Por Sebastián Diez Cáceres
“Yo sé por qué me escogieron. Es fácil mostrar mi cara en televisión, porque, al fin y al cabo, soy la imagen de lo que para los jóvenes es el Terror. Personifico lo que la gente teme y digo lo que quiero”, dice un Marilyn Manson que juega con su pierna en uno de los tantos camerinos en los que espera su show en su dilatada carrera artística. Un sobrecogido Michael Moore lo escucha enterrado en un sofá viejo. Escena de Bowling for Columbine (2002), documental de Moore sobre la matanza de la escuela de Columbine (1999) a manos de dos jóvenes estudiantes y que puso en primer plano el profundo problema que es aún la tenencia legal de armas en los EEUU. A dos años del apoteósico incidente, Marilyn Manson volvía a Colorado a dar un par de conciertos. Hubo manifestaciones del ala más conservadora de la iglesia que señalaban a Manson como batería de los incidentes de Columbine por el contenido provocador de su música y su imagen “demoníaca”. Exigían cancelar sus conciertos.
Es fácil, claro, señalar al mismísimo demonio para inculparlo del asesinato y la degradación moral, Manson coquetea con esto en sus videos musicales y entrevistas. Sin ir más lejos, su nombre artístico nace precisamente de una mezcla ambigua entre Marilyn Monroe (el eros, el sexo) y el asesino de estrellas de Hollywood, Charles Manson (el tánatos, la muerte). Por otra parte, el terror al que alude Manson, explica luego en la misma entrevista, dice de aquel naturalizado y supurado por los medios de comunicación, que consumen tu tiempo y del mismo modo te persuaden a consumir. El consumo es Terror, pero quizás eso sea demasiado difícil de graficar. Es más sencillo depositar esa basura en el rostro de Manson. Figuras como la suya suelen ser utilizadas como desguazadero de los ascos, culpas, paradojas de los puristas.
Cita de Jean Baudrillard: “El terrorismo bajo todas sus formas es el espejo Transpolítico del Mal. Así pues, el verdadero problema, el único problema es: ¿dónde se ha metido el Mal? En todas partes: la anamorfosis de las formas contemporáneas del Mal es infinita.”
Como santos a los que se los escupe, los chivos expiatorios en la sociedad de masas e instantánea en la que habitamos, inmensamente creyente en una moral obtusa, se hacen de primera necesidad. En Chile se ha tachado al cantante del género urbano Marcianeke (alias artístico de Matías Muñoz de 19 años) de incentivar mediante su música la delincuencia y el consumo de drogas. Desde tweets de figuras de la política a los comentarios de sus videos en Youtube, los descargos coinciden en su apología del hampa. La relación de lírica rap y hampa, narcotráfico y lujo es fundacional en la cultura del hiphop, y con renovada estética desde el trap, originado en Boston y desarrollado en la década del 00. La misma acusación a Marcianeke se viene repitiendo en distintos modos desde los inicios mismos del rap en el Bronx a finales de los ochentas, pero traeré a ejemplo una situación que se vivió en Puerto Rico, y que suma como alegato el contenido sexual de las letras del reggaeton: corría el año 2003 y en el estadio Hiram Bithorn de San Juan, Puerto Rico, ocurría lo inimaginable. Flanqueada por Héctor el Father y Tito el Bambino, la senadora Velda González, conocida por su aversión pública al género desde el año 1992 —cuando sale electa por primera vez— figura perreando y gozando el reggaeton de quienes se hacían llamar entonces Los Bambinos. González en distintos momentos de los noventas acusó al género de ser, además de soez, misógino y objetualizar a la mujer. Incluso en alguna ocasión llegó a decir que era un “factor detonante de actos criminales”. Hizo, como se ve, una persecución desde los inicios mismos, cuando el reggaeton era una música escuchada sólo en los bajos fondos de Puerto Rico y no era el fenómeno de masas que es hoy. En 2002 Velda González presentaba un proyecto de ley para prohibir definitivamente el contenido explícito del reggaeton; aliada al por entonces gobernador de la isla Pedro Rosselló, padre de quien se diría fue “derrocado” por el reggaeton años después, Ricardo Rosselló. Con este ejemplo no quiero más que graficar las relaciones del género urbano con el status quo.
