traspasar la entrada y ascender por un sendero en medio de la vegetación, cuando de repente nos topamos con una aparición escalofriante. Un tipo enorme, de larga barba trenzada, vestido apenas con unas botas altas y una saya, cavaba una fosa. Mi amigo y yo nos detuvimos en seco; por un segundo me cruzaron la mente decenas de imágenes semejantes, y hubiera preferido no ser testigo (o víctima) de lo que podía suceder. Mi compañero también enmudeció pero no pudimos evitar que el sujeto, que más que un asesino serial recordaba a un vikingo, nos sintiera llegar. Levantó la vista, dio unos pasos hacia nosotros, elevó el pico lentamente hasta apoyarlo sobre su hombro, y sonrió. Adelante, nos invitó, me llamo Elliot, ¿quieren conocer el teatro? Aceptamos, alentados por su sonrisa, y Elliot nos hizo un recorrido por el lugar, nos llevó a conocer el enorme anfiteatro y nos contó el programa previsto para la temporada que comenzaría en junio. No, a pesar de su aspecto, nos dijo, él no era un actor del grupo (y mucho menos un asesino, pensé), sino el electricista, y estaba soterrando los cables eléctricos. Prefería hacerlo en estos días tranquilos en que no venía nadie, ni siquiera sus compañeros de trabajo.
Spring Green, al menos durante este fin de semana primaveral, es de una tranquilidad asfixiante. Ninguno de sus mil y tantos habitantes se ve en las calles, los comercios están cerrados, los parques vacíos. Solo parece haber vida en la librería Arcadia, cuyo dueño, fanático de Tom Stoppard, tomó el nombre de una obra suya. Pequeña pero excelentemente surtida, Arcadia muestra una mínima agitación que parece un tornado en medio del silencio y la quietud aplastantes de su entorno. Recorro los estantes, acaricio los lomos de los libros, hojeo alguno que otro y topo con una graciosa frase que decora una pared: «Books are no more threatened by Kindle than stairs by elevators». Esa tarde, además, presentan un libro escrito a cuatro manos entre un profesor de algún recóndito college, y un native American. Hablan y responden preguntas políticamente correctas de los asistentes, una docena de ancianos que terminan comprando el libro. A nuestro lado, una mujer cortés y de belleza declinante nos recuerda que la próxima semana presentarán un libro que, según cree, puede interesarnos. Le explico que será difícil regresar y me pregunta si ya conozco el lugar y sus alrededores; insiste, sobre todo, en que no nos perdamos Taliesin, un idílico sitio que hemos dejado atrás, muy cerca del American Players Theater. Al regreso, insiste, vale la pena desviarse un poco para visitarlo. Le sonreí a modo de despedida, y cuando nos íbamos me preguntó si, por cierto, tenía yo alguna idea de quién había vivido allí.
Alghero
Yo conocía algo, claro, de las relaciones de Giangiacomo Feltrinelli con Cuba, su presencia –como la de muchos otros italianos ilustres (Einaudi, Luigi Nono, Rossana Rossanda, Francesco Rossi…), fascinados con la Revolución Cubana– en el Congreso Cultural de La Habana y, sobre todo, la leyenda de que fue él quien lanzó al mundo una de las fotos más famosas de la historia. Y sabía algo también de su trágico final, pero lo ignoraba todo de aquella historia delirante que la mayoría de mis conocidos sardos había escuchado al menos una vez. Busqué varios días después en la librería de Via Roma (sí, precisamente en la Feltrinelli) la biografía que escribió su hijo Carlo y pude ir atando ciertos cabos. Supe, por ejemplo, que durante años no se le permitió la entrada a los Estados Unidos por haber sido militante del Partido Comunista Italiano (PCI). Supe también que en 1958 una nueva solicitud de visado fue respondida afirmativamente en pocas semanas, seguramente como consecuencia del «efecto Pasternak». Esta otra parte de la historia es mejor conocida: fue él quien propició la salida clandestina de la Unión Soviética del manuscrito de Doctor Zhivago, su traducción al italiano y su primera edición mundial en 1957. La resonancia de la novela, que hasta 1960 había vendido ciento cincuenta mil ejemplares, derivó en una conocida versión cinematográfica, un Premio Nobel para su autor, la ira del PCUS, la expulsión de Feltrinelli del PCI y la bienvenida a los Estados Unidos, donde estuvo con su esposa Inge, pasando por México, desde las navidades de 1958 hasta abril del año siguiente, para conversar con los editores de aquel país sobre su autor más exitoso. Allí los sorprendió la noticia de una revolución triunfante en Cuba. Aprovecharon entonces para viajar brevemente a la Isla en busca de Hemingway; ella lo había conocido tres años antes y ahora quería presentarlo a su marido. En La Habana encontraron el entusiasmo y el caos de una revolución naciente, con los barbudos armados en las calles y una amalgama multirracial que los sorprendió.
