Por W.G. Sebald
Hubo un tiempo en que Córcega estaba completamente cubierta de bosques. Piso a piso, el bosque creció durante miles de años en competencia consigo mismo hasta una altura de cincuenta metros o más, y quién sabe, tal vez hubieran surgido especies cada vez mayores, árboles hasta el cielo, si los primeros colonos no hubieran aparecido y, con el miedo característico de su especie por su lugar de origen, no hubieran hecho retroceder continuamente al bosque.
El proceso de degradación de las especies vegetales más desarrolladas comenzó, como es sabido, en el ámbito de la llamada cuna de nuestra civilización. En su mayor parte, los altos bosques que en otro tiempo llegaban hasta las orillas del mar en Dalmacia, Iberia y el Norte de África, habían sido ya talados al comienzo de nuestra era. Sólo en el interior de Córcega quedaron algunos bosques de árboles mucho más altos que los actuales, que fueron descritos aún por viajeros del siglo XIX con profundo respeto, aunque desde entonces casi se han extinguido. De los abetos blancos, que en la Edad Media eran una de las especies dominantes de Córcega y se encontraban en todas partes, en las nieblas que se acumulaban en las montañas, en las laderas en sombra y en los barrancos, hoy quedan sólo escasos restos en el valle de Marmano y en la Forêt de Puntiello, donde, durante una excursión, recordé la imagen de un bosque de Innerfern, que atravesé una vez de niño con mi abuelo.
En una crónica de los bosques franceses publicada en el Segundo Imperio por Étienne de la Tour, se habla de abetos aislados que, a lo largo de sus más de mil años de vida, alcanzaban casi los sesenta metros, y eran los últimos, escribe De la Tour, que podían darnos una idea de lo imponentes que fueron en otros tiempos los bosques europeos. De la Tour lamenta la destrucción que se perfilaba ya claramente en su época de los bosques corsos par des exploitations mal conduites. Las reservas de bosques más tiempo respetadas fueron las de las regiones más inaccesibles, como por ejemplo el gran bosque de Bavella, que hasta finales del XIX cubría, en gran medida intacto, los Dolomitas corsos entre Sartène y Solenzara.
El paisajista y escritor inglés Edward Lear, que viajó por Córcega en el verano de 1876, habló de inmensos bosques que trepaban muy alto desde la oscuridad azulada del valle de Solenzara, por las pendientes más escarpadas, hacia los precipicios y farallones verticales, en cuyos salientes, cornisas y más altas terrazas había pequeños grupos de árboles como penachos de plumas sobre yelmos. En las superficies más llanas, hacia el paso, un denso manto de los arbustos y hierbas más diversos cubría el blando suelo sobre el que se caminaba. Allí crecían en torno madroños, una multitud de helechos, brezos y enebros, hierbas, gamoncillos y ciclámenes enanos, y entre todas esas plantas de poca altura se alzaban los troncos grises de los pinos laricios cuyas verdes sombrillas parecían flotar libremente arriba, muy arriba, en el aire totalmente limpio.
Desde una meseta sobre el paso a la que había subido, dice Lear, abarqué con la vista el bosque entero, un teatro natural rodeado de luminosas paredes de roca, que descendía cientos de metros, fila tras fila, hacia un escenario invisible, desde cuyo telón de fondo podía verse cada mañana el mar sobre la desembocadura del valle de Solenzara y, detrás del mar, como trazada de una pincelada sobre el papel, la costa italiana. Sólo con excepción quizá de los misteriosos castillos y columnas del Yebel Serbal de la península de Sinaí, nunca, en mis muchos viajes, escribe Lear, me había encontrado con imágenes tan cautivadoras como allí, en el bosque de Bavella. Sin embargo, Lear señalaba también en sus notas los carros de transporte de madera que entonces, tirados por dieciséis mulas, descendían con un solo tronco de árbol de cien a ciento veinte pies de largo, por las estrechas curvas, observación que vi confirmada en el Dictionnaire de Géographie publicado en 1879 por Vivien de Saint Martin, en el que el viajero y topógrafo holandés Melchior Van de Velde escribe que nunca ha visto un bosque como el de Bavella, ni en Suiza, ni en el Líbano, ni en las islas indochinas.
Bavella est ce que j’ai vu de plus beau en fait de forêts, dice Van de Velde, y añade como advertencia: Seulement, si le tourist veut la voir dans sa gloire, qu’il se hâte! La hache s’y promène et Bavella s’en va! Realmente, hoy no es nada ya en la región de Bavella como entonces debió de ser. La verdad es que, cuando por primera vez se sube al paso desde el sur, acercándose cada vez más a los conos de piedra, violeta azulado o púrpura, rodeados con frecuencia a media altura por guirnaldas de vapor, y se mira desde el borde de la Bocca al valle de Solenzara, parece al principio como si existieran aún los maravillosos bosques elogiados por Van de Velde y Lear. En realidad, sin embargo, sólo crecen ahora los plantados por la administración forestal después del gigantesco incendio del verano de 1960 en las superficies incendiadas: delgadas coníferas que no se puede imaginar que superen la vida de un hombre, por no hablar de docenas de generaciones.
El suelo que hay bajo esos míseros pinos está en su mayoría pelado: de la riqueza de caza mencionada por los viajeros anteriores —le gibier y abonde, escribe Van de Velde— no vi el más mínimo rastro. Excepcionalmente numerosas fueron aquí en otro tiempo las cabras montesas, sobre las caídas de piedra se cernían águilas y buitres, chamarices y pinzones saltaban a centenares sobre la cubierta arbórea, codornices y perdices anidaban entre los matorrales y las mariposas revoloteaban por todas partes. Al parecer, los animales corsos, como ocurre a veces en las islas, eran llamativamente pequeños.
Ferdinand Gregorovius, que viajó en 1852 por Córcega, habla de un experto en mariposas de Dresde, al que encontró en las colinas situadas sobre Sartène y que le hizo la observación de que la isla, especialmente por el pequeño tamaño de las especies que en ella vivían, le pareció ya en su primera visita un jardín del Paraíso, y realmente, escribe Gregorovius, poco después de su encuentro con el entomólogo sajón había visto varias veces, en los bosques de Bavella, el entretanto ha tiempo extinguido ciervo rojo tirreno Cervus elaphus corsicanus, animal de baja talla, de aspecto en cierto modo oriental, con la cabeza demasiado grande con respecto al resto del cuerpo y ojos asustadizos constantemente dispuestos a la muerte.
Fragmento de
Campo Santo
W. G. Sebald