Marcianeke: las polémicas han estado marcadas si bien por sus hábitos, mucho también por su aspecto. La noticia de hace algunos meses en que los fans se mostraban preocupados por la delgadez del artista es prueba de ello. Y en general, los comentarios de haters que de lleno se mofan de su imagen y habla. En efecto, Marcianeke tiene la figura típica del pastero de población, de pómulos pronunciados y cuerpo no esquelético, pero sí más delgado de lo recomendado. No encontré rastros de problemas de salud más profundos que una depresión severa. Y la torpeza al hablar se le puede atribuir a la flojera propia de cualquier chileno, que es conocido por no pronunciar las eses, economizar sílabas y otras singularidades. Aquí hay un punto y es que Marcianeke es el reflejo de una buena parte de la clase baja —no media-baja, sino baja— que alguna vez pasó hambre verdadera y que se alimentó sistemáticamente mal, a base de fideos y arroz. Si uno googlea Marcianeke, una de las frases predictivas que te sugiere, entre otras aberraciones es ¿qué enfermedad tiene Marcianeke?. Ese aspecto enfermo tiene mucho del régimen corporal de la pobla. De los caseríos, de los pantanos. Del punto geopolítico exacto de donde provienen casi todos los cantantes del género. La pobla parece ser la misma en todas las ciudades de Chile. No hay pobla que no curta de sus propios gestos e idiomas, sin embargo entre flaites de provincia y flaites de Santiago hay acuerdos tácitos. Marcianeke es de Talca, ciudad paradigmática y casi irreal. Es en el hospital de Talca donde se cambiaron a las guaguas y el Banco homónimo fue quebrado por el que sería presidente de la República. Podría conformar una trinidad junto a Villa Alemana y Coyhaique como las ciudades más bizarras del país, tema aparte que podría dar lugar a otro artículo. Es en ese sitio particular que se gesta y cría el monstruo al que después abuchearemos sin conocerlo.
Lo monstruoso de Marcianeke es resina que los medios puristas queman sin recato. Y lo digo en estos términos, porque a veces buscan quisquillosamente al demonio para encararlo, como adictos a la pasta. Parece conformarse un espejo negro en el que se encarnan los deseos turbios, las desgracias y el desacato de los espectadores. El Terror, como lo llama Marilyn Manson, cita de Baudrillard mediante, es utilizado obscenamente como pedagogía. Los periodistas son terroristas. Buscan maniáticamente desviaciones, monstruos, deformidades para enmarcarlas y sacarles una tajada. Todo lo que huela a sangre renta. El gangsta rap fue objeto de los medios por sus noticias sobre tiroteos y raperos muertos. Y por ello se le inculpó luego de criminalizar a la audiencia, de incentivar el delito mediante su lírica e imagen. Creo que fue Ice Cube, en ese instante miembro de N.W.A., quien respondió que su función era la de un periodista, que él no escribía otra cosa que lo que veía; y si alguna vez escribió sobre armas, fue porque hay armas en los tugurios, no porque él las llevase. La denuncia estaba en constatarlo. Y así, sucesivamente, han tenido que salir a dar explicaciones distintos exponentes del rap y sus variantes, llegando hasta lo que hoy se conoce como género urbano, que engloba principalmente al trap y al reggaeton.