Leo y tomo notas en Alghero, a donde he viajado un fin de semana para conocer el lugar que tanto me recomendó la mujer de los ojos de miel. Leo lentamente, alternando la vida del editor con los paseos por una ciudad tremendamente hermosa. Me pierdo por sus callejuelas, camino luego por el paseo junto al mar, me detengo ante un torreón en que estuvo prisionero durante años Vincenzo Sulis, uno de esos héroes-traidores sobre quien he leído algo que no logro precisar. En una plaza inesperada en medio del abigarramiento de la ciudad medieval, veo que se trata –según recuerda una placa– de un sitio bombardeado durante la Segunda Guerra Mundial. No se dice nada de quién realizó el bombardeo, provocado más como parte de la guerra sicológica que la real, en una ciudad y una isla irrelevantes desde el punto de vista militar. Ante el enigma, recordé que en su Historia natural de la destrucción Sebald comentaba la culpa terrible con la que el pueblo alemán soportó las toneladas de escombros –no digamos ya las víctimas civiles– provocadas por los bombardeos aliados. Así, el vacío dejado en lo que era hoy una placita en Alghero parecía el fruto de una bomba salida de ninguna parte, como forma de expiar el pecado de estar en el lado equivocado.
Vuelvo a Feltrinelli para descubrir que su verdadera relación con Cuba se inició unos años después de aquella primera visita. Su aventura en la Isla –dice Carlo y lo repite Inge en una entrevista que leo después– se divide en dos fases: la primera tuvo lugar entre 1964 y 1965, cuando el editor propuso gestar un gran libro, un best seller a la altura de Doctor Zhivago: las memorias de Fidel Castro. Al parecer, Carlos Franqui sirvió de mediador entre Feltrinelli y el líder cubano; y, según la versión del hijo del editor, estaba previsto que fueran Valerio Riva y Heberto Padilla quienes sirvieran como ghost writers para dar forma al material que surgiera de las conversaciones entre Feltrinelli y Fidel, que luego sería revisado por este. El hecho es que en febrero de 1964 Feltrinelli estaba en La Habana para conocer al Primer Ministro cubano y empezar a trabajar con él. Según ha contado Inge, estaban hospedados en la Casa de Protocolo número uno, una fabulosa mansión que había pertenecido a un «barón del azúcar», en la que poco antes se había hospedado el enviado soviético Anastas Mikoyán.
Durante una semana los Feltrinelli esperaron en vano la visita de Fidel, así que Inge convenció a su marido de irse a la playa, con tan mala suerte que ese mismo día apareció Fidel a saludarlos. Luego les reclamaría por teléfono que no lo hubieran esperado pero regresó esa misma noche para el primer encuentro. Casualmente estaba también en La Habana, como jurado de la Casa de las Américas, Italo Calvino. Había regresado por primera vez a la ciudad cerca de la cual había nacido y en la que, aquella misma noche, tenía prevista una lectura de «El camino a San Giovanni». Ahora que tengo noticias de esa coincidencia releo el hermoso y medio adolorido texto (la versión de Aurora Bernárdez que publicaría la revista Casa… en aquellos días) en que Calvino vuelve sobre una rutina que lo acercaba y lo alejaba de su padre, un trayecto por el campo que era también la historia de un trayecto y un desencuentro vitales. Feltrinelli lamentó no poder escuchar esa noche la pausada y conmovedora historia de Calvino, arrastrado por la vorágine de su primer encuentro con Fidel. Fue, según todos los testimonios, una conversación larga y relajada en que este le confesó a su interlocutor haber leído Doctor Zhivago en tiempos de Batista, publicado por El Diario de la Marina. Feltrinelli se quejó de que «esas ratas» hubieran pirateado la novela, si bien en el transcurso de su relación con el líder cubano terminaría concordando con él en la necesidad de abolir la propiedad privada intelectual, que Fidel planteaba como condición para que los cubanos accedieran a todos los libros. Aquella noche en que se encontraron por primera vez, Fidel desafió a Feltrinelli a ver cuál de los dos preparaba los mejores espaguetis. Desde entonces, aquel iba cada mañana a casa del editor a trabajar en el libro, dictando o utilizando el método de preguntas-respuestas sobre los más variados temas, incluidas las discrepancias, como el reproche de Feltrinelli a la obsesiva homofobia de las autoridades cubanas. En los descansos, subían a jugar básquet al techo de la casa donde Inge se ocupó de tomar algunas fotografías que han quedado como testimonio. En ellas se ve a Fidel, balón en mano, mientras el editor lo observa medio perplejo con esa cara que uno no sabe bien si se parece a don Quijote o a Groucho Marx.
Tras un mes de sesiones Feltrinelli volvería a Milán y dejaría a Riva en La Habana encargado de ordenar el material. Al año siguiente regresó con una versión del libro. Esta vez le tocó alojarse en el Habana Libre, y como conocía la tradición de tener que esperar para reunirse con Fidel sin saber cuándo, optó por colgar en la puerta de su habitación un cartel que decía: «Huelga de hambre». A la media hora vinieron a avisarle que el Primer Ministro lo recibiría la noche siguiente.
La «huelga» de Feltrinelli me hizo darme cuenta de que hacía horas no comía nada. Salí a buscar algo, mientras el maestrale –que soplaba intensamente desde esa mañana y calaba los huesos– me obligaba a avanzar despacio. No me resigno a entrar en cualquier lado sino que busco el sitio que me recomendó mi efímera amiga de los ojos de miel, donde encontraría unos espaguetis con erizo que no olvidaría. Confirmo que tenía razón, y mientras lo paladeo vuelvo a pensar en la historia del editor exitoso, de familia adinerada, al que la Revolución Cubana le tuerce o, al menos, le corrige el rumbo. Entiendo que los escritores de hoy quieran mantener distancia de esas pasiones arrasadoras, sobre todo porque saben que al final del camino no se halla el paraíso prometido, pero aun así esa entrega me fascina. Y sé, desde luego, que en sus vueltas y revueltas –pese a tantas decepciones– llegarán otros también apasionados y dispuestos a envolverse en la marea de la historia.
