Muriel Spark: mis manos sobre los papeles

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Por Muriel Spark. Traducción de Ariel Dilon.

         

Soy una acumuladora de dos cosas: documentos y amigos de confianza. Los primeros sobrepasan a los segundos en cantidad, pero en lo que respecta a calidad, estos últimos dejan a aquellos muy atrás.

 

Me fascinan los detalles. Me encanta reunir montones de ellos. Los detalles crean atmósfera. También hay magia en los nombres, pero nunca con tanta humildad. La mayoría de los nombres en las páginas que siguen —el relato de los primeros treinta y nueve años de mi vida— son desconocidos para el público. Por esa misma razón son aún más preciosos para mí.

 

Desde que me hice conocida, se han escrito tantos relatos extravagantes y erróneos sobre partes de mi vida que sentí que era hora de poner las cosas en su lugar.

 

Decidí no escribir nada que no pueda ser respaldado por evidencia documental o bien por testigos directos; no me he basado únicamente en mis recuerdos, por vívidos que sean. Lo inquietante de las afirmaciones falsas y equivocadas es que los estudiosos bienintencionados tienden a repetirse unos a otros. Las mentiras son como pulgas que saltan de aquí para allá, chupando la sangre del intelecto. En mi caso, la verdad suele ser menos halagadora, menos romántica, pero a menudo más interesante que la historia apócrifa. La verdad en sí misma es neutra y posee su propia y encantadora belleza; ha de ser especialmente apreciada en una obra de no ficción. Además, los datos falsos llevan a falsas premisas, y estas a falsas conclusiones. ¿Es justo para con los especialistas y estudiantes el inducirlos a error, siquiera en cuestiones de las más nimias? La autora de una biografía reciente, que había brindado una información falsa acerca de mí en un episodio demostrablemente inexistente, se manifestó desconcertada ante mi objeción. Su perspectiva me exhibía bajo lo que, según ella, era una luz “positiva”. En cualquier caso, todo era falso. Se me presentaba como una próspera anfitriona en una época en que era poco conocida, además de pobre. (Y a una no le gusta que se le ande faltando el respeto a la pobreza de sus comienzos). Se afirmaba que tuve entre mis “invitados” a dos personas notables, a las que yo por entonces no conocía. Qué tenía de dañino esta mentira, quiso saber la biógrafa. ¡Dañino! Porciones enteras de las biografías de tres personas han sido falsificadas, la mía y las de las otras dos. Pero mucho peor que el daño personal es el daño infligido a la verdad y a los estudios especializados.

Lo anterior es solo un ejemplo de información irresponsable; no puede tener otro efecto que embrollar la historia literaria. Estoy segura de que muchas de las historias de vida de mis colegas con éxito han sufrido los mismos estragos.

Para los recuerdos de mis años mozos, mi hermano Philip Camberg es la mejor fuente de confirmación e información. Dada la ventaja de cinco años y medio que me lleva, ha sido capaz de recordar nombres, lugares, fechas y acontecimientos con más claridad que yo. (Una puede establecer de manera más nítida unos recuerdos de infancia tan remotos como los de los cuatro años, obviamente, cuando ha compartido con un chico de nueve años y medio los mismos conocimientos y experiencias). Mi hermano, hoy químico retirado en los Estados Unidos, se metió con el mayor entusiasmo en el cotejo de mis memorias de la niñez. 

También mi prima Violet Caro ayudó a confirmar mis memorias juveniles y mi primo menor, Martin Uezzell, se tomó muchas molestias buscando y desenterrando detalles familiares. Mi hijo Robin Spark reunió para mí algunas fotografías de la familia, a fin de enriquecer la provisión que me envió mi hermano Philip.

Cuando apareció por primera vez una versión de mis experiencias de infancia, en el New Yorker, fue un verdadero deleite, para mí, la cantidad de gente que me escribió deseosa de confirmar, modificar o ampliar lo que yo había escrito. Una de mis más cálidas corresponsales es Barbara Below, la hija del “profesor Rule”, un amigo de mis padres que había cautivado mi imaginación entre los tres y los cuatro años, y cuya esposa Charlotte fue quien me enseñó a leer y escribir. La señora Below se tomó interminables molestias para identificar incidentes y fechas, y fue ella quien me consiguió la encantadora fotografía de Charlotte Rule que se reproduce en este libro.