En una reciente entrevista, Pailita (Carlos Raín Pailacheo de 22 años) otro artista del género, respondió ante las opiniones negativas que se ha llevado la lírica del género urbano chileno. “No las entienden”, señaló. Logro dilucidar a qué se refiere con ese “entender” que no es precisamente algo que se ligue con la complejidad y alto conocimiento necesario para entender el contenido de las letras. Más bien el problema va de la mano de no identificar oportunamente al hablante de las canciones. Puedo traer a ejemplo la situación ocurrida en su momento, en la no tan lejana década de los 90, con “Corazones rojos” del disco Corazones (1990) del entonces dúo Los Prisioneros. Jorge González fue tachado de misógino por una letra que procuraba ponerse en la posición de uno para así denunciarlo mediante su propia habla. No se entendía la ficción que suponía la letra. Había sido escrita para una pieza teatral del colectivo Las Cleopatras a finales de los ochentas. Con el tiempo se convirtió en una de las más escuchadas no sólo del disco, sino de los 90. Primeras incursiones mainstream del rap en la música chilena, antes del Ser Humano (1997) de Tiro de Gracia y La rosa de los vientos (1999) de Makiza. En aquel entonces era muy under hacer rap. Era raro. Eso, de la mano con la interpretación literal de la letra, hizo que en los noventas el disco de Los Prisioneros, a esta altura clásico, fuera poco tocado en las radios, y su gira, muy poco auspiciosa.
En la entrevista que le hizo el canal de YouTube La junta, que suele invitar a traperos y reggaetoneros chilenos, Marcianeke enfatiza que le interesa lo “distinto”. Hacer eso que no se había hecho. La distinción: el valor de lo distinto por el mero hecho de serlo. El desvío continuo como estrategia, sustituyendo así la evasión de cierta melancolía por un giro estético. Dice que escribe canciones cuando está deprimido. La música es su medicina y lo “distinto” su poética. “Es que nadie hace eso, entonces yo lo hago”. En este desvío perpetuo uno se deforma. Monstruosidad. La definición de monstruo en la RAE: “ser que presenta anomalías o desviaciones notables respecto a su especie”. La distinción a la que tanto juega Marcianeke acaba por ahogarlo en la propia constitución de su personaje, el cual se presenta como una deformidad, sonora y visual. La voz grave y carrasposa que pareciera ocurrir entre las notas, curiosamente desafinada. Y esta distinción no sólo se nos presenta en su estética, sino también en sus hábitos.
Hace pocos días de cuando escribo esto Marcianeke saca al aire una canción junto a Tunneshikid y Chuky Indica, “Quiere que te pegue”. Este último (alias de David Cornejo de 29 años) recién viene saliendo de la cárcel. Había estado preso por tráfico al incautarse en su domicilio (acá las noticias muestran secuencias del operativo y a Chuky Indica en el piso siendo reducido por efectivos de la PDI) marihuana en grandes cantidades. El caso fue bullado porque se trataba de un cantante de trap y se morboseó con el hecho de que en el automóvil que aparece en uno de sus videos fuera hallada gran parte de la marihuana, o “droga”, como señalaba el telepronter. Parecía ambigua la presentación de la noticia, pues de lo que comenzaba siendo el líder de una peligrosa banda de narcotráfico, acababa en realidad por ser un dealer de grinder cualquiera. Había un par de sobres de cocaína, quizás para consumo propio, pero gran parte de lo exhibido en la mesa de evidencia eran saquitos de marihuana. En dinero no había más de cien mil pesos entre billetes de diez y veinte. Me parecen tendenciosas estas noticias que aún supuran puritanismo barato, y se coge del poco disimulo del trapero, que alardeaba de sus compras por Instagram, para ansiosamente volver a insuflar a la marihuana de su añejo halo demoníaco. A estas alturas me parece piriclitada la chapa de “droga” cuando Santiago completo huele a indoor. Me imagino otras ciudades.