Aquellas memorias, como se sabe, nunca llegaron a término, pero en 1967 comienza una nueva etapa, ahora mucho más políticamente militante, de Feltrinelli con Cuba, Latinoamérica y la causa de la revolución mundial. A partir de entonces publicó, entre otros libros, la oración fúnebre de Fidel a la muerte del Che, el Libro rojo de Mao, los discursos de Ho Chi Minh, las estrategias del general vietnamita Vo Nguyen Giap, Para leer «El Capital», de Althusser y, entre los autores latinoamericanos, a Asturias, Sábato, Carlos Fuentes y Vargas Llosa. La suya fue, además, la primera traducción a cualquier lengua de Cien años de soledad. Por si fuera poco, en agosto de aquel año publicó el primer número de la revista Tricontinental, órgano de la Organización Latinoamericana de Solidaridad (Olas), en cuya incendiaria Conferencia, recién celebrada en La Habana, se proclamó que «el deber de todo revolucionario es hacer la revolución».
En un nuevo viaje a La Habana en abril del 67 Feltrinelli había conocido a Korda. Éste le mostró varias fotos de su archivo, incluida una del Che tomada el 5 de marzo de 1960, durante el discurso de despedida de los mártires de la explosión de La Coubre, en que Fidel pronunciara por primera vez la consigna clave de la Revolución: «Patria o Muerte». Fue así como dieron con Guerrillero Heroico, la foto que un año más tarde comenzaría a darle la vuelta al mundo y se convertiría en una imagen icónica de la lucha revolucionaria, mucho antes de ser fagocitada por el mercado.
En enero del 68 Feltrinelli regresó a Cuba por tres semanas para asistir al Congreso Cultural de La Habana. Durante su estancia –cuenta el hijo– trabajó en un ensayo sobre la situación italiana y la guerra de guerrillas, donde hablaba de la estrategia a seguir en su país. Existe un testimonio adicional de aquellos días habaneros contado por otro editor, Carlos Barral, en sus Memorias. Recuerda allí Barral que su primer viaje a La Habana había tenido lugar en 1963, para «negociar un cuantioso pedido de libros de mi catálogo en la que ha sido, creo, la única operación verdaderamente comercial que he hecho en mi vida». Gracias a esa operación de envergadura –que Barral dice haber coordinado desde el despacho de Valerio Riva en la sede de la editorial Feltrinelli, en Milán– circularon en Cuba miles de ejemplares de Seix Barral, incluida la recién aparecida novela La ciudad y los perros. Recuerda Barral, además, que durante el Congreso Cultural, en una de las fiestas paralelas, estaba Feltrinelli, quien «predicaba de corro en corro su absoluta fe en la revolución perfecta y su voluntad de colaboración y de exportación del modelo». Y añade el catalán: «Fue probablemente en aquellos días cuando se forjaron los extremosos ideales políticos que lo llevaron hasta la muerte en acto de servicio, en la voladura de una torre eléctrica de su Lombardía natal».
El 20 de mayo del 68, mientras París ardía, los estudiantes cubrían las paredes de ingeniosos grafitis y nueve millones de obreros franceses se iban a la huelga, Feltrinelli recibió un mensaje urgente de La Habana. Al aterrizar supo que el Diario del Che en Bolivia había llegado a manos del gobierno cubano en el mayor sigilo, y que Fidel –en una estrategia de distribución mundial– había previsto entregárselo a él, al editor francés François Maspero, a Arnaldo Orfila para la editorial mexicana Siglo Veintiuno, y además a la revista chilena Punto Final que, se sabría después, había servido de intermediaria para que el diario llegara a Cuba.
En dos noches, encerrado en una casa de El Vedado, Feltrinelli tradujo el diario del Che para la que resultaría ser su primera edición a una lengua extranjera. Aquella edición apareció con un llamado en la portada advirtiendo que todas las ganancias se destinarían a los movimientos revolucionarios en la América Latina y estuvo acompañada por miles de carteles con la foto de Korda.
La historia me tenía enganchado porque formaba parte, precisamente, de esas relaciones entre el intelectual y la revolución que cada vez me interesaban más y de las que yo intentaba hablar en mis clases. Las lecturas de aquellos tres días en Alghero me orientaron y me permitieron entender mejor tanto una época y a algunos de sus protagonistas como un tema que me resultaba cautivante. Pero ni en la biografía escrita por el hijo de Feltrinelli, ni en otras fuentes que me irían cayendo en las manos, se mencionaba una sola vez la historia que había descubierto en aquella conversación con los amigos sardos, y de la que yo quería saber más: su pretensión de organizar en Cerdeña –aprovechando lo que incluso el más modesto manual llamaría las «condiciones objetivas y subjetivas»– una guerra de guerrillas, promover la toma del poder y a partir de ella incendiar el entorno. Convertir a Cerdeña, en pocas palabras, en una Cuba del Mediterráneo.