¿Y qué habría hecho de mis días de escolar en Edimburgo sin la ayuda de mi amigo Ian Barr, así como las de mis compa-ñeras de clase? Ian Barr, hoy retirado, es un erudito y un pensador dotado de una gran calidez y de un enorme poder para entretener; infatigablemente extrajo, de difíciles fuentes de in-formación, numerosos datos para mí. Ian Barr, al verdadero estilo escocés, era un joven empleado postal antes de ingresar en la Junta Directiva de Correos; tantos años después, aún se acordaba de la dirección de mis padres en Edimburgo, donde se entregaban los telegramas y los mensajes urgentes. Y mis compañeras de escuela, Frances Niven (hoy Cowell), mi mejor amiga de aquellos años, me ayudó a lo largo de todo el proceso, no solamente con la corroboración de los hechos, sino también con el incentivo de esa antigua y afectuosa amistad. Le debo gratitud a Cathie Davie (hoy Semeonoff) por regalarme sus invalorables recuerdos de Bruntsfield Links, tal como era en la época en que lo recorríamos a pie, en los años de nuestra primera juventud. Agradezco calurosamente a Elizabeth Vance, cuyas cartas me han divertido y abastecido, y cuyas vívidas impresiones sobre nuestra vida en la escuela James Gillespie he citado en este libro. Agradezco igualmente a Dorothy Forrester y a Dorothy Forrest (hoy Rankine) por recordarme anécdotas y por sus divertidas remembranzas de los días de escuela.

El mayor volumen de cartas y otros documentos que poseo corresponde a la década de 1940 en adelante, y quiero expresar mi gratitud por sus cuidados y su vivo interés en estos archivos, a lo largo de los últimos veinticuatro años, a mi colaboradora y compañera constante, Penelope Jardine. Si he sido capaz de poner mis manos sobre los papeles que eran necesarios para estimular, tanto como para verificar, mis ideas sobre el pasado, no es sino gracias a su inteligente trabajo de registro y clasificación. Así como es gracias a su sentido del humor que yo haya terminado por disfrutar de lo que a primera vista me parecía una empresa pavorosa. También debo gratitud a Penelope por permitirme utilizar algunas habitaciones en su espaciosa casa, donde amontonó, ordenó y albergó todo ese cúmulo de papeles.

Las presentes memorias me llevan de regreso a comienzos de 1957, cuando publiqué mi primera novela. Hay pocos nombres famosos en aquel período de mi vida, pero fue muy pleno y muy rico, en realidad. Espero haber logrado ofrecer un cuadro de mi formación como escritora.

Yo tenía en Roma una amiga algo mayor, lady Berkeley (Molly), a quien a veces visitaba en su departamento del Palazzo Borghese. Molly vivía con estilo. Cuando yo le preguntaba por el pasado, del que a ella le encantaba hablar, mandaba al mayordomo a buscar el libro de recuerdos de familia, para constatar los hechos. Me parecía una idea excelente. Acaso todos deberíamos escribir nuestros recuerdos para evitar, en nuestros días postreros, alejarnos de la realidad.

Con cierta frecuencia he escrito textos autobiográficos. Lo que sentía mientras los redactaba, y lo que he experimentado a lo largo de mi trabajo en el presente volumen, es un sentimiento de autoconocimiento enriquecido. “¿Quién soy?” es para los poetas una pregunta persistente. Una vez, en los tempranos días de mi vocación, me fue encargada una obra de teatro. Una noche me encontré con el productor, para entregarle el primer acto. Al día siguiente recibí un telegrama: “Querida: esto es precisamente lo que esperábamos. Llámame mañana a las diez de la mañana, cariño”. Como estaba previsto, llamé a las diez de la mañana y le dije mi nombre a la secretaria. El productor tomó el teléfono. Le repetí mi nombre. “¿Quién eres, cariño?”, dijo.

Pensé que era una excelente pregunta, y todavía me lo parece. Aquel día, hace tantos años, decidí escribir una autobiografía que me ayudara a explicar, a mí misma y a los otros, precisamente eso: Quién soy.

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