Cita de Marguerite Yourcenar: “…cuando se sataniza se corre el riesgo de no identificar el Mal con lo que realmente es: algo totalmente desapercibido, trivialmente humano e incluso respetado”
En el espejo negro en el que nos miramos y depositamos nuestros despechos nos salpica la víscera misma de la propia realidad. Como el doctor Frankenstein proyectara en el monstruoso Adán sus propios deseos turbios, así mismo Marcianeke representa para el chileno eso propio que no quiere ver de sí. La mala labia por una precaria educación, la vulnerabilidad adolescente y el suicidio, la pésima alimentación que ofrece un sueldo mínimo. La droga como evasión. El delito como posicionamiento. ¿Qué chilenidad representaría Marcianeke? Casi una forma espectacularizada del lumpen medular de la calle. El ser flaite es una virtud que muchos se empecinan por cumplir. Habla Ben Weapons, trapero chileno, en La historia del trap en Chile (2020): “Yo soy flaite y lo digo con orgullo. Pa´ mí, el flaite es el delincuente, el que anda haciendo plata, el que anda brígido, nítido; ese es flaite. No el hueón que tú veís que anda pa´ la cagá, roñoso, que es ese hueón pasta base y que tú decís: ¡Ese flaite culiao! No. Ese hueón no es flaite, ese hueón es una plasta culiá.” Hablando de proporciones, no son minoría. Representan una parte consistente de la idiosincracia chilena. La población siempre está oculta, pero cubre grandes extensiones de territorio. Siempre han existido. Que ahora sean productos de exportación (como también lo fueron en su momento los lanzas y los futbolistas) provoca sensaciones ambiguas en la opinión pública. Aman que Dua Lipa baile Ultra Solo de Polimá Westcoast en Instagram, pero detestan la imagen monstruosa de Marcianeke.
Buscando referencias sobre lo monstruoso para escribir este artículo me vi persuadido por lo que la edición de Caja Negra, Argentina, de un conjunto de artículos antologados por Mark Fisher, me insinuaba en su tapa: Jacksonismo: Michael Jackson como síntoma (2014). Pensé en aberraciones y psicoanálisis social. Pero el jacksonismo no era el Michael Jackson monstruoso de Thriller de la tapa y el síntoma tampoco esa transición vivida en carne propia de un conflicto racial, la de un negro que se convierte poco a poco en blanco. ¿Entonces qué es? El jacksonismo es cómo un personaje puede alcanzar tal influencia que cosa que haga o toque se convierta en mercancía. Greil Marcus comenzó a teorizar con este concepto desde su bello Rastros de carmín. Una historia secreta del siglo XX (1989). El síntoma era, como lo intuyera Marx, aquello que da valor sin contener sustancia, como un fetiche. Michael Jackson era esta especie de mutación que producía dinero por su mera existencia. Puede compararse a lo que hoy sucede con la figura de Bad Bunny a nivel mundial. Sus objetivos ya no son tener éxito, sino romper récords. Como si su misma aura le insuflara valor monetario a lo que toca. Qué come, si es o no celoso, si se casa o no, si es bisexual, si come carne, si es lo suficientemente feminista. Esto, curiosamente, huye del plan de influencias que uno tenga con lo que escucha, pues suena en todos lados. En el restaurant, en la micro, en los parlantes que venden playlists en Ahumada, en el Uber (aunque ahí hay oportunidad de protestar), las motos de Rappi suenan, tu vecino, familiares. De alguna manera no hay cómo evadir su impronta. “El triunfo de Michael Jackson —escribe Greil Marcus— era permitir a la gente no elegir. Thriller imponía su propio principio de realidad (…) No tenía por qué gustarte. Sólo tenías que reconocer esa realidad, aunque en cierto modo, en el año de Michael Jackson, reconocerla implicase que el disco te gustaba.”
No es el caso de Marcianeke, al menos por el momento. Este es otro tipo de monstruo. Más cercano, un monstruo casi no reconocible entre la multitud. En los cuentos de Ray Bradbury los marcianos son humanos que ya habitan el planeta Marte; no tienen ese aspecto monstruoso, verdes y de ojos ovalados y grandes. Son tanto o más normales que los que aún habitan la Tierra. Marciano: “Personaje o figura de los videojuegos que se mueve y al que, generalmente, hay que destruir: matar marcianos.” La definición de María Moliner acarrea implícitamente un rechazo a ese otro, a ese foráneo. El marciano es una amenaza externa a la que se combate. Y sin embargo tan humana. Marcianeke podría ser un marciano de Bradbury. Tan habitual como especial. Como alerta Yourcenar e insinúa Baudrillard, hay que saber detectar dónde efectivamente está el Mal. Por eso es tan interesante la posibilidad monstruosa del marciano cuando es tan humano, si continuamos con la tesis bradburiana. ¿Dónde hallamos esa monstruosidad en alguien tan parecido a uno? En lo grotesco, sin duda; en aquellas exageraciones; en su tono grave, raspado, su cara flaca, su grosería. En la caricatura, en fin.