Taliesin
Taliesin está construida en una breve colina junto al río Wisconsin, sobre un terreno a pocos minutos de Spring Green. Es una casa hermosa, de líneas sobrias en discreto contraste con el entorno, y fue la residencia principal de Frank Lloyd Wright –además de servirle de estudio y escuela– durante casi cincuenta años, es decir, la mayor parte de su vida. Hasta llegar a este sitio yo identificaba a Wright sobre todo con sus obras más célebres: el museo Guggenheim de Nueva York, la casa de la cascada y dos o tres más que, por cierto, había concebido y proyectado aquí. Ni siquiera estoy seguro de haber visto antes más que un par de fotos suyas. No tenía idea tampoco de que Wright hubiera nacido en Wisconsin, que el estado y la propia Madison estuvieran salpicados con decenas de obras suyas, ni que estudió (aunque nunca llegara a graduarse) en la misma universidad en la que ahora me tocaba enseñar. Fue tan prolífica su producción a lo largo de tantas décadas, que me cuentan que todavía, de cuando en cuando, se descubren casas proyectadas por él, cuya autoría era desconocida. Que Frank Lloyd Wright, el hombre que en gran medida había contribuido a revolucionar la arquitectura de los Estados Unidos, y que disfrutaba del protagonismo y las apariciones públicas, rehuyera asentarse en sus grandes ciudades modernas (tal vez Chicago, a pocas horas de camino) y prefiriera este ambiente bucólico, no dejaba de sorprenderme. Se cuenta que una vez debió comparecer en un juicio en el que se presentó a sí mismo como el mejor arquitecto de los Estados Unidos. Cuando su esposa le reprochó el comentario, Wright respondió: «No podía hacer otra cosa, querida, estaba bajo juramento».
El edificio más imponente de cuantos diseñara para Madison es un centro de convenciones, el Monona Terrace, situado al borde del lago. Fue diseñado en 1938 pero solo pudo construirse sesenta años después. No es un edificio hermoso, en verdad, aunque ciertos tics que uno asocia con el estilo de Wright –esos balcones sinuosos que son la señal de identidad del Guggenheim, por ejemplo– están allí, menos elaborados. Me pareció un hallazgo, sobre todo, el modo en que el edificio conecta el lago con el capitolio. Más que arquitectónico, el proyecto me parecía un logro urbanístico. El día que visité el lugar, dicho sea de paso, había cierta algarabía y, sobre todo, una pequeña invasión de niños atraídos por telescopios, experimentos y demostraciones didácticas organizadas por un grupo de científicos espaciales. La atracción mayor era una piedra lunar que había traído la Apollo XV en 1971. Me acerqué entre la inquieta multitud y vi el pequeño fragmento fundido dentro de una pirámide de un material transparente. La presencia de los niños, que tocaban y se pasaban la pirámide de mano en mano, más risueños que asombrados, le quitaba a la escena cualquier atisbo de trascendencia. Lo que pudo haber sido inimaginable para el hombre que ochenta años antes se había atrevido a diseñar este edificio, era groseramente natural para los niños que hoy correteaban por sus pasillos y salones.
La accidentada historia de Taliesin –cuyo nombre, me explican, tomó Wright de un bardo galés– comienza en 1911, con una primera casa que resultó destruida por un incendio. En 1925 concluyó una nueva versión, y debido a problemas financieros estuvo a punto de perderla dos años después, pero gracias a la ayuda de amigos logró recuperarla y conservarla por el resto de su vida. Si en los primeros tiempos utilizaba la casa fundamentalmente como museo para su colección de arte asiático, a partir de 1922 funcionaría como su lugar de residencia y centro de operaciones. Diez años más tarde Wright y su tercera y última esposa, Olga Ivanovna, conocida como Olgivanna, establecieron en la casa el Taliesin Fellowship, una escuela informal donde estudiaban entre cincuenta y sesenta aprendices. En 1940, ambos y el yerno, William Wesley Peters (quien fue el primero de aquellos aprendices), crearon allí la Frank Lloyd Wright Foundation, que el mismo Peters presidiría entre 1985 y 1991. Una tragedia se cernió sobre los tres cuando en 1946 la hija de Olgivanna, hijastra de Wright y esposa de Peters, Svetlana, así como su hijo Daniel, murieron en un accidente automovilístico cerca de la casa. A Peters el destino le tenía preparado otro giro inesperado.
Hurgando un poco en aquella historia cuyas primeras noticias tuve en la librería Arcadia descubro que en junio de 1937 Wright viajó a Moscú, invitado al Primer Congreso de la Unión de Arquitectos Soviéticos. Aquel no era su primer contacto con la Unión Soviética. En 1932 había respondido brevemente para Pravda algunas preguntas muy generales sobre cómo la crisis económica afectaba la arquitectura en los Estados Unidos. Y un año más tarde el mismo periódico volvió a preguntarle sobre la situación de los intelectuales en su país como consecuencia de la Depresión. Para llegar a Moscú en 1937, Wright viajó con Olgivanna por carretera de Taliesin a Chicago, en tren a Nueva York, en barco a Cherburgo, en tren a París y luego a Berlín, y continuaría en otro tren hasta la frontera soviética. Era una época particularmente convulsa. La Alemania que el matrimonio atravesó fue la de un Hitler que se preparaba a marcha forzada para lanzar su guerra contra Europa. El Moscú al que llegaron, por su parte, era ya el escenario de los primeros juicios contra viejos militantes bolcheviques, mientras Stalin desataba la colectivización forzosa de campesinos a un costo humano incalculable.
Pero las relaciones de Wright no iban mucho más allá de las sostenidas con la comunidad de arquitectos. En cuanto al congreso propiamente dicho, la pregunta que lo motivaba era cuál debía ser la función social y qué forma debía tomar la arquitectura en el socialismo, si bien ya antes de la inauguración del encuentro Pravda había establecido la postura oficial, y advertido sobre el deber de liberar a dicha arquitectura del formalismo. Wright hizo su intervención el último día, antes de la ceremonia de clausura. En pocas palabras, lamentaba allí lo ocurrido en los Estados Unidos, donde se había entronizado una megalomanía ajena a la arquitectura orgánica que él preconizaba: «Nuestro más aclamado logro: ¡los rascacielos! ¿Qué representan? Ni más ni menos que una victoria de la ingeniería y la derrota de la arquitectura». Wright expresaba en sus palabras la esperanza de que la Unión Soviética creara una nueva y genuina arquitectura y una urbanización que ya eran imposibles en los Estados Unidos debido a la interferencia de los intereses económicos. Por si fuera poco, Wright expresó sus puntos de vista en el artículo «Concerning the U.S.S.R.», así como en otro preparado para Izvestia donde respondía a la pregunta sobre las diferencias entre las culturas bajo el fascismo y en la Unión Soviética. Cuando sus textos fueron leídos en los Estados Unidos causaron consternación; Wright fue acusado de comunista o simpatizante de los «rojos». Desde entonces, muchos han intentado explicarse por qué el más renombrado de los arquitec-tos estadunidenses, autor de una obra personalísima, viajó a Moscú en 1937. Entre las muchas explicaciones que se han barajado se encuentran la de que le gustaban y revitalizaban los lugares «exóticos», o que era una oportunidad para que Olgivanna regresara a la lengua y la cultura de su infancia. También se ha dicho que Wright quería ver con sus propios ojos los experimentos soviéticos de los años veinte y treinta, que entendía como un desafío a las culturas muertas de Occidente. En aquellos años, para cualquiera que cuestionara el sistema norteamericano, distorsionado más aún por la Depresión, el viaje a la Unión Soviética –se ha dicho– era una propuesta irresistible. Es conocido, además, que tanto Wright como su esposa disfrutaban mostrándoles películas, muchas de ellas rusas, a los jóvenes del Fellowship. Cuando alguien se lo reprochaba, respondían que, como ciudadanos del mundo, aquellos aprendices tenían que explorar todas las culturas, y que a fin de cuentas las películas soviéticas no eran más panfletarias que los westerns. Hay quienes encuentran razones más profundas en aquel viaje, asociadas con el ideal filosófico sobre el que se sostenía el Taliesin Fellowship. Al parecer, dicho ideal estaba muy cercano a la noción griega de paideia, que Wright conoció gracias a su esposa, y que se basaba en un sistema de trabajo en común, altamente organizado, con poco espacio para la expresión individual. En eso el Taliesin Fellowship no se diferenciaba mucho del kibbutz ni, menos aún, del koljós soviético. No deja de resultar paradójico que un artista como Wright, dueño de un estilo reconocible y potente, fomentara un riguroso método de convivencia y de creación colectiva. No era un accidente, por tanto, el que lo había llevado a Moscú, sino toda una concepción que en aquella casa encontraba similitudes con el experimento social que otros estaban llevando a cabo a miles de kilómetros de distancia.
Yo entonces ignoraba toda esta historia que fui armando poco a poco, a partir de aquella visita a Taliesin. De nuevo allí, mientras recorría la casa, o más precisamente, mientras daba vueltas por sus alrededores, al pie del hermoso bosque de muchos verdes en aquella tarde primaveral, volvió a mi mente la pregunta que me formulara la elegante señora de la librería Arcadia, la que poco antes me había recomendado con insistencia que no me perdiera esta visita: ¿Tiene usted idea de quién vivió allí, además de Wright, quiero decir? ¿Allí?, le pregunté a mi vez, y añadí no sin cierta ironía, ¿en la apacible Taliesin? Sí, concluyó, en ese sitio en el que nunca pasa nada vivió la hija de Stalin.
Orgosolo
Convertir a Cerdeña en una Cuba del Mediterráneo fue probablemente el más enloquecido de los proyectos de Feltrinelli. En apenas diez años este pasó de ser el exitoso editor que lanzaba al mundo Doctor Zhivago, a convertirse en un activo militante que intentaba llevar a la práctica el mensaje de Olas de que el deber de todo revolucionario era hacer la revolución. De manera que cuando regresó de aquel último viaje a La Habana en 1968, Feltrinelli viajó a Cerdeña para realizar tal propósito, convencido de que la isla cumplía ciertas condiciones básicas favorables. Su distancia geográfica y cultural de la península, su relativa pobreza, sus inquietudes políticas y cierto nacionalismo parecían generar un caldo de cultivo que podía tornarse explosivo. Pero faltaba algo más importante: quiénes serían los encargados de llevar adelante la lucha y protagonizar el cambio social. Fue ahí donde Feltrinelli encontró una singular tradición que le pareció clave para desencadenar la revolución; una tradición que lo llevó directamente a Orgosolo.