Cita de Literatura y disidencia (2005), Daniel Link: “En un universo dominado por las políticas de la simulación y de la pose, todos somos (o podemos ser) agentes de potencias extranjeras, en este caso “insectos gigantes de otra galaxia” (lo que se llama “monstruos”): versión paranoica de lo real, asociación con uno de los grandes modelos genéricos con los que suelen estar tramadas las “novelas” de Burroughs, la ciencia ficción. La política de Interzona, que permite pensar que todos son agentes secretos de Estados alienígenas, es una política paranoica.”
Entonces podemos entender lo monstruoso como un desvío, una deformación; y a la vez como un reflejo negro, una proyección negativa. Marcianeke cumple con las dos acepciones. Su monstruosidad es tan banal que no debo recorrer tantos kilómetros para toparme con alguien similar, cuya realidad está empapada de lo que nuestro reggaetonero canta: las drogas, las armas, las conductas callejeras. “Nosotros —dice el Jordan 23— de cabros chicos acá en Chile, hay como una cultura allá en PR (Puerto Rico) del tráfico cachai, allá todos le hacen la ficha al narco. Acá en Chile es al revés, acá los ladrones son los que pisan fuerte. Los pillos, como le llaman allá.” Pues en tanto el Jordan 23 representa la estética del ladrón, Marcianeke encarna la de la droga. El arribo del tusi es paradigmático hoy en la escena musical y del entretenimiento en general. Se sintetizó en 1974 y recibe su nombre por su término anglófono 2CB, two ci bi. Es una especie de cocaína, por lo general rosa, que se aspira y produce tanto efectos estimulantes como alucinógenos. Es de efecto breve, como la pasta base. Sin embargo, ya han ascendido los números de ingresados en centros de rehabilitación por esta droga. Está compuesta principalmente por ketamina que es un anestesiante disociativo utilizado en veterinaria, especialmente para dormir caballos.
Hay videos de Marcianeke metiéndose tusi en las narices. Uno, en plena entrevista, fuera de cámara. Y otros en los que no puede sacarse ni siquiera un polerón por lo drogado que va. Son secuencias que muestra un reportaje que hizo el canal de skynorio 2 (sic) en Youtube. El consumo problemático de drogas ha sido central desde el caso de Jorge González en adelante, no solo en la música sino en el panorama cultural general. Causó gran revuelo, y fue puesta bajo la lupa moral su adicción a la cocaína. Al retorno de un período de rehabilitación en una clínica cubana, dio una entrevista en el programa estelar De pé a pá en donde compartió su testimonio de lo que había sido el alejamiento de la droga. Años después, en otra entrevista, comentaría que ese arranque de honestidad era de lo que se arrepentiría toda la vida, pues encontraba que el chileno es chaquetero y que festinaron con su etiqueta de drogadicto para atribuir cualquier gesto o reacción a su consumo. Se convirtió en un monstruo también. La etiqueta de reventado que es difícil sacársela de encima. Algo parecido le ocurrió a Álvaro Henríquez, vocalista de Los Tres, con su problema con el alcohol. Los chistes sobre el estado del hígado de Henríquez fueron parte de la palestra un tiempo y su foto con aspecto destruído circulaba con rara insistencia.