A mi regreso de Alghero me detengo allí solo para conocer un poco el pueblo. Husmeando en algunos sitios digitales, el nombre del lugar aparece una y otra vez, porque fue un punto de partida esencial. Obviamente no hay a simple vista nada que recuerde la historia que apenas voy desentrañando. También me hablan de la existencia de una película llamada Una Cuba mediterránea, que no logro ver, en la que tres personajes viajan a Cerdeña con un curioso fin: hacer un documental sobre la tentativa de transformar la isla en un laboratorio de la revolución europea. Hoy Orgosolo mantiene viva la tradición del mural político, así que muchas de sus paredes están cubiertas con imágenes, escenas y ocurrentes trampantojos. Muchos de ellos son excelentes o ingeniosos, pero ninguno de cuantos vi en el par de horas que estuve allí pareció remitirme a la tradición que convenció a Feltrinelli de viajar a este sitio hacía casi cincuenta años. No pude quedarme más tiempo; debía volver a Cagliari para encontrarme con otra profesora que recién llegaba y que en cierto sentido me sustituiría, así que quedamos en hablar, con la esperanza de pasarle al menos un par de consejos que pudieran serle útiles. Antes de emprender la vuelta a la ciudad ya tenía yo algunas cosas más o menos claras sobre esta historia en la que me había metido.
Por lo pronto, supe que el independentismo sardo organizado, que por largo tiempo estuvo reducido a una elite intelectual, amplió sus bases y tuvo éxito electoral después de la Segunda Guerra Mundial, con la Lega Sarda, de tendencia radical, y ganó fuerza a finales de los años sesenta. Entre ese momento y principios de la década siguiente Orgosolo se convirtió, al parecer, en teatro de resistencia al Estado italiano. De hecho, en el mismo año que Feltrinelli llegó a Cerdeña se constituyeron organismos paramilitares como el Fronte Nazionale de Liberazione de sa Sar-digna, inspirado en ETA, y el Movimentu Nazionalista Sardu, de tendencia filofascista. Pero no fue a ninguno de estos grupos a los que acudió el editor, sino a otro de mayor tradición, raigambre popular y, si se quiere, también literaria.
Feltrinelli tenía su fe depositada en un grupo de presuntos militantes de izquierda y símbolos de la autodeterminación y del independentismo sardo para realizar su utopía. Fue por ello que decidió contactar a Graziano Mesina, quien con apenas veintitantos años se encontraba fugitivo y estaba en camino de convertirse en «el más famoso bandido sardo de posguerra». Mesina capitaneaba un grupo heredero de una genealogía de bandidos que asolaban la isla desde hacía más de un siglo. Tales bandidos, que en otras latitudes alimentaron la literatura y el cine –y en quienes se mezclaba la delincuencia común con cierto espíritu justiciero a lo Robin Hood–, eran para él los encargados de llevar adelante la revolución. Enemigos de clase de la burguesía, tanto como el propio Feltrinelli era traidor a esa misma clase, por un momento pareció que el proyecto podía llegar a buen puerto. Pero el encuentro entre el intelectual y el bandido fracasó, en principio porque Mesina y sus hombres estaban más lejos del idealismo revolucionario que de la praxis delincuencial. Muchos años después se sabría, según documentos de una Comisión creada por el Ministerio del Interior italiano y desclasificados en 1996, que Mesina no había sido contactado solo por Feltrinelli sino también por los servicios secretos, que lo presionaron para abortar la iniciativa.
Desde antes, la historia de Mesina –que había sido arrestado por primera vez cuando tenía apenas catorce años– formaba un prontuario policial de delirio. En 1962 fue condenado a veinticuatro años de cárcel, acusado de homicidio, pero cuatro años más tarde escapó de la cárcel de Sassari, en una de sus más famosas evasiones. Leo que con sus arrestos de entonces la era de renacimiento del bandidismo sardo llegaba a su fin. Después de eso, alternarían en su vida largos períodos de detenciones y de fugas, hasta alcanzar más de veinte, y cerca de cuarenta años preso, más otros diez de arresto domiciliario. En 1992 fue liberado y abrió una agencia turística en su zona de acción, convertida –por obra y gracia suya– en parque temático del bandidismo en la isla. Pero en 2013, es decir, cuarenta y cinco años después de ser contactado por Feltrinelli, Mesina volvió a ser arrestado por tráfico de drogas. Pienso en el rocambolesco destino del bandido y en el trágico final de Feltrinelli como líder de los Gruppi di Azione Partigiana que él mismo había fundado, muerto en 1972 por la bomba con la que pretendió destruir una torre de alta tensión en las afueras de Milán. Paradójicamente, Feltrinelli había leído en clave romántica lo que debió haber entendido en clave realista. De hecho, parecen haberse confundido en él sus convicciones políticas con la vena de lector y editor a quien la literatura había enseñado la capacidad transformadora del sujeto oprimido, del bandido, en este caso. Mesina, sea como fuere, no pudo ser el vehículo que convertiría Cerdeña en la Cuba mediterránea.