González enlista en la entrevista en De pé a pá las drogas que había usado, entre las que estaba la ketamina, la misma del tusi. Los efectos anestesiantes de la keta te dejan monstruoso, literalmente. Simula en el cuerpo intoxicado los movimientos torpes y lentos de un monstruo. Esos murmullos quejosos de Adán, el espécimen del doctor Frankenstein. Esa pesadez y lentitud que, en efecto, reducen las posibilidades de daño directo y acrecientan las de huir de quien se sienta amenazado. Pareciera que el monstruo mismo padeciera por sus presuntas víctimas. ¿Qué fue entonces primero: Marcianeke o toda esa manía tóxica, que en la pobla es una forma de huir? Marcianeke no introdujo ninguna droga en ninguna población, pero se le acusa como agente provocador. Pienso, en un juicio imaginario por supuesto, a una populosa turba, así fuera un auto de fe, indicando el rostro estropeado de Marcianeke como autor intelectual del consumo descontrolado de tusi entre la juventud chilena; la misma a la que perteneciera y de la que ahora es exiliado por ser su muestra monstruosa, que intenta manejar una imagen que ya se sale de sus propias manos. Una realidad miserable lo hiere. Luego lo acusan de ser responsable de esa misma realidad.
La situación ambigua del monstruo pareciera estar suspendida entre una brutalidad naif y una frivolidad cerebral. En este último caso, hay monstruos que se mimetizan y no demuestran ningún atributo deforme. Me parece que estos son los más peligrosos y dañinos. La monstruosidad, por tanto, no es siempre observable. El Mal es engañoso y supura a veces de los centros más inimaginables y en cuerpo de quienes se supone son guardianes de valores clásicos: la esfera política, la iglesia, los mismos puristas, canutos, gente de derecha. Lo que urge es lograr identificarlo. El chivo expiatorio, en este sentido, disuade y enturbia esta posibilidad. El grotesco de Marcianeke distrae atrayendo la mirada, obsesionándola, y quitando de foco cualquier otro target. No poder parar de verlo hacer lo que sea: bebiendo, drogándose, hablando mal, llorando. Hoy se pueden ver gigantografías con el rostro de Marcianeke en el metro con las que Spotify lo celebra por ser el artista más escuchado de Chile. Sobre su nombre, escrito con marcador negro, se lee: BASURA. Lo vemos, lo escuchamos, lo amamos y lo odiamos. A pesar de concentrar toda esa atención y tensión, no es allí donde está el Mal, sino en un sitio quizás más acá o más allá de esa figura, pero nunca allí. En otro sitio se traman estafas, malversaciones, abusos, desfalcos, asesinatos. En otro sitio.
Cita de Hannah Arendt: “Eichmann dijo: «No soy el monstruo en que pretendéis transformarme… soy la víctima de un engaño». Eichmann no empleó las palabras «chivo expiatorio», pero confirmó lo dicho por Servatius: albergaba la «profunda convicción de que tenía que pagar las culpas de otros». Dos días después, el 15 de diciembre de 1961, viernes, a las nueve de la mañana, se dictó el fallo de pena de muerte.”
Eichmann fue quien llevó a la práctica el exterminio racial implantado por el Tercer Reich y funcionó en las sombras de Hitler hasta que el entramado administrativo de los nazis salió a la luz. Un monstruo en el cual Arendt vio lo que denominó la banalidad del Mal. Un monstruo que no se hizo daño a sí, sino que a millones de otros. No quisiera haber pasado aquí por un apologeta de Marcianeke y terminar hablando de monstruos evidentes como Eichmann para desvincularlo de culpas, si es que en efecto las tiene. Nada más haber reflexionado sobre la elección de los espejos donde se proyecta el Mal, y si estamos avizorando de modo eficaz sus fuentes que aquejan no solo a la juventud, sino a la población toda. Y que los artistas, en este caso cantantes de reggaeton, no sean los que tengan que salir a dar explicaciones por el estado de cosas, sino aquellos quienes su trabajo sí lo amerita: sean políticos, filántropos, genios de la multitud.
Tan sólo consignar un último dato, y sólo por gusto: la primera vez que se avistó al chupacabras fue en Puerto Rico.