He pasado mi estancia más pendiente de esta historia que de ninguna otra cosa y pienso en la posibilidad de que, de no haber visto la exposición de ceras anatómicas, pude no haberme encontrado con aquellos sardos exaltados y la hermosa mujer de ojos de miel. Y, en tal caso, tal vez no hubiera tenido noticias de la aventura sarda de Feltrinelli. Ahora que la conozco y que, en alguna medida, he podido ir armando algo del rompecabezas, me parece que ese relato cierra el círculo de las semanas que pasé allí. Regreso a Cagliari justo a tiempo para encontrarme con la profesora que me sustituirá. En torno a un café conversamos sobre sus tareas, le explico algunas gestiones que debe hacer y le hago sugerencias que pueden ayudarla. No le comento nada, dicho sea de paso, de este relato que por el momento prefiero reservarme con la ilusión de escribir algún día sobre él. Ya es poco lo que me queda por hacer en la isla, aparte de recoger mis cosas y despedirme de los amigos. Se lo digo a mi colega, y añado sin ánimo de sorprenderla que lo único que quiero hacer antes de irme es comer por última vez espaguetis con erizo. ¿Con erizo?, reacciona de inmediato, y entonces me doy cuenta de cuánto había ido naturalizando yo mismo lo que hace unas semanas me parecía extraordinario. ¿Y a qué saben?, pregunta con una cara que oscila entre el asombro y el desagrado. No lo pienso ni un instante. Simplemente digo: «A mar».
Spring Green
Aquella noticia fue toda una revelación. Que en ese perdido pueblito del midwest –más aún, en la misma casa– hubieran vivido el gran arquitecto y la escurridiza hija de Stalin me dejó estupefacto. En verdad, por razones cronológicas, nunca coincidieron bajo el mismo techo puesto que él murió en 1959 y ella llegó en la década del setenta. De alguna manera, los dos habían ido a dar a este sitio huyendo: él del bullicio y la agitación citadinos; ella de su pasado, de su país y del peso de su nombre, que no en vano había cambiado desde hacía años.
Basta teclear en un buscador de internet cualquiera de ellos para encontrar fotos que se reiteran: la niña Svetlana, sonriente, en brazos o sobre las piernas de su padre. En otra, con este al fondo, se encuentra en el regazo de Lavrenti Beria. Al siniestro responsable de la NKVD y de buena parte de los crímenes y atropellos del estalinismo se le ve serio, mientras la niña parece feliz.
Tal vez la única hija de Stalin (tuvo un hermano mayor que fue apresado y muerto por los alemanes durante la guerra) vivió una infancia más o menos común. Buena parte de su vida, de hecho, parece un esfuerzo por borrar lo que en ella había de extraordinario. Leo, entre otras especulaciones, que su madre se suicidó, aunque la versión oficial es que murió de alguna enfermedad. No me distraigo en esos datos, tal vez reales o fruto de la interpretación paranoica de la realidad que propiciaba el propio estalinismo. Me interesa avanzar para explicarme cómo fue posible que la hija de Stalin terminara en Spring Green. Paso a toda carrera por el hecho de que, en 1945, con solo diecinueve años, tuviera un primer hijo, y que en 1949 se casara por segunda vez. En esta ocasión, por cierto, lo hizo con un hijo de Andréi Zhdánov, el ideólogo del realismo socialista, con quien tuvo una niña. Tras la muerte de Stalin en 1953 y, sobre todo, de las denuncias contra él por parte de Jrushchov en el XX Congreso del PCUS, Svetlana Stalina adoptaría el apellido materno (Alilúyeva), y se dedicaría a trabajar como maestra y traductora. Diez años después de la muerte de su padre se enamoró de un miembro del partido comunista de la India. Esa relación produjo un nuevo giro en su vida, fundamentalmente a raíz de la muerte de él en 1966. Svetlana obtuvo entonces permiso para viajar a la India. Llevaba consigo las cenizas del hombre para entregarlas a la familia y verterlas en el Ganges. En el tiempo que estuvo en la India pudo cumplir los deberes funerarios y madurar la idea que daría el vuelco a su vida: el 6 de marzo de 1967, Svetlana Alilúyeva, la única hija de Jósef Stalin, se presentó en la embajada de los Estados Unidos en Nueva Delhi y pidió asilo político.
La noticia, como es fácil imaginar, resultó un escándalo, pero lo más sorprendente comienza para mí tres años más tarde. Entre un momento y otro, Svetlana se estableció en el nuevo país, escribió una autobiografía, Veinte cartas a un amigo (1967), y luego el libro Only One Year (1969). Tal vez la resonancia que ambos tuvieron contribuyó al extraño ofrecimiento que recibiera en 1970. Fue entonces cuando Svetlana supo de la invitación de Olgivanna, la viuda de Frank Lloyd Wright, para que la visitara en su casa de Arizona. Allí el arquitecto había construido una segunda casa que, para diferenciarla de la de Spring Green, había bautizado como Taliesin West. Y aquí es donde la historia toma un rumbo inesperado. Olgivanna, como sabemos, había perdido a su propia hija (la otra Svetlana) y a su nieto en un accidente en Taliesin en 1946. La insólita propuesta de la viuda de Wright, en pocas palabras, era que la recién llegada se quedara a vivir con ella, tal vez para ocupar el lugar de la hija perdida. Cuando tuve noticias de esta historia me pareció una coincidencia enorme el cruce de las vidas de Wright y la hija de Stalin, y más extraño que ésta aceptara la sorprendente invitación de la viuda del arquitecto. Pero mirado con frialdad le encuentro lógica a la historia de la emigrada rusa que desea conocer y eventualmente acoger a la nueva y célebre exiliada, al tiempo que en un plano más personal encontraba en ella esa tardía hija sustituta. Para Svetlana, por su parte, podía ser más atractivo encontrar un hogar que tenía el encanto adicional de haber pertenecido a uno de los grandes arquitectos del siglo. El hecho es que ésta no solo aceptó la idea. En un nuevo e inesperado giro en una historia que no terminaba de sorprenderme, se casó con William Wesley Peters, el discípulo y primer aprendiz de Wright y, como he dicho antes, yerno de los Wright y viudo de aquella Svetlana, la hija muerta en el accidente automovilístico. Entonces Svetlana Alilúyeva cambiaría nuevamente su nombre, esta vez por el de Lana Peters. La residencia de la pareja oscilaría entre Taliesin West, para los inviernos, y la Taliesin original, en Spring Green, para los veranos. En otra vuelta del bucle, a la hija que ambos tuvieron le pusieron el nombre de Olga.
En 1984, ya separada de su esposo, Svetlana regresó con su hija a la Unión Soviética, recobró la ciudadanía, se estableció en Tiflis y expresó ante la prensa que en Occidente no había disfrutado ni un solo día de libertad. Fiel a esos vaivenes de su vida, dos años después volvió a los Estados Unidos, donde vivió hasta su muerte en 2011, en un hogar para ancianos en el propio estado de Wisconsin. Aquella historia me fascinaba y, sin quererlo, me remitía a la experiencia recién descubierta en mi estancia en Cerdeña. Más allá de las obvias diferencias, aquel fallido encuentro entre el editor y el bandido, motivado por la posibilidad de la revolución, volvía una vez más a mi mente. Primero, con el viaje de Wright a Moscú en 1937, y el encuentro que ello suponía entre el intelectual y la revolución, y luego al entrar en escena, tardíamente, la hija de Stalin, que de algún modo planteaba una de las posibles respuestas a las inquietudes del arquitecto y la sociedad que él llegó a imaginar en la lejana Unión Soviética. Tal vez fue por eso que recordé unos versos de aquella «Oda a la Revolución» escrita por Mayakovski en Petrogrado, en fecha tan temprana como 1918, cuando apenas habían transcurrido unos meses de la Revolución bolchevique. Mayakovski formulaba lo que, para mí, se convertiría en La Gran Pregunta, la que regresa una y otra vez porque en ella se cifra el sentido de todo un proyecto que atraviesa como un rayo las vidas de millones de seres, arrastrados muchos de ellos por la pasión, otros por el horror:
¿Qué nombres no te habrán dado?
¿Cómo devendrás aún con el tiempo,
recia arquitectura constructiva
o simplemente un montón de ruinas?
La metáfora arquitectónica me parecía especialmente apropiada pensando en Taliesin y en el insólito cruce de vidas que allí se produjo entre el gran arquitecto y la hija de uno de los protagonistas de la revolución. No un protagonista más sino el que representa su lado más oscuro y que, en consecuencia, ha condicionado un modo de responder (negativamente) la pregunta: ¿recia arquitectura constructiva o simplemente un montón de ruinas? Recordé también a Pasternak y uno de los fragmentos de Doctor Zhivago que más deben haber irritado a las autoridades soviéticas; aquel en que un personaje comenta: «Ha ocurrido muchas veces en la historia. Lo que había sido concebido como noble y alto, se ha convertido en tosca materia. Así, Grecia se convirtió en Roma; así, el iluminismo ruso se ha transformado en la revolución rusa». Es una cuestión que vuelve una y otra vez, siempre que la pasión cede paso a la inevitable mediocridad de la vida cotidiana, y que no termina nunca de responderse, tal vez porque ni siquiera el espanto de miles de cabezas cortadas alcanza a ahogar la vocación por la libertad, la igualdad y la fraternidad, o porque de las ruinas surge una y otra vez, de cuando en cuando, la convicción de cambiar radicalmente el mundo.
Al regresar de Spring Green –aún con esta historia muy en ciernes, pero ya con algunas interrogantes dándome vueltas– le pido a Marcelo que me deje en la entrada principal del campus. Camino por el borde del lago hasta Picnic Point y avanzo por la estrecha lengua de tierra que se interna en el agua. Todo es tan tranquilo y tan verde que me cuesta imaginar el lago congelado y las sacudidas sísmicas de los hielos al quebrar-se. Aún quedan mil cabos sueltos en esta historia de la que apenas he comenzado a vislumbrar algunas coincidencias sorprendentes. Pensando en ello llego hasta la punta de la península y piso la pequeña placa de bronce engastada en una piedra, en la que puede leerse: «Touch here for an official Picnic Point run». Me acerco hasta el borde mismo del agua y tomo la piedra más achatada y lisa que puedo encontrar, la froto para quitarle la tierra adherida y la lanzo con fuerza, lo más cerca posible a la superficie del agua. Rebota dos, tres, cuatro veces sobre aquel espejo, antes de ir a ocultarse al fondo del lago.
1 En la primavera de 2017 fui visiting professor, casi sucesivamente, en las universidades de Cagliari (Italia) y de Wisconsin-Madison (Estados Unidos). De ese azar nacen estas páginas. Agradezco a María Cristina Secci y a Luis Madureira su generosidad como anfitriones, y a Luciano Marrocu, Riccardo Badini, Marcelo Pellegrini y Víctor Goldgel algunas de las pistas que me dieron para llegar aquí.
Texto cedido por el autor a www.urbesalvaje.com